Lunes, 22 de junio de 2009 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Robert Fisk *
Ahora que el líder supremo iraní, el ayatolá Alí Jamenei, se ubicó codo a codo con su nuevo presidente oficialmente electo, Mahmud Ahmadinejad, la existencia misma del régimen islámico podría verse abiertamente cuestionada en una nación que está dividida como nunca antes entre reformistas y quienes insisten en mantener la integridad de la revolución de 1979.
Si Jamenei hubiera elegido mantenerse en un justo medio y hacer pequeñas concesiones a los incontables millones que se opusieron a Ahmadinejad en la elección y quienes sienten que no fueron tomados en cuenta, el ayatolá aún sería una figura paterna neutral.
Mir Hussein Mussavi y sus seguidores se habrían negado religiosamente –en el sentido más literal de la palabra– a criticar tanto al líder supremo como a la existencia de la república islámica durante las manifestaciones de los últimos días.
Pero al reaccionar como todos los revolucionarios lo hacen aún décadas después de llegar al poder –porque el espectro de una contrarrevolución los persigue hasta la muerte–, Jamenei eligió retratar a los opositores políticos de Ahmadinejad como mercenarios potenciales, espías y agentes de los poderes extranjeros. La traición a la república islámica, desde luego, es castigada con la muerte. Pero la alianza política de Jamenei con este extraño y alucinado presidente pudo haber surgido del miedo y la ira, en partes iguales.
Durante el rezo de los viernes en la Universidad de Teherán, el líder supremo mencionó los peligros de una revolución de terciopelo. Está claro que el régimen tiene profunda preocupación ante el derrocamiento de gobiernos en el este europeo y el occidente asiático desde la caída de la Unión Soviética. El poder del pueblo, el mismo que le dio el triunfo a la revolución de 1979, es un arma devastadora. Podría decirse que la única, en el arsenal de una oposición política seria y sin armamento.
En lo que siguió al triunfo de Ahmadinejad en las urnas, sus simpatizantes conservadores se han dado a la tarea de repartir panfletos en los cuales se condenan las revoluciones laicas de Europa del Este y su contenido habla mucho de los temores del liderazgo clerical iraní. Uno de esos pasquines se titula “El sistema al intentar derrocar una república islámica con una ‘revolución de terciopelo’”. En éste se describe la manera en que Polonia, Checoslovaquia, Ucrania y otras naciones ganaron su libertad.
“Las ‘revoluciones de terciopelo’ o ‘coloridas’ son métodos de intercambio de poder en tiempos de descontento social. Las revoluciones coloridas siempre han comenzado durante una elección y los métodos que siguen son:
- “Existe una completa desesperación en la gente cuando tiene la certeza de que perderá la votación.
- “Se elige un color particular, con el único fin de que los medios occidentales identifiquen (para su público o lectores) a los opositores. Mussavi usó el verde como color de campaña y sus partidarios aún utilizan este color en sus pulseras y pañuelos.
- “Se anuncia que con anticipación se arregló la elección y este mensaje se repite sin cesar, lo cual permite que los medios occidentales, sobre todo los estadounidenses, exageren los hechos.
- “Se escriben cartas a funcionarios del gobierno para denunciar un fraude electoral. Es interesante notar que en estos proyectos ‘coloridos’, por ejemplo en Georgia, Ucrania y Kirguistán, los movimientos apoyados por Occidente han advertido del fraude antes de las elecciones en cartas escritas a los gobiernos involucrados. En el Irán islámico estas cartas fueron dirigidas al líder supremo.”
Otro volante cita un estudio –evidentemente hecho por asesores de Jamenei, y muy poco riguroso– que vaticinó que el fraude electoral se denunciaría el mismo día de la elección, que la oposición anunciaría su victoria horas antes de que concluyera el recuento y se difundiera su derrota.
Por ello los resultados electorales tendrán ya desde el principio un contexto de fraude, según el documento.
“En las etapas finales del proceso, los opositores se reúnen frente a las oficinas gubernamentales; llevan banderas coloridas en protesta por el fraude en el conteo. Esta fase de la manifestación –continúa el panfleto– está a cargo de los medios extranjeros, que se alían con el movimiento opositor con el fin de sacar buenas fotografías y engañar a la opinión pública internacional.”
Todo esto demuestra que existe una singular y obsesiva preocupación entre los discípulos del líder supremo ante la popularidad que ha cobrado la campaña poselectoral de Mussavi. La suspensión de todas las comunicaciones móviles y satelitales –lo que en una sociedad tan desarrollada como Irán debe haber costado millones de dólares– no impidió que se convocara a marchas que siempre se celebraron a la misma hora y en el mismo lugar.
Lo que ahora vemos es un régimen que está mucho más preocupado de lo que sugirió el líder supremo cuando el viernes amenazó tan descaradamente a la oposición. Tras haber rechazado cualquier diálogo político con Mussavi y sus correligionarios –unos cuantos recuentos de votos en algunos distritos no tendrán efecto en los resultados–, lo que tenemos es un régimen iraní encabezado por un líder supremo que está asustado y un presidente que habla como un niño. Esta autoridad está ahora a cargo de controlar las batallas en las calles de Irán.
Se trata de un conflicto que necesitará un milagro para resolverse. Uno de esos milagros con los que Jamenei y Ahmadinejad creen que se podrá evitar la violencia.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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