Sábado, 16 de enero de 2010 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Bet Gerber *
Cinco días antes del ballottage en Chile, los resultados de la encuesta Mori auguran una final no apta para cardíacos: Sebastián Piñera, 50,9 por ciento - Eduardo Frei 49,1 por ciento. Como única encuesta publicada en estas semanas que sigue criterios metodológicos respetables, no queda más que partir de esas cifras para imaginar desenlaces y hasta arriesgar apuestas.
Si operara el efecto del carro ganador postulado por Noelle Neumann, éste debería traccionar a favor de Piñera, quien corrió primero en las encuestas durante todo el 2009. El empresario es, por segunda vez, candidato presidencial por la Coalición por el Cambio, alianza de centroderecha compuesta por la Unión Demócrata Independiente (UDI) y Renovación Nacional (RN). Su contendiente es Eduardo Frei, ex presidente de Chile (1994-2000) y candidato de la Concertación de Partidos por la Democracia, coalición que gobierna desde 1990 y reúne a cuatro partidos de centroizquierda.
Más allá de la especulación electoral, en el otrora prolijo mapa político chileno se dispararon procesos de reconfiguración de impredecibles dimensiones. La Concertación ya no contiene a las mayorías progresistas y su crisis parece terminal. Sin embargo, ni siquiera un eventual triunfo piñerista permitiría deducir un giro a la derecha de la sociedad chilena. Los tres candidatos del espectro progresista que se presentaron en la primera vuelta reunieron el 55 por ciento de los votos frente al 44 por ciento de Piñera, aunque los votantes no seguirán el simple mecanismo de la suma aritmética. Con dos décadas en el gobierno, la Concertación cumplió su principal cometido: conducir exitosamente esta larga transición democrática. No obstante, las asignaturas pendientes son demasiado significativas. Basta mencionar que la carga tributaria en Chile representa sólo el 16,5 por ciento del PBI y la distribución del ingreso es una de las peores del planeta. El balance pone en evidencia cómo y quiénes han fijado los límites entre las transformaciones deseables y aquellas posibles. El hecho de que los intereses de las grandes corporaciones económicas permanezcan casi intactos permite entrever respuestas cuanto menos dolorosas para el progresismo. Cierto es que en toda elite que gobierne durante veinte años habrá sectores intensamente ejercitados en conservar y reproducir los privilegios concomitantes al poder político. La falta de democratización de los partidos forma parte de lo mismo: el uso abusivo de ciertas dirigencias partidarias de los puestos de gobierno y la anulación del debate político se instalaron como prácticas regulares que no escapan a la mirada ciudadana. Esto explica parte del descontento que catapultó al joven Marco Enríquez-Ominami desde un uno por ciento de intención de voto en el verano de 2009 al 20 por ciento alcanzado en la primera vuelta. Con semejantes credenciales, pasó de ser un odioso díscolo a quien achacarle la posible derrota, a un “líder del futuro” que amerita atención. En este contexto, Marco puso condiciones para entregar su apoyo a Frei, a las que se dio respuesta en cuentagotas. Como sea, la fuerte impronta progresista del electorado chileno se refleja en las cifras: si en la primera vuelta Piñera le sacó 14 puntos de ventaja a Frei, en la segunda se habla de un empate técnico.
Una delicada pregunta subyace a las decisiones electorales: ¿Cuál es el escenario más estimulante para una renovación de la izquierda democrática? Hay quienes creen que una derrota puede catalizar la reconstrucción del progresismo, dando nuevas energías a los impulsos transformadores. En sentido contrario, se objeta que los períodos en los que la izquierda fue oposición estuvieron signados por la fragmentación y la parálisis político-partidaria.
Frente a este panorama, lo que más seduce de Piñera es la promesa de cambio. Existe una suerte de pensamiento mágico que lleva a creer que el mero reemplazo de la coalición gobernante terminará con todos los vicios y pecados de la anterior. Esta actitud, que oscila entre la ingenuidad y la irresponsabilidad cívica, no es exclusiva de Chile: basta con remitirse a las insólitas fantasías que volcó a tanto porteño hacia la eficiente y prístina renovación que garantizaría Macri.
En el particular paisaje político chileno, el clivaje derecha-izquierda sigue vigente. Pero la línea que divide estas aguas ya no separa adeptos a la dictadura vs. defensores de la democracia. Aunque no sea necesario escarbar demasiado para encontrar ufanos pinochetistas en las huestes de la UDI, sería miope negar que se trata de una minoría. Piñera representa a un centroderecha actualizado. La opción libremercadista por sobre todo y el discurso meritocrático cierran con una especie de cultura de nuevo rico que atrapa a vastos sectores de la sociedad chilena y se expresa en una cierta compulsión por seguir obsesivamente el posicionamiento en cuanto ranking mundial se invente o sentirse definitivamente parte del Primer Mundo por unirse a la OCDE. Allí, el exitoso empresario cae como anillo al dedo. Además exhibe un perfil liberal y aggiornado al incluir una pareja homosexual en su propaganda o aceptar la píldora del día después. Pero Piñera y su partido tienen un cepo en su socio político, la UDI, plagada de ultraconservadores que aún ruegan perdón a Dios por no haber podido impedir la sanción de la Ley de Divorcio en Chile en el 2004. La cuestión de la coalición no es menor para un presidenciable que debe ostentar cuotas de vocación democrática indigeribles para sus socios.
En las formas, Piñera se confunde cada vez más con el progresismo. Las diferencias pasan por temas de fondo relativos al modelo de desarrollo, es decir, al modelo de sociedad al que se aspira. Mientras que la construcción de un país más justo sigue siendo una preocupación del centroizquierda, el candidato del cambio y sus seguidores privilegian el libre mercado y el crecimiento económico más allá de sus costos sociales, políticos y ambientales.
En estos momentos, ambas coaliciones padecen fundados temores. La Concertación teme la concreta posibilidad de perder el gobierno, es decir, el aparato del Estado. La derecha, en su triunfalismo casi maníaco, intenta sofocar el terror que le provoca la posibilidad de no ganar la única elección en la que ha ocupado la pole position durante el último año. Temor comprensible en quienes no ganan una elección desde 1958.
Digan lo que digan las urnas, el progresismo enfrenta un punto de inflexión inexorable: sigue siendo mayoría, pero sus instancias de representación están agotadas. La Concertación estará a la altura de los tiempos en la medida en que reconozca el fin de un ciclo y se abra a la posibilidad de un nuevo referente. En lo que a pronósticos se refiere, es una final abierta. En todo caso, los resultados electorales podrán o no festejarse, pero las elecciones siempre se celebran.
* Directora de Proyectos de la Fundación Ebert, Chile.
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