EL MUNDO › OPINION

La guerra irresponsable

 Por Claudio Uriarte

En los últimos días del año pasado, el secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, firmó una orden de partida de 25.000 soldados rumbo al Golfo Pérsico. Anteayer firmó otra orden, agregando 35.000 soldados al dispositivo y ayer habría firmado una nueva desplegando 27.000. Estados Unidos ya tiene 65.000 soldados en la zona, pero de esos sólo 10.000, que están estacionados en Kuwait, podrían unirse a una fuerza de invasión a Irak. Esto sigue quedándose corto –pero menos– de los 250.000 soldados requeridos por los generales del Pentágono y el plan de acción sigue siendo confuso, pero, con cada nuevo despliegue, la posibilidad de dar marcha atrás parece alejarse, debido al costo de la movilización y a la pérdida de autoridad internacional que se derivaría para Washington de concentrar una fuerza sin concretar su amenaza. En todo caso, el discurso oficial de la Casa Blanca ya tiene cierta tendencia a la circularidad: si Saddam Hussein no admite que tiene arsenales de destrucción masiva está mintiendo al mundo y hay que atacar; si lo admite, por una lógica parecida, también habría que atacar, porque estaría confirmando que tiene armas de destrucción masiva –que no son buenas– y quién sabría si Saddam no está confesando una parte de su arsenal para ocultar otra más importante, etc., etc. Vista así, la guerra parecería inevitable, pero también una decisión de considerable frivolidad e irresponsabilidad, ya que ninguna de las estrategias que se han enunciado hasta ahora para propagandizarla da cuenta de una serie de factores aleatorios que podrían derivar en que la empresa salga desastrosamente mal. Veamos cómo es esto.
Primero que nada, Saddam no es inocente, ni un líder antiimperialista consecuente. Su biografía política se lee como la de un delincuente internacional serial. Ascendió al poder en 1978 mediante un golpe de Estado militar, uno de los tres métodos excluyentes de recambio de mandos en el mundo árabe –los otros dos son el asesinato palaciego y la sucesión dinástica–. En 1980, apostando al debilitamiento militar de Irán tras la revolución islámica del año anterior, lanzó una guerra de agresión y conquista contra su vecino. Le salió mal: la guerra duró ocho años, costó cientos de miles de muertos –muchos de ellos por el empleo iraquí de armas químicas y bacteriológicas facilitadas por EE.UU.– y terminó sin que Saddam hubiera logrado conquistar un centímetro cuadrado de terreno. En 1990, sólo dos años después, Saddam invadió el vecino Emirato de Kuwait, lo que lo convertía en el dueño de las mayores reservas petroleras del planeta. Otra vez le salió mal: EE.UU., al frente de una coalición internacional amplísima, lo echó. Devuelto a casa, encontró que los chiítas del sur y los kurdos del norte querían aprovechar su debilitamiento para secesionarse. Los reprimió, nuevamente con armas químicas y bacteriológicas. En 1998, expulsó a los inspectores de la ONU y no hay motivo para pensar que no usó los cuatro años transcurridos desde entonces para reponer sus arsenales. Saddam también trató de obtener la bomba atómica, pero Israel lo detuvo destruyendo el reactor nuclear Osirak en 1981.
Pero nada de esto indica que una invasión a Irak vaya a ser un paseo. No hay ninguna evidencia de que, como se ha sugerido, la población iraquí vaya a recibir a las tropas norteamericanas como sus salvadoras, y en cambio es muy razonable suponer que Saddam no sólo las recibirá resistiendo en las ciudades con las 100.000 tropas de elite de la Guardia Republicana –que, pese a lo que muchos creen en EE.UU., no va a desertar en masa ante la llegada del general Tommy Franks– sino que, perdido por perdido, va a emplear sus armas químicas y bacteriológicas y va a tratar de atacar los campos petroleros de Arabia Saudita y Kuwait. Aun si todo sale según los deseos de EE.UU., quedarían los formidables problemas del día después. Irak no es un país del que EE.UU. pueda retirarse graciosamente poco después de extirpar al tirano: el resultado sería un vacío de poder que sería aprovechado por los kurdos del norte paraproclamar su Estado y desestabilizar a Turquía, Siria e Irán, y por los chiítas del sur para dar entrada a Irán en el país. En Washington se ha sugerido que EE.UU. permanezca largo tiempo y use los ingresos del petróleo para reconstruir el país, pero estos ingresos no son lo que eran: la riqueza petrolera per cápita es un décimo de lo que era hace 20 años debido al crecimiento de la población y a la baja internacional de los precios del crudo, y los 14.000 millones de dólares de ingresos por petróleo que Irak tuvo en 2001 no bastan ni para empezar a hablar de reconstrucción, ni de financiación de un esfuerzo de guerra de EE.UU. que ya se calcula entre 50.000 y 200.000 millones de dólares.

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