EL MUNDO › OPINION
La guerra después de Irak
Por Michael T. Klare *
El despliegue militar estadounidense en la zona del Golfo Pérsico recuerda mucho al que precedió a la guerra del Golfo. De hecho, muchas de las mismas unidades de aire, tierra y mar que participaron en la operación Tormenta del Desierto vuelven a estar emplazadas en la región. Habrá, sin embargo, una gran diferencia entre las dos guerras. Al terminar la de 1991 las tropas estadounidenses se retiraron con rapidez; ahora se quedarán donde están, posiblemente mucho tiempo.
La razón de esta diferencia radica en los objetivos contrastantes del primer presidente Bush y el segundo. En 1991, Bush “el viejo” buscaba expulsar a los invasores iraquíes de Kuwait y eliminar la amenaza que representaban para Arabia Saudita. Logrado ese propósito, las tropas regresarían a Estados Unidos, cosa que hicieron con notable diligencia.
Este presidente Bush, en cambio, tiene una agenda más larga y exigente: erradicar el régimen de Saddam Hussein junto con el partido Baaz; someter a juicio a los líderes iraquíes por crímenes de guerra; despojar a Irak de todos los sistemas de armas importantes con que cuente; reconstruir el gobierno y el ejército del país conforme a lineamientos estadounidenses; reconstruir su industria petrolera con ayuda norteamericana; mantener todo el país bajo un techo multiétnico y diseminar las bendiciones de la democracia por todo Medio Oriente. Todo esto y mucho más está englobado en el objetivo de “cambio de régimen” que Washington fijó hace tiempo.
Sin duda, algunos iraquíes recibirán bien este esfuerzo de desmantelar su país y reconstruirlo conforme al plan trazado por Washington. Es de esperarse, sin embargo, que otros se resistirán. Los kurdos lucharán contra cualquier plan que dé a los turcos una presencia en el país o someta las ciudades norteñas de Kirkuk y Mosul a un régimen que no sea kurdo. Los chiitas se opondrán a cualquier gobierno encabezado por los sunnitas (y viceversa). Por último, los funcionarios del antiguo régimen se negarán a ser reemplazados por exiliados repatriados por Estados Unidos. La lista de disidentes potenciales es larga.
Para contener este desorden interno, las autoridades castrenses estadounidenses prevén la necesidad de una presencia militar de largo plazo en Irak. Al preguntársele en febrero cuántos efectivos se requerirían para este propósito, el jefe del estado mayor del ejército, general Eric K. Shinseki, respondió en términos inequívocos: “Diría, según los que hemos movilizado hasta este punto, que estarían en el orden de varios cientos de miles de soldados”.
La estimación del general Shinseki fue puesta en tela de juicio más tarde por altos funcionarios civiles de la Secretaría de Defensa, según los cuales la tarea puede ser realizada por menos soldados. En cambio, la cifra coincide con las estimaciones de otros especialistas en la materia. Por ejemplo, expertos del Centro oficial para Asignaciones Estratégicas y Presupuestarias calculan que se necesitarán en Irak por lo menos 150 mil soldados estadounidenses hasta que se establezca cierto grado de orden, tarea que llevará varios meses y probablemente años (y significará un costo de cientos de miles de millones de dólares).
Se necesitarán soldados estadounidenses no sólo para mantener el orden, sino también para enfrentar la inevitable reacción musulmana. Una vez que las tropas asuman en Bagdad el papel de fuerzas de ocupación, surgirá la ira en todo el mundo musulmán, donde el añejo resentimiento al colonialismo y el creciente antiyanquismo constituyen una mezcla explosiva. En Egipto, Jordania, Palestina, Indonesia y media docena de países más se realizarán las inevitables manifestaciones masivas contra la ocupación estadounidense y se cometerán motines y actos de violencia contra embajadas, consulados, empresas y demás.
En algunos casos estos amotinamientos serán tan persistentes y violentos que amenazarán la supervivencia de gobiernos pro estadounidenses claves, como el del general Pervez Musharraf en Pakistán y el de la familia realde Arabia Saudita. Bajo tales circunstancias, no es improbable que Estados Unidos envíe tropas a esos países, ya sea para proteger los campos petroleros (en Arabia Saudita y otros reinos del Golfo) o para evitar que regímenes antiyanquis depongan a un gobierno amigo.
Luego queda la tarea incompleta de destruir el eje del mal y castigar a otros Estados vandálicos que han desafiado a Estados Unidos en el pasado. Una rápida mirada al mapa muestra varios candidatos potenciales a la acción militar estadounidense en la región, notoriamente Irán y Siria. ¿Acaso podríamos contar con que el presidente Bush no se sentirá tentado por la poderosa posición estadounidense en Irak a ejercer intensa presión militar sobre esos países? Si bien Bush nunca ha expresado abiertamente tal intención, sí ha hecho insinuaciones al respecto. “Al derrotar esta amenaza –dijo el 20 de febrero–, mostraremos a otros dictadores que el camino de la agresión los conducirá a la ruina.”
Nadie sabe adónde llevará esta estrategia, pero es improbable que se produzca una retirada rápida de las fuerzas estadounidenses en el Golfo. Más bien podemos prever una prolongada presencia militar en la zona. Al evaluar las consecuencias de un ataque a Irak, por lo tanto, es necesario hablar no sólo de esta guerra, sino también de la guerra que vendrá después de ella: la ocupación estadounidense de Irak por tiempo indeterminado y la lucha por dominar la región. Es esta guerra, y no la inminente confrontación con Irak, la que probablemente resultará más costosa y peligrosa a largo plazo.
* Profesor de estudios sobre la paz y la seguridad mundial en el Colegio Hampshire y autor de Guerras de recursos: el nuevo panorama de conflicto global (Owl Books/Henry Holt & Co. 2002).