Lunes, 10 de diciembre de 2012 | Hoy
Por Eric Nepomuceno
La verdad es que, luego de un mes en el hospital, Oscar Niemeyer estaba cansado. La voz casi no se dejaba oír. Le dijo a su mujer, Vera, que estaba aburrido de quedarse tanto tiempo en la habitación toda blanca. Pidió para volver aquella misma tarde al estudio. Había mucho trabajo por delante. Dijo también que todo lo que quería era un café y una empanada. Y entonces quedó quieto, quietito, y al otro día se murió. Se fue el miércoles, 5 de diciembre. Faltaban diez días para que cumpliese 105 años.
Ha sido un ícono de la arquitectura contemporánea. Creó más de mil proyectos. Unos 600 han sido realizados y cambiaron el paisaje en Argelia e Italia, en Francia y Brasil, en Estados Unidos y España. Sus obras están presentes en 15 países. Fue el arquitecto de los desafíos. Diseñó líneas imposibles, formas libres y sueltas en el espacio, buscó equilibrios inexistentes. Para él, la arquitectura era sorpresa e invención, o no era nada. Desconoció la dureza de la materia. Quiso doblarla, impregnar la materia de una audacia desconocida. Y lo hizo, persiguiendo la gracia y la levedad.
De todas sus obras, quizá la más conocida sea el conjunto de palacios de Brasilia. Allí está la síntesis de lo que había diseñado antes y el punto de partida para todo lo que diseñó después. Niemeyer dijo siempre que era una arquitectura diferente de lo que se había visto antes. “Los palacios pueden gustar o no, pero nadie podrá decir que antes había visto algo igual. Puede que haya visto mejores, pero iguales no”. Y contaba también que “construir una ciudad ha sido fantástico. Pero luego el sueño se acabó, precisamente en el día de la inauguración. No subí al palco de las autoridades: me quedé abajo, con los peones que habían trabajado para construir una ciudad donde no podrían vivir. El mundo soñado era imposible. Dejábamos de ser iguales”.
En las obras que creó y esparció por medio mundo aparece, nítida, la obstinación con la que persiguió lo nuevo, y la asombrosa capacidad de inventar espacios cada vez más amplios para los osados vuelos de su imaginación, para su persistencia en desafiar las imposibilidades.
Los arquitectos de varias y seguidas generaciones, los estudiosos y teóricos de la arquitectura, dedicaron océanos de tinta en analizar su obra e intentar desvendar sus misterios. En el pequeño e íntimo despacho que mantenía en los fondos de su estudio de Copacabana, la cueva donde recibía a los amigos más allegados, había alrededor de 80 libros sobre su obra, en media docena de idiomas. Nunca los leyó. Más de una vez me dijo, con una sonrisa que oscilaba entre la picardía y la melancolía, que a él le gustaría ser recordado en las enciclopedias con una frase corta: “Niemeyer, Oscar: brasileño, arquitecto; vivió entre amigos, creyó en el futuro”.
Decía uno de los arquitectos más admirados del siglo XX que la arquitectura, en última instancia, no tenía ninguna importancia. “Importante –decía– es la vida, los amigos, la mujer amada y la necesidad urgente de cambiar este mundo injusto.”
Trabajó hasta el final. A sus largos 104 años de vida seguía llegando todos los días al estudio, y cuando le preguntaban por qué continuar trabajando a esas alturas de la vida, la respuesta era siempre la misma: “El trabajo me distrae. A mi edad, más vale estar ocupado para no pasar el tiempo pensando tonterías”.
Algunas tardes le gustaba quedarse solo, en su despacho, repasando la vida e imaginando lo que vendría. Contaba: “A veces, el pasado aparece y recuerdo a mis hermanos, a los amigos ya perdidos para siempre, y entonces una tristeza mansa y silenciosa me invade. Otras veces, lo que irrumpe es la miseria del mundo, esa miseria inmensa que los más ricos aceptan, indiferentes”.
Esa obstinación con la necesidad de cambiar el mundo quedó registrada en la pared de su estudio, escrita con su letra firme y vigorosa: “Cuando la vida se degrada y la esperanza huye del corazón de los hombres, la revolución es el camino a seguir”.
En los años de dictadura militar en Brasil, lo detuvieron, y uno de sus inquisidores quiso saber cómo pretendía cambiar la arquitectura. Con serenidad, Niemeyer contestó: “No quiero cambiar la arquitectura, lo que quiero es cambiar esta sociedad de mierda”. Fue fichado como correspondía: “subversivo en más alto grado”. También así –rebelde, inconformista– lo recordaré.
Nos conocimos en 1984, quizá 1985. Hemos convivido por más de veinte años. Guardo de Niemeyer, para siempre, una frase: “La vida es un soplido”. Y decía: “Están los que aseguran que después de que me muera vendrán otras personas a ver mis obras. Pero esas personas igual morirán. Y vendrán otras y otras, que también morirán. La inmortalidad es una fantasía, una manera de olvidar la realidad”.
Y si la vida es un soplido, había que vivirla a fondo y a cada segundo. “Lo único que importa mientras estemos –decía– es abrazar a los amigos, buscar ser feliz. Y, claro, cambiar el mundo.”
Eso, y nada más. Y así vivió.
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