Lunes, 10 de diciembre de 2012 | Hoy
Por Daniel Goldman *
Hay una historia muy honda que me conmueve. Corría el año 1978. La Asamblea Permanente por los Derechos Humanos era uno de los organismos más activos. Ubicado en Callao al 500, albergaba en su oficina archivos con carpetas de denuncias de violaciones a la dignidad humana, folios con listas de desaparecidos, declaraciones de gente que contaba acerca de las atrocidades que vivíamos. Cada uno de sus dignos dirigentes sabía del peligro físico que corría y también del riesgo porque se capture la documentación. ¿Qué hizo el rabino Marshall Meyer? Una noche agarró la llave de Bet El y escondió esos archivos debajo del púlpito de la sinagoga. Esta historia, tímidamente, me la contó mi maestro, Marshall, y me la corroboró mi amigo Alfredo Bravo una vez que vino a visitarme a Bet El.
Tengo el privilegio de ser uno de los alumnos de Marshall. Su ejemplo me inspira y me guía. Este lunes, la emblemática Comunidad Bet El, que él fundó, cumple 50 años. En la misma fecha que el Día Universal por los Derechos Humanos. En el mismo tiempo que el festejo de la democracia argentina. Nada es casual.
Años antes, en 1962, fue cuando el rabino Marshall Meyer, recién llegado de los Estados Unidos, decidió crear la Comunidad Bet El. Este visionario de su generación consideró que la revitalización de la tradición judía en este continente podría cumplirse si motivaba a jóvenes para que se sintiesen comprometidos en el desarrollo de 4 atributos:
1 Pasión por lo sagrado. En el judaísmo, ni la naturaleza ni los objetos son sacros. La creación de aquello elaborado por Dios a Su imagen y semejanza, es decir el hombre, deriva de lo sacro. El vínculo con nuestra vida y la del otro, cuando es hallada dentro de la égida del amor, la inclinación por el pluralismo y el respeto por la diversidad, resulta la forma en cómo Dios se traduce ante los hombres. Este artesanato de la existencia debe ser llevado a cabo con ímpetu, entusiasmo y gratitud. Fue el rabino Meyer quien supo encender en sus discípulos esa chispa sagrada.
2 Sensibilidad. Una de las preocupaciones permanentes que Marshall Meyer supo interpretar fue cómo conciliar la esencia del legado hebreo a las exigencias constantes y cambiantes del mundo actual. El vehículo para llevar a cabo esa adecuación y transformación debía ser la sinagoga, la educación y la responsabilidad social. El maestro de la tradición debía tener la suficiente capacidad de comprensión y agudeza para transmitir un mensaje que no produzca un quiebre con la realidad. Por otro lado, aprender a luchar contra los estereotipos de las modas superficiales, vislumbrando las necesidades del pueblo y sus búsquedas profundas, siendo consciente de que en infinidad de oportunidades éstas mismas se realizan en absoluta soledad, remando contra la corriente y hasta exponiendo la vida.
3 Hablar el mismo idioma que los otros. Conversar en el lenguaje intelectual y espiritual de su gente. Saber comprender los sufrimientos, las angustias de cada uno de los dolientes, jóvenes y adultos. Entender el valor de la emoción en una sociedad donde prima el individualismo y el anonimato. Marshall Meyer sabía mirar el alma. Educaba en el oficio de advertir intensamente el terrible vacío del corazón de quien perdió un ser amado, intuyendo las contrariedades de todos aquellos a los que les cueste encontrar sentido a la vida. Así lo recuerda cada uno a los que acompañó, desde sus congregantes hasta aquellos que estaban detenidos en las cárceles en la década del ’70. Infundía afecto, vitalidad y esperanza. Madres y padres de desaparecidos, sean o no judíos, encontraban en Meyer y en Bet El el abrazo, la contención y el cobijo.
4 Formación intelectual y académica. Basándose en la universidad como modelo, Marshall Meyer nos inició en la recóndita lectura evolutiva de los clásicos de las fuentes judías y universales, dentro de las tramas críticas históricas y culturales. Sabía desentrañar los textos y relacionarlos con la realidad que nos toca vivir, desplegando su vasta misión.
Con este espíritu fundó Bet El, la comunidad de la cual me enorgullezco de ser hoy su rabino, y que se transformó en un laboratorio y en una escuela de vida, en un páramo de creatividad, en un refugio para las sufrientes Madres y Abuelas en los días aciagos de la dictadura. Sólo así, desde ese lugar, sus congregantes pudimos convertir nuestro templo en un terreno paradigmático de denuncia para hacerle frente a la crisis, y alimentar a miles y miles de hambrientos durante el fin de los ’90 y durante la locura de 2001. Gracias a Marshall, como lo solíamos llamar, Bet El puede ser un emblema religioso de la democracia argentina.
* Rabino.
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