Sábado, 3 de mayo de 2008 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
Por J. M. Pasquini Durán
¿Hasta cuándo los testigos de cargo contra el terrorismo de Estado tendrán que seguir expuestos, mientras los juicios se fraccionan, postergan, dilatan, rebotan de un tribunal a otro, como si todo fuera una larga espera para que los acusados mueran de muerte natural sin ninguna condena judicial? La pregunta habrá pasado por la cabeza del testigo Juan Evaristo Puthod, sobreviviente de los años de plomo, lo mismo entre sus familiares y compañeros, durante las 28 horas que duró su secuestro, consumado a doscientos metros de la Casa de la Memoria, por la Verdad y la Justicia de Zárate, en la provincia de Buenos Aires. El secuestrado fue abandonado por sus captores a mil quinientos metros de la misma Casa, por lo que se supone que estuvo retenido en algún punto intermedio. Las autoridades bonaerenses movilizaron 250 policías y seis helicópteros, pero Juan, golpeado y maltrecho, tuvo que caminar hasta una remisería para comunicarse con sus familiares. El ministro de Seguridad de la provincia, Carlos Stornelli, concluyó que “los secuestradores no resistieron el operativo cerrojo y por eso lo soltaron”. A lo mejor tiene razón, pero lástima que un operativo varias veces mayor no haya producido el mismo o algún efecto en el caso del testigo J. J. López, del que no se tiene noticias, tampoco de sus carceleros, desde hace más de un año.
Tal vez Puthod volvió a salvar la vida porque sus captores, también impunes por ahora, querían que fuera mensajero a la fuerza para la sociedad en general, y para los testigos en particular, de advertencias como éstas: “No entendiste que nosotros somos dueños de tu vida. Vos vivís o morís si nosotros lo decidimos, flaco”. Gracias al morboso interés mediático, el circuito noticioso quedó completo. Afirmativo, flaco: mensaje entregado a riesgo de vida. Ahora, sólo falta que las autoridades consigan que las fuerzas de seguridad hagan su tarea legítima, por la que cobran del Estado, y puedan garantizar de verdad a los testigos y a cualquier persona que su vida y las de sus familias están protegidas como lo mandan las leyes y la Constitución. Por desgracia, las experiencias le han enseñado a la sociedad que no todos los policías son de confiar, por lo tanto ninguno, ya que no se distinguen los buenos de los malos, y que si las tropelías se cometen es porque los pillos tienen protectores influyentes. Sería equivocado, entonces, pensar que López y Puthod fueron víctimas de cuatro matasietes desocupados, en lugar de imaginarlos como sicarios que cumplen una tarea originada en algún sitio “de más arriba”. Ni siquiera es posible suponer que ese “arriba” esté siempre localizado en los círculos áulicos del terrorismo de Estado. Las conspiraciones nunca suelen ser multitudinarias por su propia protección, pero tampoco son de relación mecánica. Que se ignoren sus propósitos últimos, no quiere decir que no los tengan y que sean diferentes a los que muestran. Al reportero Cabezas no lo detuvieron, fusilaron y carbonizaron sólo porque le tomó una foto a un “papi-mafi” que terminó suicidándose, ¿o es más tranquilizador creer que sí?
El escritor siciliano Leonardo Sciascia (1921-1989) dedicó su vida y su obra a develar la trama de ciertos poderes, ante todo la Justicia y la mafia. En una de sus piezas más conocidas, El día de la lechuza, un honesto investigador, sentado frente a frente con un capomafia, piensa: “Es inútil tratar de encajar en el Código Penal a un hombre como éste: nunca habrá pruebas bastantes, el silencio de honrados y sinvergüenzas lo protegerá siempre. Y es inútil, amén de peligroso, anhelar una suspensión de derechos constitucionales”. Con esa sensación de impunidad, se mueven los mafiosos en el país, pero no sólo los sicarios, de última todos prescindibles, sino los mecenas y beneficiarios de la cultura mafiosa. Los que mandaron a maltratar a Puthod y, en un plano diferente, algunos arrogantes y tradicionales dirigentes agrarios que resaltan a cada rato, en inagotables monólogos mediáticos, las virtudes de su paciencia para soportar a los más altos funcionarios del Gobierno que en ocho encuentros no pudieron definir políticas para el sector que sean válidas para los próximos cien años.
El método que pretendían los agraristas era bastante simple y se podría haber despachado en un sola sesión: los funcionarios tenían que decir que sí, autorizar lo que se les pedía, otorgar créditos y subsidios como si fueran todos pobres, dejarlos ganar como si mañana fueran a chocar los planetas y evitarles la monserga populista de la responsabilidad social. Una de las debilidades de las culturas mafiosas es que siempre piensan sus intereses particulares como eternos, interminables y superiores. Por cierto, las conversaciones están en barbechos, llegó el 2 de mayo, fin de la “tregua” y parece que hoy, veinticuatro horas después de ese plazo mortal, todavía hay vida en el país y el martes volverán a encontrarse los infatigables de uno y otro bando. Ojalá Alberto Fernández no piense igual de sus interlocutores que aquel investigador de la narrativa siciliana. Por el momento, el desgaste público está casi empatado: el lockout desabastecedor y la maloliente humareda por el campo, mientras que por el Gobierno la imagen de varias manos en el plato, las iniciativas contradictorias y la renuncia de Martín Lousteau desconcertaron aún a los que creen que los Kirchner son una fortaleza blindada que se oxigena con el aire patagónico en cada fin de semana largo.
Este método del weekend en seminario de pareja debe tener utilidad para un Poder Ejecutivo que no delibera con su gabinete y para el titular del PJ que no reúne al colectivo de su flamante conducción nacional. No son pocos los problemas que consumen sus horas: desde la Sociedad Rural a Puthod, el racionamiento de combustible, la inflación importada y la autóctona, la falta de entusiasmo popular por el “tren bala” que llevará al país hacia la modernidad, las incomodidades de los radicales “K” y de otros aliados, la lista completa es larga, sin contar los sucesos sudamericanos, pero lo que más incomoda es esta sensación de desconcierto y fatiga que ataca a gobernadores y jefes partidarios. ¿Alguien ha escuchado los rumores naturales que preceden a una fiesta de la envergadura que pretende la Casa Rosada para el 25 de mayo? ¿Tendrá importancia el acuerdo del bicentenario negociado en la clandestinidad de los escritorios, si los asistentes van a ser regimentados y, encima, ajenos a la retórica de los acuerdos de cúpulas? La depresión, según algunos terapeutas, es la incapacidad del individuo a recibir estímulos externos de cualquier tipo y de reaccionar ante ellos con algún tipo de conducta. La depresión lleva a la parálisis. El problema más grave es que un gobierno no puede deprimirse, entre otros motivos porque no le queda tiempo para la terapia. Ha llegado el momento de formularse la misma pregunta que Lenin: “¿Qué hacer?”.
Hay varias premisas que puede anotar un observador imparcial, aunque con seguridad serán muchas menos que las que ya tienen registradas los asesores en cada área. Que ese registro quede para los cronistas internos de palacio, pero no es el caso porque en esta ocasión se trata de mirar las cosas desde la plaza, el espacio público por excelencia. Desde este punto de vista, sería bueno que terminen las menciones discursivas a los méritos del pasado inmediato, porque la votación de octubre demostró que la mayoría de los ciudadanos los registró y los valoró a su tiempo. Esos mismos votantes están interesados hoy en saber lo que pasará mañana y si para ellos será mejor. Hace falta una comunicación que identifique los conceptos con los hechos. Un ejemplo de referencia: las retenciones a las exportaciones agropecuarias son para orientar la producción del campo, desalentando a unos y alentando a otros, y para redistribuir la riqueza. Son muchos todavía los que ni siquiera ingresaron en la distribución primaria, después de cinco años de crecer a lo chino, y nadie les sabe decir cómo es que ellos no llegaron al primer reparto y de nuevo no les toca. Resaltar lo elemental que sigue sin prosperar no es para negar lo que ya fue hecho ni para que contesten siempre, “por supuesto que falta mucho”, una frase tan trillada y vaga que se puede aplicar casi a cualquier situación. Cuando comience a funcionar el “tren bala” de los franceses, no faltará quien recuerde toda la obra ferroviaria pendiente, y allí también aplica el mismo lugar común: “Por supuesto que falta mucho”.
Cuando termine su mandato la presidenta Cristina también dirá que “falta mucho” y por eso debería regresar Néstor ... Volverá si estos cuatro años en curso dejaron satisfecha a la mayoría de votantes, porque ya la voluntad ciudadana no se doma como un potro ni se controla con aparatos partidarios. En regímenes presidencialistas como el argentino, quien ocupa la jefatura del Estado es casi monárquico, pero sólo casi, porque su voluntad no alcanza. Por eso, tal vez habría que dejar de pensar en el final del mandato y en su posible relevo, para dedicarse a lo que falta mucho en el tiempo que va del principio al final. Con seguridad, la presidenta Cristina puede tener más enemigos que Néstor, pero no tanto porque es mujer sino porque su gobierno parece más débil, fatigado, deprimido, que el de su marido, y ahora se animan los que antes estaban arrinconados, curados de espanto por la crisis de 2001, que ahora parece tan lejana y ajena, aunque por supuesto todavía falta mucho.
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