Lunes, 16 de junio de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Hay dos grandes maneras de mirar para delante, que es lo que todo el mundo exige en torno de este choque no insólito pero sí inédito que vive el país. Una es pensar que las cosas se van a arreglar, y la otra es que no. Pero podría haber una tercera: que pasen las dos cosas a la vez.
El Gobierno formalizó aquello que todos sabían desde el comienzo porque, con seriedad, nadie podía suponer que se suicidaría políticamente aceptando las condiciones demandadas por los ruralistas. Se informó qué se hará con la plata excedente de las retenciones tomando como base, en ligera síntesis, el piso que los gauchócratas querían bajar. A partir de ahí puede discutirse y cuestionarse todo lo que se quiera: que suena a tomadura de pelo haberse acordado recién ahora de notificar el destino del dinero; que la cifra en juego es una porción muy pequeña del presupuesto nacional y que no se requería de retenciones móviles para anunciar nuevos hospitales, viviendas y rutas; que no tiene respuesta oficial la pregunta de qué sucederá en caso de que baje la cotización internacional de cereales y oleaginosas, siendo que en esa hipótesis el dinero no estaría. Puede debatirse todo eso y bastante más, pero el punto concreto es que los anuncios dejan a las retenciones extraordinarias como hecho consumado e irreversible. Así movió el Gobierno y así es que los campestres tomaron nota oficial de que su exigencia de máxima, virtualmente exclusiva, no tiene concreción posible. Quedaron encerrados entre eso y la impopularidad de volver al paro, lockout o como quiera llamársele a seguir trabajando tranquera adentro y para afuera cortar rutas, o no despachar mercadería, o mermar su entrega o subirse a las tribunas para denominar “patria” a sus hectáreas propias o arrendadas. Como sea que eso se llame, los campestres ya cansaron tanto como la sucesión de errores gubernamentales y no tienen plafond de largo aliento, en las grandes urbes, para sus medidas de acción directa.
Esta es una reproducción, pero vestida de gaucho, de algunas de las condiciones que generaron 2001/02. Hoy no son los ahorristas porteños unidos por fuerza circunstancial a las calderas tribales del conurbano bonaerense (que alguna izquierda políticamente analfabeta insiste en llamar “argentinazo”). Son sectores de las nuevas clases medias sojizadas de las poblaciones chicas y medianas de la Pampa Húmeda, que se toman el vermucito en el centro del pueblo y putean contra los políticos de Buenos Aires o contra estos zurdos de mierda que están en el Gobierno; juntados, estímulo mediático mediante, con el tilingaje de las ciudades principales. Esas cosas siempre están como elementos de la puja por el ingreso, ahora con el agregado de este nuevo sujeto social que influye al centro desde la periferia y no al revés. Esa cosa se despierta cada tanto, como un volcán. Y podría no tener arreglo, porque tenerlo supondría contar con un liderazgo político contenedor de las expectativas de consumo de las clases medias urbanas, que son las que, amplificadas por el coro de los medios, fijan el patrón de humor social. La coyuntura produce angustia intelectual acerca de cómo se saldrá de ella, además de que ya resulta sospechoso el nivel de crispación y violencia crecientes con que actúan los campestres. ¿Qué están buscando? ¿Provocar represión para subir la apuesta? ¿Y qué, si tampoco disponen de una oposición política que pudiera vehiculizar un golpe institucional? ¿Qué van a hacer, seguir amarrocando en sus campos sin comercializar hasta cuándo, con qué objetivo? En algún momento, más tarde o más temprano, estos gauchócratas desaforados no podrán resistir porque el clima social terminará de volvérseles adverso por completo. De modo que eso tendrá solución de alguna manera. Pero el daño generado ya es inmenso si se lo mide por las consecuencias de haber dejado un país exasperado, a punto caramelo para que nuevas reivindicaciones del sector se conviertan en polvorines que acentuarán una atmósfera de convulsión permanente.
Si está claro que éste no es un Gobierno revolucionario, ni mucho menos, que dejó correr el modelo de sojización, que continuó apostando a la concentración de la economía en pocas manos y que dispone casi sólo de la extracción agropecuaria como proyecto de producción y recaudación, más claro está todavía que, sin embargo, la pieza que movió con el aumento de las retenciones afectó intereses incapaces de construir nada, pero aptos para destruir mucho. Ahora ya está y hay que ir por más, alcanzando a las cadenas de comercialización y a la fiesta de la minería, entre otros aspectos, porque además eso implicaría mostrar la proyección de que no solamente es “el campo” el que sostiene la base de sustentación. Si la réplica apuntara que eso significa abrir nuevos focos de conflicto, la respuesta insistirá con que ya están abiertos o latentes a partir de que tampoco es sostenible construir un modelo más inclusivo, dependiendo únicamente del precio internacional de los granos. Ya quedó demostrado cuánto se parece eso a bailar arriba del Titanic.
La pregunta es si el Gobierno se animará a tomar medidas que toquen los privilegios de otras fracciones de la clase dominante. Porque eso requiere apoyo de movilización popular por afuera de los ejercicios electorales. Si por toda alianza política el oficialismo cuenta con el aparato del PJ y el sindicalismo cegetista, no tiene resto para afrontar mayores desafíos. Y la clase media continuará fugando rumbo a un malestar que, de una u otra forma y aunque hoy resulte muy difícil de percibir, terminará hacia la derecha. ¿Tiene arreglo eso?
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