Lunes, 22 de septiembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Entre las muchas cosas significativas de lo que sucede a escala mundial, con la crisis desatada en y por los Estados Unidos, está el hecho de que nadie se anima a pronosticar su profundidad y alcances. Pero sí hay una coincidencia, más o menos generalizada, acerca de su carácter “financiero”. Quizá sea allí donde radique la dificultad de los vaticinios. Porque entonces el debate queda restringido, al recortarse en lo que opinen los gurús del área (que tampoco se ponen de acuerdo) dejando a medio mundo afuera como si se tratara de opinar acerca de física cuántica. Una típica trampa de los grandes y grandísimos jugadores de la política y la economía: si sólo unos pocos están habilitados para enjuiciar, sólo esos pocos lo estarán para corregir. Y corregirán, desde ya, sólo en función de sus intereses.
Hay que salirse de esa estafa retórica. Si lo que ocurre fuera únicamente que los Estados Unidos cayeron desde hace ya varios años en manos de un grupo de curiosos fanáticos, que además de promover el terrorismo universal desataron el laissez faire del manejo monetario y crediticio, estaríamos en efecto frente a un drama coyuntural. Resulta que hubo unos tipos, al comando de la potencia más enorme y feroz de la historia, que mandaron prestar plata a troche y moche para la compra de viviendas, generaron una burbuja inmobiliaria desopilante, el globo se pinchó, quebraron los bancos, el Estado salió a rescatarlos y ahora hay que ver cómo se sale y cuánto dura; pero como son los Estados Unidos, seguro que salen porque para eso son lo que son y tienen la maquinita de los dólares, el aparato militar y el dominio cultural. Y allí sí que, en tanto cuestión de profecías, el debate se circunscribe a la timba de aciertos o errores en torno de qué sucederá con las divisas, los activos, las propiedades, los créditos, las bolsas y, por cierto, la economía en todos sus aspectos pero vistos desde una óptica atada exclusivamente al clima mundial de los negocios. Entonces, sin que haga falta ir más lejos, aparece la euforia, tras los reforzados y espeluznantes rescates anunciados por el camarada Bush; todo parece resucitar y todos creen estar a salvo. En cambio, si se concede que la debacle expresada con forma de finanzas norteamericanas puede reflejar un trance muchísimo más penetrante, incluso de tipo civilizatorio, la polémica se abre o debería abrirse para bien. Involucraría a actores sociales inquietos por el destino de la humanidad o del suyo propio que, del otro modo, se perciben comprensiblemente ajenos a poder entender qué diablos pasa. Es probable que de esta manera tampoco se pueda entender o augurar nada, pero por lo menos se incorporan otras posibilidades de análisis y no solamente la “financiera” o las convenientes a la lógica del Gran Poder.
El colega Raúl Dellatorre, en su artículo de PáginaI12 del pasado jueves, ofreció uno de los mejores croquis estructurales a propósito de desentrañar lo que acontece en Estados Unidos más allá, mucho más allá, de la mera interpretación bancario-bursátil. “`El mercado de bienes raíces ofrecía el único activo de envergadura para compensar la fuga provocada por los gastos militares, el comercio exterior y la huida del capital inversor’, señala (el economista norteamericano Michael) Hudson. Al mecanismo inicial de alentar al mercado interno a la adquisición a crédito de viviendas, le siguió el impulso a la especulación con títulos hipotecarios. Los bancos centrales asiáticos fueron invitados de lujo a la fiesta. Y un mercado especulativo altamente rentable fue, y sigue siendo, el único atractivo que puede ofrecer el sistema financiero estadounidense para que los dólares se reciclen y no se deprecien. A las razones militares (mantener el único sostén posible al gasto bélico, el déficit fiscal) y económicas (no permitir que el dólar se caiga), se agregan razones políticas. Fannie Mae y Freddie Mac son parte del sistema de intervención paraoficial del gobierno federal en el sector financiero, pero también parte activa de un poderoso ejercicio lobbista entre los congresistas norteamericanos, en defensa del sistema especulativo estadounidense en su conjunto. Como tal, se han convertido en generosos financiadores de campañas políticas de senadores y representantes, indistintamente de su camiseta. Como no se llaman Antonini Wilson ni son venezolanos, no merecen ser investigados por la Justicia independiente de ese país (...) El rescate, por ahora, no tiene otro efecto que posponer el momento del quiebre, pero no restaura la capacidad de pago de los deudores. Buscar otra cosa significaría, para el gobierno Bush, abandonar su política militar, renunciar a la hegemonía del dólar o castigar a sus financistas de campañas.”
Esas tres opciones a incumplir, y sobre todo las dos primeras, son imperialmente inherentes a la prepotencia norteamericana. Y casi con toda certeza no variarán según vayan a ser Barack Obama o John McCain, para desilusión de ciertas miradas frívolas capaces de arraigar en que un negro al frente de la Casa Blanca puede suponer un cambio sustantivo en la orientación global del coloso (ya sea que efectivamente esté en decadencia o que todavía le sobre paño y esto último, a su vez, para desengaño de quienes viven confundiendo deseos con realidad). Pero hay parámetros indesmentibles que hacen a una situación desconocida por su magnitud. El petróleo se acaba y, con él, cambian los patrones energéticos de la producción mundial. Los países desarrollados, con Estados Unidos a la cabeza, no quieren siquiera escuchar que deberían rebajar su nivel de consumo desaforado. Los llamados emergentes y sus demandas alimentarias financian por ahora el déficit de los poderosos, pero a su turno dependen de ellos en la medida de que no alcancen niveles de abroquelamiento e industrialización que les permitan escapar o alejarse de la crisis de los centros. Todo eso no se llama “crisis financiera”. Se llama hacia dónde va la humanidad con este sistema depredador, que reclama más de lo que produce, que globaliza sus pretensiones y que, a la corta o a la larga, tiene por delante alterar su paradigma con un más justo reparto de la riqueza o desatar “nuevas” y crueles intervenciones con el formato que cada geografía requiera. Desde invadir Irak hasta desestabilizar Bolivia. Desde continuar el incremento de sus gastos de “defensa” hasta sofocar, con cuanto recurso les sea disponible, cualquier intento de desarrollo autónomo y regional de las periferias. Desde seguir sosteniendo el dólar al costo que sea hasta que el costo que sea consista en un festival demoníaco de guerras y papeles pintados.
Cierre recurrente: se podrá no estar seguro de que ésas sean las respuestas. Pero sí de que son las preguntas.
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