Martes, 28 de abril de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Sebastián Mauro *
Hacia mediados de los ’90, con la experiencia del Frepaso, el progresismo se afirmó en una novedad que le permitió superar su proverbial tendencia a la fragmentación, alcanzando una alta aceptación en el electorado porteño. Según pudieron comprobar muchos analistas, dicho crecimiento se debía, en parte, a una estrategia pragmática que postergaba los contenidos de su discurso que pudieran resultar “expulsivos” (tanto para potenciales aliados políticos como para las heterogéneas expectativas del electorado), detrás de la potencia de un conjunto de figuras con predicamento en la opinión pública.
Llegado al gobierno de su principal bastión electoral, y luego del proceso que alejó a su principal referente político, destruyó virtualmente al Frepaso y derivó en la fenomenal crisis de representación de 2001, Aníbal Ibarra supo aglutinar a los dispersos actores (aquellos que permanecían en un deteriorado Frente Grande, el socialismo, los emigrados al ARI, algunos sectores vinculados con la CTA) y revalidar su mandato en 2003, reinventando la imagen de una “familia” progresista identificada con la defensa de lo público, frente a las aspiraciones privatistas de los resabios de la vieja política. Este formato simplificaba la compleja dinámica política porteña (y las tensiones con el gobierno nacional) a partir de una polarización con el macrismo, identificado como la amenaza de apropiación de lo público, desplazando así, una vez más, los componentes ideológicamente “expulsivos” de su discurso (¿quién podría declararse contrario a la defensa de lo público?).
No obstante, este modelo de acumulación política rápidamente se mostró deficiente en varios aspectos. Primero, para mantener una mínima unidad del armado, que se disolvió inmediatamente en una multiplicidad de estrategias personalistas (los sectores progresistas, junto con los provenientes del zamorismo, fueron los que más se fragmentaron en la Legislatura porteña, multiplicándose la cantidad de bloques unipersonales). Segundo, para retener la adhesión del electorado, cuya orientación progresista se disolvía a medida que se desencadenaban acontecimientos políticos de envergadura y frente a los cuales el progresismo carecía de una iniciativa propia en la cual converger (falencia que se corroboró tanto en el aporte del progresismo a la convocatoria del gobierno nacional como en diferentes coyunturas de la política local). Finalmente, el formato personalista y “no expulsivo” fallaría para sostener la gobernabilidad, en tanto un acontecimiento político de proporciones, como lo fue el incendio de Cromañón, arrasó con gran parte de los recursos políticos con que el jefe de Gobierno contaba, afectando (aunque de manera diferencial) al resto de los actores identificados con el centroizquierda (muchos de los cuales habían apoyado, o formado parte, o incluso sucedido luego de su destitución, a la gestión ibarrista).
Al día de hoy, en la ciudad de Buenos Aires, los actores del progresismo son, nuevamente, oposición, y las tentaciones por continuar con la estrategia de diferenciación política expuesta parecen revitalizarse, en tanto que Macri es un dirigente fácilmente inscribible en la derecha (y, por si fuera poco, una derecha de los negocios) y su administración es incapaz de mostrar resultados. De este modo, la búsqueda de unidad de todos los actores progresistas es declamada recurrentemente, y tras ella, en muchos casos, parece despuntar una dilución de los posicionamientos políticos fuertes. Deberíamos comprender que esta estrategia no es reeditable, y ello en dos sentidos.
Políticamente, la existencia (y, en buena medida, cierto declive) del gobierno nacional como un actor identificado con el centroizquierda ha constituido una barrera al ecumenismo, en tanto obliga a los actores (enhorabuena) a tomar posiciones más complejas para caracterizar el escenario y construir una diferenciación política eficaz (buena parte de las divergencias entre Sabbatella, Ibarra, Heller, Solanas, el SI y Telerman son explicables por esta cuestión).
Electoralmente, y en este punto quizá los actores no hayan terminado de reparar, la simple denuncia de las falencias del gobierno porteño no constituyen automáticamente una posición político ideológica, ni una superioridad política o moral. Es necesario comprender que el ciclo político del macrismo (su capacidad de adaptación y aprendizaje) no ha concluido. En este sentido, en los últimos años Macri supo ganarse porciones cada vez más significativas del electorado gracias al hecho de que muchos sectores no lo percibieron inmediatamente como un dirigente de derecha (y si esto suena poco verosímil, ahí la tienen a Gabriela Michetti).
¿Qué concluir de estos elementos? Si el macrismo supo revertir el lugar en que lo ubicaba el discurso progresista, ello se debe, en parte, a que supo mimetizarse, al menos en los períodos electorales, con su retórica (una retórica que no le ofrecía demasiada resistencias, en tanto que la defensa de “lo público” era tan vacía y polisémica como el llamado “al diálogo” que hoy identifica a los sectores de la oposición al gobierno nacional). La curiosa coyuntura que atraviesan los diversos actores de centroizquierda debe llevarlos a replantearse estos supuestos con los que pretenden hacerse del favor de los porteños (y, en particular, de sus caprichosos sectores medios). Quizás este mal momento sea el indicado para intentar posicionarse no a la saga de las preferencias electorales (evitando, entonces, temas controversiales, y corriendo detrás de una agenda fabricada en otro lugar y con otros códigos), sino delante de ellas, generando, una vez más, la novedad de la política.
* Politólogo (UBA).
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