EL PAíS › BEATRIZ SARLO ESCRIBE SOBRE “SIN EXCUSAS”, EL LIBRO DE CHACHO ALVAREZ
Sobre el libro de Chacho
El relato que hace el ex vicepresidente de su renuncia tiene sus méritos y sus silencios ensordecedores. Sarlo explora lo que Alvarez calla y el mérito de lo que sí dice: después de todo, es el primer político que hace una crítica pública de sus propios actos. La lejanía del partido, su opinión de De la Rúa, el misterio Cavallo.
Por Beatriz Sarlo
La forma en que este libro ha sido lanzado a la venta me exime de presentarlo a sus potenciales lectores. La tarea se ha vuelto inútil, porque Chacho Alvarez, en los reportajes concedidos por la aparición de Sin excusas, lo resume con detalle y repite muchas de sus frases casi textualmente.
Joaquín Morales Solá tuvo la oportunidad de interrogar a Chacho Alvarez sobre los últimos años de la política argentina. Fueron largas conversaciones, cuyas reglas se acordaron antes de empezar. La principal fue no hablar de la política presente, lo cual ya es un problema de definición: ¿Qué es presente para ellos? Afortunadamente no el presente instantáneo de la televisión sino un lapso que comienza con la Alianza en el gobierno, retrocede hasta las razones de su formación y desemboca en los primeros meses de la crisis política. Algo queda claro: que Alvarez no iba a expedirse sobre los candidatos presidenciales, aunque hay apuntes sobre López Murphy, Terragno y, por supuesto, Menem. Con estas reglas que extienden el presente un poco más allá que la pura actualidad, ambos construyeron un diálogo que toma el lugar del libro que Alvarez quería escribir y no escribió.
Alvarez fue un protagonista de primera línea, que hoy como ayer se expresa de manera articulada con un discurso que deja suponer la lectura de libros y artículos, esos materiales que, en la punta de un arco, aparecen en los diarios y, en la otra, se enseñan en los departamentos de ciencias sociales y políticas. Los dos años que pasaron entre su renuncia y este libro, los ocupó con la enseñanza y es de suponer que sus lecturas, desordenadas mientras fue político, se volvieron más sistemáticas. De todas formas, Alvarez tuvo siempre una inteligencia ávida y retentiva que vuelve a mostrarse en este libro. Ha leído y puede resumir con precisión y, sobre todo, con una claridad de comunicador o de buen docente.
Anotar, entonces, primero esto: Alvarez ha acentuado, en los dos años que van entre su renuncia y la publicación de Sin excusas, su costado intelectual. Quien busque en este libro otra cosa que ideas, encontrará poco material. Para decirlo de otro modo, los apuntes sobre las relaciones entre Alvarez y De la Rúa, Alvarez y el Frepaso, Alvarez y Machinea o Cavallo son todos interesantes pero no abren ninguna caja de Pandora. Si dentro de veinte años, un historiador se propusiera la narración de los meses en los que Alvarez fue vicepresidente no va a encontrar en Sin excusas casi nada más que lo que podrá leer en los diarios de la época. Y a quienes hayan leído esos mismos diarios con atención y no los hayan olvidado en la velocidad de los acontecimientos, tampoco le esperan grandes sorpresas. El libro presupone un público olvidadizo, quizá con razón.
Alvarez no hace revelaciones ya porque considera que su momento ha pasado, ya porque se niega a intervenir de modo beligerante. Sin excusas no es escandaloso ni pintoresco. Quizás el único apunte vivo de la picaresca senatorial es el que nos hace imaginar a Cafiero, buscando de “mentira a verdad” información sobre los sobornos. Esa anécdota deja adivinar el anecdotario que este libro dejó de lado para mantener un tono de seriedad respetable, sacrificando la vibración de una realidad que nadie como Alvarez hubiera podido contar desde adentro. Por algo la maniobra de Cafiero fue el fragmento elegido como anticipo por el diario La Nación, que coedita Sin excusas con Sudamericana. En el resto del libro, se ha evitado con cuidado el color y la agitación del día a día. Extrañamente, el libro tiene poco clima.
Incluso, las madrugadas y las horas definitivas (como ésas en las que Alvarez resuelve su renuncia) son tan contenidas como si se tratara de una crónica que le sucedió a otro hace mucho tiempo. Los afectos que también mueven en la política son gobernados por un tono de extrema razonabilidad.La antipatía de Alvarez es neta sólo en relación con De Santibañes; es despectivo solamente con De la Rúa; y respecto de Cavallo, personaje sobre quien el libro dice menos de lo esperable, deja caer la acusación de narcicismo, leve si se hace la lista de otros epítetos verosímiles.
Precisamente sobre Cavallo es la parte menos explícita de Sin excusas, la que, en verdad, no se entiende bien, ni responde del todo a la pregunta que quizá se hagan muchos de sus lectores: ¿Por qué pensó Alvarez que él podía volver al gabinete cuando estaba entrando Cavallo como ministro? Alvarez confiesa haber escuchado casi nada a sus compañeros del Frepaso en los meses que siguieron a su renuncia y que no habló con ninguno de ellos en el momento mismo en el que tomó la resolución. Por eso es muy poco verosímil que se sintiera influido por esos políticos frepasistas para intentar el regreso como jefe de gabinete a fin de contrabalancear allí el poder que Cavallo quería amasar para sus propios proyectos políticos. Alvarez no había consultado a nadie para renunciar, ni sobre lo que él debía hacer después y, una noche de diciembre, se deja conducir, casi como un hombre sin experiencia, a las puertas de Olivos que, por supuesto, permanecieron cerradas. Esta historia, de tan extraña, marca quizá lo impredecible de la turbulencia. Aunque también señala la ambigüedad de la relación de admiración y reticencia que Alvarez tuvo con Cavallo desde que se reunió con él cuando el entonces ministro de Menem denunciaba las mafias yabranistas.
También faltan detalles en la historia de la relación de Alvarez con Flamarique. Si Graciela Fernández Meijide era número puesto en el primer gabinete de la Alianza, la presencia de Flamarique sólo se explica por su relación con Alvarez, de quien había sido jefe de campaña (detentara o no ese título). Entonces, los actos de Flamarique son un punto intrigante para los lectores de este libro, que a este respecto es verdaderamente parco. De escudero de Alvarez a sospechado de sobornar senadores, en verdad el cambio merece una atención más abierta. Aquí es posible que los intereses de Morales Solá y los de los lectores que venimos del Frepaso, no sean idénticos; a Morales Solá le intrigan más otros personajes de esta historia. O quizás el contrato de confianza que hizo posible el libro estableció esos límites.
El libro da por momentos una impresión abstracta. Alvarez quiere hacer su autocrítica desde un lugar, la del hombre de ideas, y ese lugar más que evocar la palpitación del día a día, en momentos en que la Argentina atravesó un capítulo político fundamental, es el del protagonista que hace correr en paralelo el austero relato de los acontecimientos con las muy abundantes indicaciones sobre los caminos que la Argentina debería tomar.
Sin duda, el mayor talento de Alvarez, que reside en el análisis de coyuntura política, brilla cada vez que se ocupa del día a día de lo que estaba sucediendo. Pero aun en esos tramos del libro, la vida política aparece como bajo un fanal, un poco lejana, un poco cristalizada. Todos los hechos encuentran una explicación que siempre es más “teórica” que “política”. Las palabras se repiten: transparencia, credibilidad, calidad de la representación y de las instituciones, en suma: la familia de conceptos con que la ciencia política piensa los problemas de las democracias contemporáneas. En este sentido, el mensaje del libro podría haber prescindido de la historia que cuenta. Claro está que en ese caso hubiera perdido interés porque se lo juzgaría como una plataforma de ideas y no tanto como un capítulo en primera persona de la política argentina. Alguien que viene del corazón de la política piensa de manera interesante. Si no viniera de allí sus ideas carecerían del aura que ganan porque las enuncia un político y no un politólogo. De todos modos, Alvarez tiene el don de las definiciones que quedan en la memoria.
Esta perspectiva abstraída fue deliberada. Morales Solá, un comentarista reflexivo y poco inclinado al pintoresquismo, un hombre con posiciones propias pero que conoce lo suficientemente bien su oficio y por eso no las impone como insolente exigencia a sus interlocutores, es el colaborador ideal. Como sea, algunas repreguntas hubieran abierto la posibilidad (leve posibilidad, ya que Alvarez está en permanente control de la materia que quiere exponer y la que prefiere callar), de interrogar al ex vicepresidente más en profundidad, por ejemplo sobre su confusión con De la Rúa. Alvarez pensaba que era un moderado, no un conservador ¿cuáles eran los tópicos sobre los que articulaba esa diferencia, desconocida incluso dentro del partido radical donde propios y ajenos lo consideraban un conservador?
En las equivocaciones que Alvarez reconoce, también hubiera sido inteligente incluir extensamente su presencia, como vicepresidente, en la boleta electoral que encabezaba Bordón. Allí también hubo confusiones que podrían ponerse en un contraste iluminador con la confusión respecto del grado de conservatismo de De la Rúa.
La otra cuestión que no se toca en profundidad es qué iba a hacer Alvarez en la etapa que se abría una vez que, sólo en presencia de su esposa, decidió su renuncia. Allí hay dos datos singulares. El primero es precisamente ése: Alvarez no habló con ninguno de sus compañeros políticos, ninguno entró ni por un momento en el horizonte de sus decisiones. Eso informa de lo que fue el Frepaso e inaugura el capítulo de las lecciones que se pueden sacar de este silencio. A Morales Solá le interesa menos lo que fue el Frepaso y por tanto no presiona a Alvarez sobre este punto. El segundo es que Alvarez no explica qué pensaba hacer después de la renuncia. Y esta ausencia quedó bien clara en los meses siguientes: sin partido, al que había apartado de una decisión que concernía a todos, el político queda en una soledad que hace imposible toda política.
Estos son los dos años que siguen a su salida de la Alianza. Aislamiento y, hasta que no leamos nuevas explicaciones, un rapto que si no se quiere llamar improvisado tiene que investigarse más en detalle.
Como sea, Sin excusas tiene una cualidad desconocida en la política argentina que sus autores, Alvarez especialmente, se han ocupado en señalar con todo derecho. Es la primera vez que un político reconoce abiertamente sus equivocaciones. El temple moral de este reconocimiento no puede ser pasado por alto. Es un hecho verdaderamente excepcional que pone un estándar al que deberán adecuarse o contradecir otros políticos e intelectuales. Quizás en esto, en el acto de poner una cota debajo de la cual no sería posible pedir credibilidad o respeto, reside el mayor aporte de Alvarez, que le debe ser reconocido por quienes creen que la política argentina necesita nuevos principios morales. Se argumentará, como lo hice, que Alvarez no lo dijo todo. Pero nadie dice todo nunca y esperar ese gesto absoluto de un hombre que no sólo es inteligente sino también astuto es pedir no mejores protagonistas sino ángeles que desciendan al infierno argentino.