Domingo, 23 de agosto de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
Aunque sus primeros orígenes se remontan a la Ley de Pobres británica de 1601, el Estado de Bienestar en su versión actual se consolidó en la Europa de posguerra, en plena reconstrucción, con grandes movimientos obreros activados y con la amenaza del avance comunista como acicate permanente. A lo largo de los años ha ido adquiriendo todo tipo de formas, desde los modelos anglosajones hasta los mucho más protectores esquemas continentales, pero sobrevive como una mezcla especialmente virtuosa de democracia, capitalismo y bienestar social, según la clásica definición de T. H. Marshall.
El Estado de Bienestar fue pensado para sociedades completamente diferentes de las actuales: nacionales, industriales y en las que la lucha de clases podía morigerarse mediante el pleno empleo (es más: el pleno empleo masculino). Con el tiempo, sin embargo, los Estados de Bienestar europeos fueron cambiando. Con más éxito en algunos casos (Alemania) y más dificultades en otros (Gran Bretaña), lograron adaptarse a las nuevas condiciones posindustriales de globalización, hipercompetitividad y formidables avances tecnológicos.
Para ello fue necesario readecuar las instituciones sociales a economías que –según Jeremy Rifkin en su bestseller El fin del trabajo (Paidós)– destruyen más trabajos que los que crean. Y aunque la tesis de Rifkin tal vez sea un poco exagerada, parece innegable que el trabajo se ha transformado en algo muy diferente de lo que era: de puestos protegidos por tiempo indeterminado a actividades crecientemente transitorias e informales.
Los paradigmas empresariales de cada época lo demuestran fácilmente: así como en la posguerra el modelo era la Ford, que pagaba salarios por encima del promedio y ofrecía excelentes beneficios de salud y retiro, y si en los ’80 y ’90 el ejemplo fue Microsoft (tecnología, condiciones de trabajo informales –nada de corbatas– y el liderazgo carismático de un yuppie–nerd), en la actualidad el modelo es el empleo basura de Wal Mart (compañía que en Estados Unidos paga salarios de 19 mil dólares al año, apenas por arriba de la línea de pobreza), el telemarketing (quizás el empleo más estresante de los tiempos modernos) y los motoqueros.
En cualquier caso, los Estados de Bienestar europeos han hecho esfuerzos por adaptarse a las nuevas condiciones económicas: seguros de desempleo más largos, edades de retiro más tempranas, estímulos al cuentapropismo. En general, el objetivo consiste en dejar de lado el modelo bismarckiano de prestaciones atadas al trabajo para comenzar a concebir los servicios como un derecho social, lo que hace que en los países europeos más avanzados cualquier persona tenga garantizada educación, salud, jubilación y un ingreso mínimo (salvo que sea inmigrante).
Por una larga serie de motivos, en América latina los Estados de Bienestar se construyeron tardíamente y en forma lenta y parcial, configurando esquemas socialmente segmentados y con diferencias en cuanto a sus prestadores (público y privado), defectos que a menudo van juntos, lo que ha llevado a estudiosos como José Antonio Ocampo a definirlos como “Estados de Bienestar incompletos” (Reconstruir el futuro. Globalización y desarrollo en América Latina, Norma).
En este marco, sólo tres países avanzaron de manera más resuelta. El primero es Uruguay, que con el impulso de José Batlle y Ordóñez y bajo el slogan “El Estado como escudo de los débiles” construyó, a comienzos del siglo XX, el modelo más logrado de la región, con jornada de trabajo de 48 horas, día obligatorio de descanso, derecho a la educación universal y una extendida red de salud pública. El segundo es Costa Rica, donde una temprana reforma agraria permitió una distribución más igualitaria de la tierra en una economía cafetalera y bananera que, luego de la Revolución del ’48, fortaleció al Estado y transformó al modelo agrario en uno de servicios. El tercero es Argentina, donde las luchas obrero-inmigrantes de principio de siglo y el primer peronismo permitieron erigir un Estado de Bienestar muy extendido y sólido, cuya memoria sigue explicando buena parte de nuestra política.
Lo curioso es que Uruguay y Costa Rica, aunque desde luego no quedaron afuera de la ola de reformas de los ’90, lograron conservar buena parte de las instituciones de bienestar durante el auge neoliberal. En el primer caso, fue la voluntad popular la que descartó las privatizaciones a través de un rechazo masivo en el plebiscito de 1992. En el segundo, la resistencia de la amplia clase media costarricense permitió frenar los cambios más radicales y mantener los avances en salud y educación (Costa Rica es el único país de la región que estableció ¡en su Constitución! la obligación de destinar al menos el 6 por ciento del gasto público a educación). En Argentina, en cambio, las reformas neoliberales se aplicaron a una velocidad sólo comparable a la de algunos países de Europa del Este, y alcanzaron una profundidad solo equiparable a la de Perú, por lo que el Estado de Bienestar quedó reducido a retazos desarticulados de lo que había sido en el pasado.
Desde su asunción, el kirchnerismo apostó a la idea de que la mejor vía de inclusión social es el trabajo. Para ello apeló a diferentes instrumentos: aumentos del salario mínimo, ampliación de las asignaciones familiares, rebajas del impuesto a las ganancias e incrementos jubilatorios, entre otras medidas que explican los progresos de un sector –el más formalizado y sindicalizado– de las clases populares, el derrame inicial sobre los sectores excluidos y, en términos políticos, su alianza granítica con la CGT.
El efecto redistributivo alcanzado durante los primeros años de la Era K no se apoyó en el despliegue de nuevas políticas sociales, sino en la mejora del mercado laboral producto del crecimiento económico y de las políticas oficiales de salario: el desempleo, que arañó el 25 por ciento en el peor momento de la crisis, comenzó a bajar, mientras que el trabajo formal inició un proceso de recuperación bastante sorprendente. En este marco, la pobreza comenzó a caer, desde el techo del 54 por ciento al que había trepado en el segundo semestre del 2002 hasta niveles que hoy, intervención del Indec mediante, resultan difíciles de estimar.
En sintonía con esta estrategia, la política social comandada por Alicia Kirchner concentró sus esfuerzos en el apoyo a las cooperativas, el fomento a los microemprendimientos y el despliegue de planes de capacitación. El anuncio formulado la semana pasada –un plan de empleo de contornos nebulosos– se inscribe en esta misma línea.
En una mirada histórica, la idea de que los avances sociales debían producirse como efecto de la recuperación del trabajo (y no como consecuencia de la asistencia social) emparentaba gratamente al kirchnerismo con las experiencias nacional–populares del pasado. En efecto, los grandes impulsos redistributivos de la América latina moderna –el populismo de los ’40 y ’50, las revoluciones nacionales, el desarrollismo de los ’60 y ’70, las reformas agrarias– concebían a la cuestión social y la cuestión económica como partes de un todo indivisible. Ninguna de estas experiencias tuvo al área social como una de sus prioridades simplemente porque la –usemos la vieja expresión– justicia social era concebida como el resultado natural de una buena estrategia económica.
El problema es que las condiciones cambiaron. Contra lo que sostienen algunos, el modelo K de + crecimiento + empleo - pobreza no comenzó a agotarse como resultado del estallido de la crisis mundial en agosto del año pasado, sino antes, en el 2007. El esquema había encontrado su techo, no como resultado de un shock externo sino por sus propias limitaciones, que se manifestaban a través de una disminución en el ritmo de creación de empleo, una puja distributiva que ya no podía contenerse por vía del crecimiento y que comenzaba a revelarse políticamente (el conflicto del campo fue su reflejo) y, sobre todo, por el incremento incontenible de la inflación.
Lo notable es que –en un contexto nuevo que exigía no un cambio rotundo pero sí amplias correcciones– el Gobierno respondió con las mismas políticas. Con la excepción de la extensión de las jubilaciones a ancianos desprotegidos y un bonus de fin de año a los receptores de planes sociales, las políticas de estímulo económico y contención social se dirigieron hacia quienes ya se encontraban incluidos en los mecanismos de protección; es decir, como impulsos redistributivos hacia el interior del Estado de Bienestar, mediante aumentos del salario mínimo (a los trabajadores en blanco), incrementos de las asignaciones familiares (a quienes ya las poseen), planes para comprar electrodomésticos (cuya financiación en cuotas se limita a los bancarizados o con tarjeta de crédito) y para la adquisición de autos (para la clase media).
En un país en el que alrededor del 40 por ciento de la población trabaja de manera informal y en el que la exclusión golpea a una franja imposible de cuantificar pero ciertamente significativa, los efectos de este tipo de beneficios son limitados. La idea de incorporación social mediante el trabajo es excelente, pero insuficiente para atender las necesidades de una sociedad cuya economía excluye estructuralmente a un porcentaje importante de la población. Y si la razón de esta obstinación kirchnerista se encuentra por un lado en la convicción de que la mejor forma de construir cohesión social es a través del empleo, por otro esconde una percepción equivocada y muy peligrosa de la asistencia social: la idea de que la ampliación de los beneficiarios de los planes asistenciales puede desincentivar la búsqueda de trabajo.
Después de al menos dos años de inflación y en un contexto de desaceleración de la economía, el Gobierno debería actuar en el área social de la misma correcta manera que lo ha hecho en el área económica: contracíclicamente, ampliando la cobertura a quienes se encuentran fuera del Estado de Bienestar y profundizando los beneficios.
No se trata de una locura. Diversas organizaciones sociales y políticas han ido construyendo una propuesta de Ingreso Universal que podría funcionar como base para un nuevo sistema de políticas de protección. En Brasil, el gobierno de Lula descartó este tipo de estrategias, pero avanzó con el Bolsa Familia, que pasó de 3,2 millones de hogares en los últimos años de Cardoso a una cifra realmente asombrosa: 11,1 millones de familias según los datos oficiales del 2006, y hasta 12 millones según las últimas estimaciones de Adriana Aranha, asesora del Ministerio de Desarrollo Social. En cualquier caso, unos 50 millones de personas.
Desde luego, son programas complejos que exigen una sofisticación tecnocrática nada desdeñable –cruzar padrones, comprar computadoras, capacitar funcionarios– pero, sobre todo, enormes dosis de decisión política. Sería una tontería caer en el lugar común de algunos líderes opositores que argumentan que esto puede lograrse mediante una simple reasignación de partidas; se trata de planes carísimos cuyo financiamiento descansa básicamente sobre el Estado nacional y que implican un esfuerzo fiscal enorme (y lo que a menudo resulta más difícil, un esfuerzo sostenido).
Por eso tienen razón los asambleístas de Carta Abierta cuando dicen que sin retenciones sólo hay “limosna”. Es cierto. Lo que resulta más discutible es que con retenciones haya –inevitable, automáticamente– “redistribución del ingreso” e “inclusión social”. A la luz de los indicadores sociales de los últimos dos años, eso parece dudoso.
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