Lunes, 19 de octubre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
En coincidencia con la aprobación de la nueva ley de Medios Audiovisuales, estos días que le siguieron son una muestra muy interesante de lo que significan las construcciones mediáticas.
Si es por noticias de valor estructural, ¿qué duda cabe sobre situar en lugar predilecto el inminente proyecto de asignación universal por hijo? Se lo reclama desde hace años por parte de los sectores políticos y sociales progresistas, y recién ahora el oficialismo acusa recibo concreto. La cifra en danza (alrededor de 135 pesos) puede ser o parecer exigua, para más o menos tres millones de menores de 18 años, cuyos padres no alcanzan el salario mínimo o viven en la informalidad laboral. E incluso cabe advertir sobre la necesidad de alcanzar objetivos superadores, como sería la garantía de empleo. Pero instala el debate acerca de los privilegios que deben afectarse para conseguir la plata, que anda cerca de los siete mil millones de pesos. La renta financiera, la petrolera, el juego, el impuesto a las Ganancias, la elevación del mínimo no imponible incluyendo a los jueces y a los obispos. Es decir, un nuevo avance en la estipulación de a qué puede animarse una democracia burguesa. Y del que, por la izquierda, sólo quedarían excluidos quienes entienden que las reparaciones sociales son únicamente alcanzables con una revolución socialista inmediata. En cualquier caso, lo que no debería generar interrogantes es la dimensión del tema que, a su vez, se inserta en el más global aún de cómo se distribuye la riqueza. Se ve que nada de todo esto le resulta apreciable a una aplastante mayoría de la prensa oral y escrita, que obvió la información. Lo mismo, la virtual ignorancia mediática, ocurrió con las sugestivas declaraciones del ministro de Trabajo, que devaluó las posibilidades de otorgar personería gremial a la CTA. Otro aspecto estructural, en el que se juega nada menos que la subsistencia o no de la CGT como única representación de los trabajadores. La cuestión daba, da incluso, para apuntarle cañones al oficialismo en lo que semeja a la táctica de atender simultáneamente la ventanilla progre y la conservadora: por un lado, acercar posiciones con el centroizquierda no K, y, por otro, mantener el apoyo del aparato burocrático sindical. Pero ni eso. La gran prensa relegó o directamente no le dirigió la palabra a ninguno de los asuntos. Lo hará, como lo viene haciendo, en alguna de esas columnas editorializadas que sólo lee la tribuna propia. O, como sucedió con la ley de Medios Audiovisuales, cuando los ítem se conviertan en amenaza franca para sus intereses. Hasta marzo último, al presentarse el anteproyecto de la nueva herramienta regulatoria de radio y TV, las corporaciones del “periodismo independiente” renegaron de brindar todo dato sobre lo que venía suscitándose, respecto del punto, en porciones significativas de la sociedad. Y de golpe, cuando la vocación política de impulsarla se cristalizó, lo ignorado mutó, casi, a elemento monotemático, mezclado con la conmoción que les provocó la caída de su negocio futbolístico. Lo que nunca (les) fue noticia transfiguró a noticia principal.
Por supuesto, ese desprecio por las materias recién citadas no fue reemplazado por el vacío. Consumada la ley de Medios, hubo y habrá reflejos de sangre en el ojo. Se llaman ir a los Tribunales para conseguir dictámenes de inconstitucionalidad. Promesas opositoras de revisar la sanción para congraciarse con El Grupo. Periodistas-felpudo a la orden. Un mastín reaparecido, Elisa Carrió, en defensa de no investigar el origen filial de los hijos de Ernestina Herrera de Noble. Y un enorme operativo destinado a posicionar como decisoria la sospechosa voluntad de la senadora correntina, en una votación que terminó 44 a 24. Pero, con todo, esa batería empieza a parecerse a una procesión que va a llorar a la iglesia. De tal manera comenzó a re-suceder el vértigo informativo disperso, supletorio del carácter excluyente que durante semanas le confirieron a la ley mediática. El espeluznante asesinato de un adolescente, en Tigre, reintrodujo de la noche a la mañana la discusión en torno de “la inseguridad”, erigido ya como un clásico de los clásicos del periodismo: aparece y desaparece en relación inversamente proporcional con la ausencia o presencia de noticias políticas mayores. ¿Qué habría acontecido si el hecho se hubiera dado durante la batalla por la ley? Lo mismo que pasó cuando los meses más duros del conflicto con “el campo”. Nada. En esos períodos, la inseguridad desapareció de los medios llevando a una de dos conclusiones que, en realidad, pueden ser concurrentes. O el incremento del delito no es lo alucinante que pintan, o cada vez que lo pintan hay detrás objetivos políticos o de artificios mediáticos (que en mirada de largo alcance terminan siendo la misma cosa).
Esa lógica de los desvanecimientos noticiosos y permanentes trepó a una de sus cúspides tras la fiesta de sexo oral a que llamó Maradona. A partir de ese momento, diríase que el país y los medios –o al revés, según quiera determinarse el orden de cómo se ancla una agenda– no hablan de otra trama. Veamos lo objetivable. Un director técnico de fútbol, que al fin y al cabo es antes eso que el principal santo y seña para identificar lo argentino en el mundo entero, brinda una nueva muestra de sus desequilibrios emocionales. Ni un marciano pretendería que el episodio quedara desapercibido; y entre otras razones porque, sin justificar y ni siquiera tratar de comprender a Maradona, es igualmente objetiva la saña con la cual venía tratándolo esa parte del periodismo deportivo a la que invitó a fellatiarlo. El se tiene que hacer cargo, como sus acusados, de estimular un espectáculo caníbal. Ambos viven del sensacionalismo. Pero también lo hace el conjunto periodístico que elevó el tema a problema nacional. E igualmente tienen que hacerse cargo de su frivolidad las gentes que dedican su tiempo, su indignación, sus arrebatos, sus llamadas a las radios, a una pelotudez semejante. Perdón por el lugar común, pero imaginemos toda esa energía “analítica” volcada a las cuestiones prioritarias de la sociedad.
Más luego y más allá de ese hecho en sí, aparece, nueva y esplendorosamente, el desparpajo con que los medios colocan el tema. Si un Maradona y unos periodistas bastan y sobran para que vuelva a desaparecer, por ejemplo, “la inseguridad” (dicho de modo maximalista pero –cree uno– de semántica precisa), quiere decir que hay una conjunción entre lo que inventa/ubica el periodismo y lo que “la gente” debate. Hay que alterar ese paradigma. Es nefasto. Nivela para abajo. Acostumbra. Condiciona. Nos hace obedientes en lugar de rebeldes. Se trata de algo de eso cuando se habla de mejorar la oferta mediática, de abrirse a otras voces, de permitir nuevos actores. Con probar no se pierde nada.
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