Domingo, 20 de diciembre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio González
Recuerdo, de adolescente, haber ido a la plaza de Mayo con mis compañeros del colegio secundario. Frondizi había comprado un portaviones, y en cumplimiento de la buena conciencia estudiantil y algunos de sus más caros emblemas, me vi gritar junto a un puñado de muchachos: “Devuelvan el portaviones, queremos los millones”. Se trataba de las clásicas luchas por el aumento presupuestario para la educación, que acompañan la memoria de todos los estudiantes argentinos. La comparación del presupuesto militar con el educacional era una mención obligada. Y bien, ¿quién de nosotros no ha ido una y cientos de veces a la Plaza de Mayo? Si continúo con algunas rememoraciones, difusas pero no vagas, puedo observarme remotamente, como mero curioso, en la asunción de Illia en 1963, donde en el costado que da al Banco Nación hubo lo que la prensa denominó “incidentes con algunos manifestantes”. Un sector de la izquierda de la época había ido ruidosamente a la plaza a pedir la anulación de los contratos petrolíferos con las compañías extranjeras, lo que el presidente luego haría.
La plaza de la asunción de Cámpora en el ’73 fue de felicidad cívica y tumultuosa fraternidad política. Sobre los cuerpos apiñados de la multitud se escuchó decir al hoy siempre joven Leonardo Bettanin, que tenía el micrófono del acto, o que lo tuvo en algún momento: “Se ha perdido el documento de identidad número tal y cual, su poseedor debe pasar por la puerta de la Casa de Gobierno”. Muchos creímos que en ese mínimo tramo del acto se encarnaba el travieso nudo de la historia, en que se entrelazaban algo de la fiesta de un club de barrio y algo de la historia latinoamericana que había llevado a ese balcón a Salvador Allende y Dorticós Torrado (“Chile, Cuba, el pueblo te saluda”).
Después todos supimos, el país entero supo, cómo la plaza era la sede de la ronda de las madres, alrededor de la pirámide, cuyo carácter laico, irrevocablemente neoclásico, une los arcaísmos de la república con una salutación mítica que la figura de la libertad les dedica a los avatares nacionales. El círculo que trazaban esas mujeres en su voto de silenciosa imprecación significaba el contraste entre la factura cónica de ese obelisco –la línea que apunta hacia arriba– y la meditativa protesta en círculos –cuyo redondel infinito resiste pegado al suelo–. Círculo y línea que son las grandes formas de la idea de tiempo.
Con todas las modificaciones arquitectónicas, que no fueron muchas ni muy imaginativas, el solar de la plaza mantiene una continuidad de linaje y memoria. Basta imaginar los distintos subsuelos por debajo de la capa de piedra y el trazado de una conocida historia cuyos cordeles subrepticios llevaron a célebres fuentes, en nombre de la cual tantos y tantos fuimos a la plaza a cansar nuestras patas y refrescar nuestras ideas. Cada vez que desembocamos en ella, entre apretujones, tenemos la libertad de imaginar hasta qué punto reactualizamos el círculo o la línea, o ambas a la vez, el mismísimo sentido del tiempo, en su reiteración o su compromiso de ruptura.
Es posible pensar también, como figuras de una obvia geometría urbana, qué diferencia se verifica en una entrada por Avenida de Mayo o por alguna de las dos diagonales. Lógicamente, todo depende de la cita que dispongan las distintas agrupaciones, pero el reformador urbano de los años ’30 no imaginó las suaves alusiones que implicaría la confluencia simultánea de los concurrentes por el andarivel norte –lo que involucra la Catedral–, por el centro –indudablemente, se viene del Congreso, si es que la cita no marcaba antes Perú y Avenida de Mayo–, o por el sur, lo que obliga atravesar el monumento a Roca y es sin duda la entrada políticamente menos notable aunque la que evoca más antigüedades urbanas. Pero ese momento de la entrada provoca un sentimiento único, en el que se fusiona una secreta emoción urbana, el vértigo de las multitudes y el hecho de atravesar un arco invisible que por un momento nos convierte en otros, modifica la mirada y la voz, y nos suspende por un segundo en no sabemos qué indicio furtivo de la historia. Los manifestantes y a la vez los curiosos que se agolpan, ven entrar a los otros, los que van llegando en el siempre incesante y demorado cuerpo colectivo. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Los curiosos no son ellos también manifestantes? Sí, pero también son curiosos, se ven a sí mismos en los otros, entran por segunda y por enésima vez, van entrando como miembros de las distintas columnas, y de paso evaluando el peso y la presentación de cada una.
El 19 diciembre de 2001, los que allí estuvimos percibimos también en la lejana oscuridad de la Casa Rosada, muda y mezquina (desde la que algunas granadas lacrimógenas dejaban un sórdida estela encaracolada), el cosquilleo de la tragedia, que no lo sería menos por el hecho de que luego se anunciara la promesa de nuevas formas de organización social en los corazones de la época. Cuando Alfonsín propuso Viedma, aquella mudanza de la Capital, quizá la idea no era mala, quizás alguna vez ocurra ese cambio y el país será otro, quizás era descabellado administrativa y económicamente ese traslado. Pero lo que quizá convencía menos era disociar la Plaza de Mayo de la Capital. ¿A qué plaza había que ir entonces y quiénes irían? Y los de aquí, ¿irían a la plaza sin tener a su frente el edificio? ¿Ese denso nudo nervioso de la trama gubernamental delante de sí? No alcanzaban las buenas frases “hacia el frío, hacia el sur, hacia el mar”. Esa es la diferencia con Brasil, que no tiene plaza, tiene “espacios urbanos cívicos”, sin la acumulación de connotaciones superpuestas y trabajosas. Para mí, la plaza es la sede de los propios leviatanes destrozados, modestas barajas que parecían seguras. Allí fui con David Viñas, con León Rozitchner y tantos otros, allí discutí con Martín Caparrós un día que hablaba Cristina, allí me sentí acompañado o me sentí solo en la espera.
Ahora la plaza corre el riesgo de degradarse. Sigue siendo la desembocadura de todas las ansiedades colectivas. Pero si es mero reflejo de la Argentina en pedazos –tomo la expresión de Piglia– puede rebajarse o exonerarse su sentido histórico. Vemos al señor Castells con su huelga de hambre. Es sabido que sus acciones hacen retroceder los conocimientos políticos adquiridos en nombre de un golpismo plañidero, ya sea pidiéndoles vacas a los oligarcas o instalando kioscos de choripán en Puerto Madero. En los momentos de desconcierto surgen estos Padres Gapón, fruto de la manipulación de los desesperados, con técnicas aprendidas de la peor televisión de masas. Imaginativo juglar mendicante de la derecha, escenógrafo rocambolesco del fin de un ciclo, pieza disponible del ajedrez antidemocrático, Castells, no Hebe, ha dicho en verdad “esta plaza es mía”. Es el sueño que expresan a diario los operadores del desastre. Es de lo que hablaron, quizá sin saber que lo han hablado, Valenzuela y Cobos en las penumbras del Senado.
La plaza es de todos, por eso todos se expresan allí. Pero no puede ser descuartizada por ocupaciones facciosas, que cobran carácter caricatural, muy lejos de su contenido histórico, que es un hilado a veces trágico, a veces festivo, a veces cómico y a veces legendario. La plaza no debe el lugar donde al fin se sustituiría la memoria por el recuerdo de que alguna vez tuvimos memoria, la política por la operación política y la historia por la caricatura. Que siga siendo el desaguadero de las múltiples corrientes que expresan, porque nunca fue otra cosa, las inclemencias de un tiempo pero también las expectativas de un cambio.
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