Domingo, 13 de junio de 2010 | Hoy
Por Mario Wainfeld
La Selección honró dos de las tres “g” del mandato futbolero (ganar, gustar, golear), las primordiales. Pudo golear pero faltó puntería y fortuna, según los casos. El “Pipita” Higuaín estuvo impreciso en tres ocasiones factibles. A su vez, Lionel Messi no pudo consagrarse en esas jugadas de su cuño, desafiando a la física convencional, atravesando con su cuerpo la materia. Y definió por debajo de su nivel dos oportunidades bastante accesibles. En cualquier caso, la Argentina jugó bien, concentrado, por momentos bonito. Hasta ahora fue el equipo más lucido y el partido, lejos, fue el mejor de los disputados.
Golear y bailar en el partido inicial no es una costumbre autóctona. Desde 1958 la Selección sólo lo hizo una vez: frente a Grecia en Estados Unidos. Fue el éxtasis que preludió a la agonía: el doping positivo de Maradona. Otras dos constantes mundialistas se repitieron, no empatar en el primer encuentro y superar a Nigeria por un solo gol de diferencia.
Un partido que se va ganando desde el vamos distiende los ánimos. La vocación de seguir tocando hasta el final, de no encerrarse en la defensa fue un homenaje a la tribuna y a lo que se pretende de la tradición nacional. Argentina jugó un fútbol digno e interesante, contribuyó al espectáculo. Los jugadores ahorraron rebusques comunes en la liga local: no lloraron, no exageraron las lesiones, no hicieron tiempo. La barra, agradecida.
Quedarán para la tertulia futbolera de los próximos días algunas dudas y polémicas. La más cantada fue el flanco derecho de la defensa. El noble Jonás Gutiérrez jamás encontró la posición y el apolíneo Demichelis no las tuvo todas consigo. Fue al anticipo siempre, a menudo muy lejos del fondo de la defensa. Salió de las aguas territoriales, se arriesgó en zona de libre tránsito y “pagó” bastante. El técnico Renato Cesarini, cuentan los que saben, le aconsejaba a un defensor que siempre salía a anticipar: “No juegue todos los boletos a ganador, apueste algunos a placé”. La sabia máxima turfística no integró el imaginario de Demichelis, por ahora sin daños dignos de mención.
El esquema táctico generoso y ofensivo tuvo su costado de frazada corta. El medio campo con poca marca pareció (en especial en el segundo tiempo) una zona de libre comercio, antagónica con los criterios económicos intervencionistas que priman en estas pampas. Como suele ocurrir, la falta de controles fue demasiado propicia para productos foráneos, o por ser más precisos, con los dinámicos nigerianos que llegaban en dos zancadas a las inmediaciones del área argentina.
Los debates rondarán esos hechos y un eventual reemplazo del promisorio Di María, que quedó encajonado en la raya y bastante ajeno a la dinámica general. En una jornada opaca, el rosarino reveló que tiene clase: le dio dos pases de gol excelsos a Messi.
El cronista no se hace grandes ilusiones con el trabajo técnico-táctico de Maradona. Por contraste con sus expectativas, lo sorprendieron gratamente la conciencia colectiva y las jugadas con pelota parada. El Gringo Heinze, mucho más valorado por los técnicos que por la mayoría de los hinchas, marcó un golazo en un corner. Cuando un jugador resistido perfora la red, la paradoja genera una alegría adicional en el festejo (“¡¡Heinze, lo hizo Heinze!!”), sin disipar las críticas del todo. El hombre lo conseguirá, si repite el digno desempeño de ayer.
Diego es un personaje y sus conferencias de prensa constituyen un género propio, refractario al acartonamiento y al lugar común. El DT expone su subjetividad, riñe con los periodistas y fustiga (venga o no a cuento) a antagonistas de todo pelaje: esta vez le dedicó un párrafo, sutil para lo que suele ser su estilo, a Franz Beckenbauer. Masticó una manzana, se mostró sereno, autocrítico y suficiente. El éxito relaja, queda dicho, pero para Maradona la conferencia es una continuación de la guerra por otros medios, jamás un trámite sino un campo de combate. Las preguntas facilitaron su esgrima: la mayoría (dicho esto con respeto por las diferencias de género) no superaron las que podría haber formulado una mujer que hace sus pininos en el arte de mirar el fútbol.
Se ganó, la clasificación parece accesible, dos ídolos (Messi y Carlos Tevez) rayaron alto. Verón fue el hermano mayor en la cancha, aunque los noventa minutos reglamentarios se le hagan demasiado largos.
Si se triunfa, con pelota al piso y las figuras brillan, la tribuna depone (¿pospone?) enconos y suspicacias. Habrá sosiego, por ahora, en la fascinante relación entre el DT, el equipo y la opinión pública.
Maradona habló afectuosa y generosamente sobre Messi, aunque su relación profunda sigue siendo un enigma atractivo para el cronista. En uno de los memorables ensayos de Los libros que nunca he escrito, el filósofo George Steiner examina los entresijos de la relación entre el maestro y el discípulo. La misión superior del discípulo va más allá de reconocer al maestro: es superarlo. Ambivalente y compleja es, pues, la actitud del maestro: ¿puede, con franqueza, querer de buen grado ser trascendido por el alumno? En ese trance hay algo de parricidio...
Maradona dista de ser un maestro convencional y Messi no es estrictamente su discípulo pero ese conflicto está latente y debe ser difícil de elaborar desde el pedestal del consagrado. El cronista, sin renegar del costumbrismo ni del escepticismo, imagina que Maradona es capaz de resolver bien esa hipótesis. Primero, porque su terreno en el Olimpo ya está escriturado y un logro como técnico lo acrecentaría a niveles mitológicos. Y segundo, porque el tipo (más allá de las dudas sobre sus calidades profesionales o los altibajos de su temperamento) es un hincha, cuyo corazón prevalece sobre el cálculo en las horas definitorias.
Un sábado a la mañana es un gran momento para un partido mundialista. Pudieron reunirse las familias y los amigos. Se consumieron toneladas de medialunas o sanguchitos y hectolitros de mate o gaseosas, con los consiguientes incrementos del PBI y de la recaudación del IVA.
Vaya a saber si fue el primer paso de una marcha triunfal o un espejismo o el prefacio de otra frustración. Fue una mañana grata para vivirse con un gol digno de ser gritado. Dejó ganas de aplaudir de balde, de modo virtual: frente a la tele, a miles de kilómetros de quienes merecían escuchar el batir de las palmas.
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