Sábado, 26 de junio de 2010 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
Por Luis Bruschtein
Hay un editor hipotético que piensa que los derechos humanos ya no le interesan a nadie. Y el tipo está entrenado para saber lo que le interesa a la gente. No es sociólogo ni filósofo y tiene más calle que aula magna. No hila finito, va a lo grueso. Con esa antena súper especializada define categóricamente que los derechos humanos ya no le interesan a nadie.
Sabe que desde hace treinta años el tema está en el candelero político, que no se ha terminado de saldar en la Justicia, que involucra a decenas de miles de personas, que sensibiliza y moviliza a centenas de miles. Sabe eso y además ni siquiera se le ocurre pensar que es como un tumor negro que carcome a la sociedad cuando más se lo silencia. Pero el planteo ético apenas asoma en ese horizonte ultrafocalizado.
El hombre está entrenado para saber lo que quiere la gente, pero no es estúpido. Sabe que está a sueldo, que tiene relación de dependencia, que sus empleadores también tienen sus desvelos. No se los imagina, se los aprende. Porque el hombre sabe lo que le interesa a la gente, pero también sabe lo que le interesa al que le paga el sueldo, a la empresa, al multimedio, necesita saberlo para sobrevivir. Para eso tiene un entrenamiento aún más fino, una mezcla de caja registradora y computadora simultánea. Le funciona de manera inconsciente. En el mejor de los casos saca un promedio, pero la mayoría de las veces se inclina por la sobrevivencia.
Y “la gente” no es siempre la misma. Para cada editor es diferente. El hombre dice la gente, por “toda” la gente, pero en realidad está pensando sólo en la que le presta atención, a la que conoce porque durante muchos años fue su interlocutora. Es muy distinto decir “la gente” para un editor de Clarín, de La Nación, de Página/12 o de Crónica, de radio o de televisión. “La gente” es mucha gente diferente. Pero para cada editor “su” gente es “toda” la gente. Así hablan los medios, porque además intentan transferir a esa porción la sensación de totalidad. Es decir, que lo que ellos piensan es lo que piensan todos. En fin, de todo ese entramado que se parece a la cocina de una hamburguesería, le viene al editor esa frase de que los derechos humanos no le interesan a nadie.
Desde hace veinte años esa frase está en boca de muchos editores. En ese tiempo, los derechos humanos aparecieron esporádicamente en las páginas interiores de los diarios y muy raramente en las pantallas de televisión. Sin embargo, en la realidad los derechos humanos siguen sensibilizando y movilizando a cientos y miles de personas. Se han convertido en una presencia irritante. Su gravitación sobre la realidad es tan importante que sólo después de veinte años se pudo anular la legislación de impunidad para comenzar a juzgar a los viejos represores. En todo ese tiempo, esa frase del editor hipotético sumó para el lado de la impunidad. Esa frase, dicha a contrapelo de lo que su instinto le estaba marcando, aportaba para detener la maquinaria de la Justicia, porque la corporación mediática no quería que se hicieran los juicios. Tanto fue así que la primera presión que recibió Néstor Kirchner poco antes de asumir la presidencia fue del editor de La Nación, para que no impulsara la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Hasta el propio Eduardo Duhalde, que le había abierto la puerta para llegar a la Rosada, marcó su primera disidencia fuerte en ese punto. En todos esos largos años, el único diario que mantuvo en las primeras planas la lucha por los derechos humanos, que dio cuenta de las marchas, de los reclamos, de los procesos ante la Justicia de otros países, fue Página/12. Es tan fuerte la presión corporativa, que hubo gente que pensaba así cuando escribía en Página/12 y dejó de hacerlo cuando cambió de medio. Ahora piensan que los derechos humanos no le interesan a nadie.
Y ahora menos que antes, porque desde una versión mediática “la gente” identifica los derechos humanos con el Gobierno, con lo cual resulta, según esa mirada, que no es que al Gobierno le interesan esos derechos, sino que todos a los que les interesan esos derechos serían oficialistas. Estar a favor de los derechos humanos tendría connotaciones de un oficialismo satanizado, porque ser oficialista implica corrupción. Nadie puede ser oficialista si no ha sido cooptado por dinero. Entonces los organismos de derechos humanos han sido comprados. Lo que no pudieron comprar los militares o los gobiernos de la impunidad, que seguramente tenían ofertas más importantes (empezando por sus vidas), lo han logrado mefistofélicamente los gobiernos kirchneristas.
Por ejemplo, destacar la gran importancia de que en este momento se estén celebrando los juicios contra los represores es hacerle el juego al oficialismo. Después de tantísimo tiempo ya se produjeron condenas en cinco juicios, otros ocho están en marcha y en breve comenzarán cinco más. Para llegar a este punto se tuvieron que movilizar miles y miles de personas durante treinta años y algunos fueron secuestrados y asesinados en ese camino. Se debió recurrir a tribunales internacionales, se creó una nueva legislación internacional, incluyendo figuras penales como la del detenido-desaparecido y hasta nuevos tribunales penales internacionales pese a la resistencia, en algunos casos, de las grandes potencias. Las megatoneladas de energía liberada para alcanzar la realización de estos juicios casi no tiene comparación con ningún otro logro alcanzado en estos años de democracia.
La lucha por juicio y castigo constituye el relato épico más importante de esta democracia. Y ha dado sus frutos aun antes de llegar a esta recta final, porque en todos estos años también ha sido la mayor obstrucción para cualquier tentación golpista. Pese a que la mayoría de los que se llaman republicanos se han opuesto a estos juicios, no hay mayor aporte a la institucionalidad de la República que su realización. Ha habido elecciones y no hubo golpes, pero el hecho más republicano en estos años han sido los juicios que se celebran ahora. También fue importante el juicio a los ex comandantes durante el gobierno de Raúl Alfonsín, aunque sus proyecciones posteriores fueron menguadas después por el mismo mandatario y enterradas por Menem.
Pero hay otra forma con la que se puede convivir bien y trabajar con el editor que dice que los derechos humanos ya no le interesan a nadie. Y es decir que juzgar la violación de los derechos humanos del pasado no molesta a nadie, porque hay que juzgar las del presente.
Que hay que juzgar las violaciones del presente resulta obvio. Lo que no es tan claro es por qué se compara una cosa con la otra, a no ser para convivir con los que no quieren que se juzgue nada.
Pero decir que la realización de estos juicios no molesta a nadie es no tener en cuenta hechos tan claros como la desaparición de Julio López en un intento criminal de atemorizar a los demás testigos y plantar al Gobierno ante la primera víctima de los juicios que había impulsado. No toma en cuenta la movilización de parte del sistema político y de la cúpula de la Iglesia Católica detrás de una amnistía, o la tremenda demora y los obstáculos que puso parte del aparato judicial para comenzar las audiencias. No toman en cuenta las amenazas a los testigos. No toman en cuenta la forma en que la reacción contra los juicios trató de mimetizarse en el conflicto con las entidades rurales o en algunas supuestas movilizaciones “espontáneas” de vecinos por la inseguridad en el Gran Buenos Aires.
La fuerza que todavía mantiene una causa tan impopular se alimenta con las raíces simbólicas del poder político y económico y del predominio cultural. Al decir que no existe esa fuerza, se trata de minimizar la importancia de los juicios. Y minimizarlos es lo mismo que despreciar los sacrificios que debieron realizar miles de personas durante tantos años.
Es imposible separar las violaciones de los derechos humanos entre las que ocurrieron en el pasado y las que ocurren en el presente. Todas son importantes y los gobiernos tienen el deber de esclarecerlas y garantizar que se imparta justicia. En tanto se mantenga la impunidad, son todas del presente. Solamente la realización de estos juicios pone las cosas en su lugar en el tiempo. Pero para el famoso editor, un hecho de tanta trascendencia histórica no le interesa a nadie.
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