EL PAíS › OPINION
Un general en la plaza
Por James Neilson
Puede que algunos camaradas y familiares hayan lamentado la muerte de Leopoldo Fortunato Galtieri, pero para los demás el ex mandamás castrense y presidente de facto fue una figura emblemática de un país que preferirían olvidar. Sin embargo, por ajeno y exótico que a esta altura les parezca, a Galtieri no le hubiera sido posible instalarse en la Casa Rosada si buena parte de la sociedad no se hubiera resignado al sistema disparatado entonces vigente. Desgraciadamente para él, pero no para sus compatriotas, aquella tradición estaba a punto de agotarse.
De haber nacido algunos años antes, Galtieri habría podido terminar su carrera político-militar sin que a muchos se les hubiera ocurrido considerarlo símbolo de algo a un tiempo siniestro y extravagante. Y de haber sido medio siglo más joven sería probable que le esperaran varios decenios de trabajo respetable como integrante de una especie de ONG armada que cumpliera tareas valiosas para Naciones Unidas. Pero le tocó disfrutar de su existencia terrenal en un período en el que la subcultura en la que se formó estaba por morir. Como otros militares, gozó por algunos momentos del aplauso ruidoso de la multitud pero poco después lo despreciaría por saberlo un perdedor. ¿Aprendió la gente a conocerlo mejor al difundirse los detalles de su papel como represor y señor de la guerra? En absoluto. A lo sumo, se difundió la conciencia de que todo cuanto encarnaba Galtieri se había vuelto inútil, que el país no podría solucionar sus problemas manu militari, sino que tendría que intentar otro camino. Los militares se vieron transformados de salvadores en brutos peligrosos no por lo que hicieron –antes de 1982, a pocos les importaba eso de los “derechos humanos”– sino por lo que no fueron capaces de hacer: reavivar la economía, crear ex nihilo una “alternativa” al statu quo, entender lo que pasaba en el mundo o ganar una guerra contra una potencia acaso mediana pero bastante belicosa. Por motivos casi idénticos, los “políticos civiles” ya los han reemplazado como los grandes culpables de las calamidades nacionales. ¿Lo son? En parte, pero en última instancia la responsabilidad por lo que ha sucedido o no es de “la gente”, de este personaje colectivo que sintió cierta simpatía por los montoneros, votó a Perón-Perón, ovacionó aliviado a Videla, festejó la osadía de Galtieri y se felicitó por creer sucesivamente en Alfonsín, en Menem y De la Rúa. ¿Ha cambiado? Homo argentinensis ya sabe lo que no quiere y lo dice con furia, pero lo que sí quiere sigue siendo un misterio, de suerte que sólo un optimista nato apostaría a que por fin haya terminado la edad de los esperpentos.