Lunes, 12 de diciembre de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Norma Giarracca *
Es paradójico que, al cumplirse 10 años de nuestras propias “dignas rabias” (o indignaciones en el vocabulario europeo), nos encontremos con un mundo atravesando crisis semejantes a las nuestras de aquella época y con poblaciones que tampoco se resignan a ser “la variable de ajuste” de las mismas. Muchos advertirían que lo que ocurre en EE.UU., Grecia, España, Egipto, Chile, etc., no puede reducirse a un solo significado; y es cierto, cada país y cada región tienen particularidades que las hacen únicas. No obstante, nos arriesgaríamos a sostener que en todas ellas hay un componente de hartazgo ante un sistema económico (capitalismo de la era neoliberal) que puede dar sustento a diferentes sistemas “sociales” y “culturales”, pero siempre controlados por los grandes actores económicos y organismos políticos de la globalización y que no son fácilmente desmontables desde las opciones que el sistema de representación nos otorga y, a veces, ni siquiera desde otros regímenes políticos.
Hace 10 años, en la Argentina, el hartazgo se expresó de modo sonoro, casi sin voces más allá del “que se vayan todos”. Este rasgo fue el que enfureció a muchos que estaban seguros de que cuando las poblaciones ocupan el espacio público, deben tener una rápida propuesta dentro del menú de posibilidades que la propia institucionalidad cuestionada les ofrece. Sin embargo, a nuestro juicio, la apuesta política reside en que la posibilidad del cambio está ubicada en los márgenes, en los bordes institucionales y nunca adentro. Para muchos y por distintas razones, lo más importante era volver a la institucionalidad, a un “orden” cualquiera fuera. Las poblaciones en las calles, autoras de sus propios destinos, crean muchos temores, profundos miedos, dados nuestros cimientos filosófico-políticos que exigen depositar la voluntad instituyente en un tercero para evitar la violencia de unos contra otros. Como dijo recientemente Gianni Vattimo, no se puede aceptar todo lo que la sociedad impone como si el “orden” estuviese en el registro de lo natural, por eso a veces se intenta volver a que el “soberano” dependa más de nosotros. Algo así como reanudar el acto fundacional; volver al estado hobbesiano de “salvaje” (conocida pero desgraciada metáfora) para discutir nuevamente la Constitución, las leyes, los códigos.
Cuando el “orden” (el Leviatán) nos lleva a estados de caos, explotación, enfrentamientos y muertes, es el momento de la suspensión del estado ciudadano: es el momento de la política de calles. Paradójicamente, la violencia entre pares cesa y el que suele mostrar su rostro más siniestro es el Estado; recordemos los 40 muertos del gobierno de Fernando de la Rúa y esa imagen de la policía a caballo atropellando a las Madres con sus pañuelos blancos. En sentido contrario, ejemplifica Gustavo Esteva para el movimiento oaxaqueño de 2006, durante los seis meses que el pueblo estuvo en las barricadas y el poder del gobierno suspendido, bajó sorprendentemente el delito de todo tipo. Muchos de los jóvenes que vivían de arrebatar dinero a turistas y a sectores acomodados, terminaron trabajando codo a codo con “las doñas” a las que antes asaltaban. Nuestra propia experiencia es significativa al respecto. Muchas asambleas incorporaron a los “sin techo” y a “cirujas” de la ciudad, quienes mostraron una vocación colectiva y una vitalidad impensables; en las marchas asamblearias, los “pibes de la calle” preguntaban con cierta expectativa “cuánto dura esto de estar todos juntos”. “Todos juntos” no era más que otra posible construcción social en las calles o plazas con la (im)posibilidad de convertirnos en iguales, entrelazando empatías y solidaridades. Se habían suspendido los espantosos valores, códigos y lazos del orden neoliberal, esas diferencias físicas o simbólicas que, paradójicamente, el viejo artefacto estatal habilita y refuerza en unas épocas más que en otras.
Y hace 10 años en la Argentina no hubo más (ni menos) que eso: alertar a las clases dirigentes de que había mucho hartazgo sobre un Estado que habilitaba esa democracia “delegativa”, casi de “apartheid”, para dar lugar a un capitalismo salvaje. Que en momentos excepcionales, cuando las asimetrías se suspenden por la falta de la tutoría de los gendarmes del capitalismo, la solidaridad y fraternidad también son posibles, como suele afirmar Edgar Morin. Desde 2003 surgió tanto una democracia como un capitalismo económico “más amigables”, mostrando una cara menos cruel y desfachatada que la de los ’90. Las condiciones económicas internacionales colaboraron y se lograron una serie de derechos sociales e identitarios impensables 10 años atrás, y sobre todo una apuesta impostergable en la puesta al día en materia de derechos humanos. La situación de los sectores populares mejoró notablemente en comparación al 46 por ciento de pobreza que la Cepal daba para 2002 en la Argentina. La situación cambió y volvió lo que se llamó “normalidad” (la suspensión del “estado de excepción”), que el 54 por ciento de los votantes apoyó en las elecciones con mucha fuerza.
Pero algo sigue ocurriendo, es como un eco de la profecía marxista, “un fantasma recorre el mundo”, y por todos lados se alzan voces y cuerpos que rechazan este capitalismo (en su rostro financiero o también extractivista). Algunos europeos reclaman “siempre más Estado, nunca menos”, con el convencimiento de que este artefacto cultural creado por la humanidad será capaz, finalmente, de ponerles límites a los aspectos más salvajes y atroces de este capitalismo. Pero sigue prevaleciendo la duda de si esos límites se podrán establecer con la vieja lógica del Estado–nación o habrá que refundar este artefacto con otras lógicas en un registro decolonial que acompañe las resistencias de estos territorios.
Los nuevos sentidos emancipatorios que circulan por estos mundos, como la democracia de la Tierra, el derecho de la Naturaleza, la soberanía alimentaria, el sumak kawsay (“buen vivir” o desmercantilización de la vida) y, sobre todo, un derecho humano (olvidado por el capitalismo) que los pueblos indígenas llaman “dignidad” y los hindúes “dahrma”, deben sumarse a los que nos legó el mejor mundo liberal europeo: querella por la igualdad, derechos humanos, derechos sociales, igualdad de género, democracia como lugar vacío del poder, etcétera. Tal vez sea en América latina, con algunas propuestas institucionales que llevan más de una década y las nuevas apuestas de estos fuertes sujetos políticos de “calles, rutas y cerros” en que se metamorfoseó “la digna rabia” de hace una década, donde se pueda contribuir a salir de esta oscura etapa histórica mundial que dejará desgarramientos territoriales y marcas de profundo sufrimiento en millones de vidas.
* Socióloga (Instituto Gino Germani), co-autora de Tiempos de rebelión. Que se vayan todos (Editorial Antropofagia).
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