Martes, 10 de enero de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Jorge Rivas *
En las últimas sesiones extraordinarias del Congreso Nacional, realizadas durante el pasado diciembre, el Poder Ejecutivo envió una serie de iniciativas legislativas, entre ellas una para modificar el Código Penal sobre prevención, investigación y sanción de actividades delictivas con finalidad terrorista. Para dar los principales motivos por los que el Gobierno impulsaba esta iniciativa, se hizo presente en una reunión conjunta de las comisiones de Derechos Humanos, Legislación Penal y Justicia, el ministro de Justicia y Derechos Humanos.
Los principales fundamentos que ofreció el ministro giraron en torno de la idea de que estábamos en presencia de un delito complejo y de que era necesario, para ser más eficientes a la hora de enfrentarlo, adecuar nuestra normativa interna a los más altos estándares internacionales, particularmente los de la región. Es bueno aclarar que el principal objeto de esta ley radica en el financiamiento del terrorismo internacional. Se trata de una ley eminentemente económica, que bien podríamos poner en sintonía con la 26.683, que sanciona el lavado de activos.
Como miembro de las comisiones de Legislación Penal y de Derechos Humanos, firmé el dictamen de mayoría en disidencia parcial y voté en el recinto la ley en general. Me parece bueno aclarar que mi disidencia parcial pasaba por cuestiones técnicas. Por ejemplo, no me parece feliz la idea de agregar una nueva agravante en la parte general del código y también me parece que el tipo penal podría ser más preciso, o menos abierto.
De todos modos, las razones políticas, antes mencionadas, que dio el Gobierno para impulsar esta ley me parecieron atendibles. Además, para cerrar la posibilidad de que por medio de una interpretación antojadiza algún juez pretendiera torcer el verdadero objeto o espíritu de la ley, el propio Ejecutivo accedió a agregar a la primera versión del proyecto, expresamente, el siguiente concepto: “Las agravantes previstas en este artículo no se aplicarán cuando el o los hechos de que se trate tuvieren lugar en ocasión del ejercicio de derechos humanos y/o sociales o de cualquier otro derecho constitucional”. Hasta aquí la historia objetiva del trámite parlamentario, que en la Cámara de Diputados terminó dándole la media sanción al proyecto que una semana después el Senado convertiría en ley.
Muchas fueron las voces que se hicieron oír en contra de esta iniciativa. Y si algunas de ellas expresaron opiniones muy respetables, y sus críticas resultaron muy serias y atendibles, la mayoría fue formulada por impresentables opositores, que empecinadamente cirujean por el escenario político tratando de encontrar una hendija para tratar de erosionar al Gobierno con mentiras. En ese marco he leído opiniones que, además de ofender a la inteligencia, demuestran simplemente la falta de lectura del texto de la ley.
Los disparates van desde que con está ley se pretende criminalizar y reprimir la protesta social, pasando por disciplinar a la prensa, hasta llegar a decir que es una herramienta legal para perseguir a los que tengan un pensamiento distinto del oficial. Las últimas elecciones demostraron, entre otras cosas, la suerte que corren en democracia las críticas desmesuradas, las imputaciones falsas y los brulotes mediáticos, pero evidentemente algunos no entendieron nada, e insisten, convencidos de que por ese camino les va a creer alguien. Por mi parte estoy seguro de que la ley es mejorable, como también lo estoy de que el de la infamia no es el mejor camino para corregirla.
* Diputado socialista del bloque del FpV.
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