Martes, 3 de abril de 2012 | Hoy
EL PAíS › A 30 AñOS DE MALVINAS > OPINIóN
Por Horacio González *
La historia argentina ha ocurrido. Puede ser interpretada de diversas maneras pero los hechos, con su nombre establecido o vacilante, están allí como testigos. La guerra de Malvinas, en 1982, es un acontecimiento con fechas, principio y fin, un arco de tiempo que incluye nombres propios, vituperios y exaltaciones, muchos muertos, crónicas y novelas. Se conocen aquellas negociaciones diplomáticas y al calor del dramatismo de los días, cómo se desenvolvieron las acciones militares y se recuerda una u otra frase de Haig, el representante de State Department. Estos eventos se hallan todos dentro de la historia argentina, en ella implicados, fuertemente entrelazados con lo que reconocemos como los nombres familiares de un concepto sobre-historizado de la Nación. Lo digo así, sobre-historizado, porque el nombre Malvinas nos hace contemporáneos de una historia de larga duración, tantas veces fracturada, pero que atraviesa con una rara unicidad el período de Rosas, de Roca, de Yrigoyen, de Perón, de las juntas militares y de la democracia resurgida. Sin duda, no hay una sola historia de Malvinas, granítica, absoluta, ni las Malvinas hacen de la historia argentina un único macizo oprimido sin mediaciones, pero al decir Malvinas somos más contemporáneos de un pasado que parece remoto y en este caso no lo es: somos por eso más contemporáneos de los sucesos producidos por el colonialismo británico del siglo XIX, más contemporáneos de Rosas, más contemporáneos de Groussac, Palacios y Perón, más contemporáneos de los oscuros años de la dictadura de los años setenta.
Malvinas permite entonces un nuevo juzgamiento de un conjunto histórico nacional. Es una forma viva de la memoria. Pone en estado irresuelto muchos episodios inscriptos en evidentes saberes colectivos. Malvinas es un hecho sobredeterminado de la política mundial. Si fuera sólo un corte sincrónico, sin antes ni después, la tenemos allí con su base de la NATO, sus destructores de ultimísimas tecnologías en viajes intimidatorios, entumecidas respuestas a palabras de un diccionario que tampoco pueden ser congelados peñascos en nuestro lenguaje: Antártida, yacimientos petrolíferos, genéricas estructuras alimentarias de la globalización que permiten considerar los mares de un modo diferente de como se veían hace dos siglos, a la altura del mismo viaje de Darwin a las islas. Pero siendo Malvinas un hecho económico sobredeterminado de la mundialización, es también una literatura nacional. Y a la vez sus riquezas reales, potenciales o imaginadas le dan un sentido específico o singular a la vida planetaria. No puede ser que los hechos desencadenados desde que la fragata Clío entrara en esas bahías, coloquen a una continuidad anacrónica de la historia en capacidad de dominio sobre riquezas que reclaman otra administración social, otra visión alimentaria y energética del mundo. Malvinas es, por último pero principalmente, un hecho sobredeterminado interno a la vida histórica argentina, una categoría inherente a su propio desarrollo. Frente a ella, la clásica confrontación entre liberalismo y nacionalismo queda retrasada si sólo se propone motivos repetidos, tradicionales.
Del liberalismo, sin duda un remozado patriotismo constitucional podría esperarse como resolución de las vacilaciones con que un sector intelectual se ubica frente a las aprehensiones que suscita el recuerdo de la guerra y la dictadura militar. ¿Alcanza el patriotismo constitucional, pieza central del remozado pensamiento democrático-social desde los años ’80? No alcanza, pero permite proyectar los derechos argentinos en el plano de las normas, acuerdos internacionales, apoyos latinoamericanos, sin que se pierda el sentido de un destino común que –como utopía mayúscula– puede abarcar a los habitantes de las islas con los millones de habitantes que despliegan sus trabajos, imaginación y recuerdos en la costa más cercana. ¿Qué hay que agregarle? La Presidenta mencionó en su discurso de Ushuaia a Antígona. Es una mención extrema y delicada. Malvinas es entonces, también, el recuerdo de los muertos. La obligación que de ellos dimana es la de darles nombre y memoria en sepulcros ostensibles, conmemorados. Aquí el pensamiento reclama más atención para sus dificultades. Son muertos en una guerra pero vistos con ojos trágicos –ojos de paz–, y que se imponen enfrentar el trabajo con una espesa paradoja. No es la primera vez que en la Argentina se discute quiénes son los héroes, quiénes los mártires. Recordemos la discusión entre Echeverría y Pedro de Angelis en 1847, en pleno gobierno de Rosas. Sobre ese arduo tema precisamente versaba. Si el liberalismo puede disponerse a aceptar la paradoja de poner Malvinas dentro de la cuestión nacional, el nacionalismo puede ofrecer también su visita al patriotismo constitucional. Y decidir su noción de héroe descartando al represor, al estaqueador, al secuestrador. No puede haber patria –en este momento de una patria– que esté por encima de actos de lesa humanidad, que no pueden redimirse en ninguna otra entidad simbólica que le sea superior en valores. No, nunca hay valores superiores a la patria de la vida, al patriotismo del ser genérico del hombre. Una nación es un conjunto de hechos paradójicos. El liberalismo siempre estuvo por debajo de esa comprensión. El nacionalismo suprimió las paradojas haciendo predominar una continuidad maciza, sin fisuras, de una cultura que siempre vive tiempos aventurados e inciertos.
Si el nacionalismo, que aporta su publicística anticolonialista –criticando maduramente el giro vergonzante que dio Inglaterra, al considerar “colonialista” a la Argentina–, puede exponer su heráldica a la luz de un humanismo universalista que no le embargue, sino que le confirme a la Nación sus derechos, se encontrará un destino latinoamericano que no será sólo un legado ya fijado en el tiempo, sino redescubrimiento de una historia renovada en sus motivos y emblemas. La interesante consideración que escribe Carl Schmitt sobre la expansión del mercantilismo inglés en relación con el modo en que aparecen los conceptos de tierra y mar en el pensamiento espacial del imperio británico puede ser hoy recordada –él mismo pensó que ya estaba superada– como plena de una rara actualidad. Gran Bretaña surgió en la dialéctica tierra-mar acentuando este último término. Ordenó la espacialidad del mundo durante varios siglos a través de esta antropología política que hegemonizó los mares. La Argentina, que nació dificultosamente en los pliegues de este dominio crucial sobre el espacio, el tiempo y los conocimientos sobre la naturaleza, puede ahora encontrar las voces adecuadas para una nueva relación latinoamericana entre la tierra, el mar, la ciencia y sus nuevos escritos fundadores.
No puede evitarse la tierra en la relación Argentina-Malvinas. La fusión ocurrirá en la relación tierra-mar-valores universales. Deben rechazarse antiguas geopolíticas o pensamientos apenas economicistas, como bien se escuchó en el discurso proferido en Ushuaia por la Presidenta. Ciertamente, hay fundamentos geoeconómicos sustanciales. Pero nada son sin el núcleo de valores historizados que se abren a una nueva oportunidad de indagación colectiva. Sabemos que estamos enlazados en discusiones esenciales sobre y con los pobladores actuales de Malvinas. El viejo concepto filosófico de interés está en juego. Concepto fundamental, que atraviesa toda la filosofía universal y que se conjuga con el de conocimiento. Conocimiento e interés. Somos un país que ofrece no una geopolítica descarnada, ni un patriotismo ciego, ni una continuidad displicente con su pasado. Somos un país en plena interrogación. Malvinas es una parte nueva, emergente y justa de esta interrogación. Respetar intereses es respetar conocimientos y también poseerlos.
No estamos de acuerdo con personas que respetamos, pero que se equivocan al escribir lo que ahora copiamos: “De derecha e izquierda, muchos sostienen hoy que al haberse regado el suelo del archipiélago con sangre de argentinos el cultivo de la causa Malvinas se hace obligatorio. Es, otra vez, el empleo del conocido mecanismo del mandato. En este caso, se trata de otra perla del nacionalismo territorial: al sacralizar la tierra regada con sangre perdemos la libertad de elegir, nos debemos a ella y no a nuestros valores y a nuestras preferencias, ya que es la tierra la que está cargada de valores”. No, no es así. Un liberalismo sin paradojas termina en un economicismo trivial, pero en el economicismo de los otros. La libertad de elegir es también con una interpretación de la tierra con su séquito sangriento, como dice Martí en su discurso sobre Bolívar. Es cierto que los únicos mandatos emergen de la sociedad democrática, pero las libertades colectivas no pueden surgir de la desvalorización de la sangre, pues lo que llamamos valores sólo pueden ser una sublimación libertaria de la memoria de los sacrificados, y dentro de ellos, lo incógnito de donde están enterrados. Los valores también son sobredeterminaciones de la autonomía espiritual de saber convertir a la sangre en razonamiento histórico, señalado por la libertad última de ser libres en naciones paradójicos. Una nación emancipada es la que conoce, trata y debate, como en un plebiscito cotidiano, todas sus paradojas.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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