Lunes, 9 de julio de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Aníbal Fernández *
“Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano”
Jorge Luis Borges
“Poema Conjetural”
No eran más de 60.000 almas las que habitaban Buenos Aires y sus alrededores en 1816. En el resto de las Provincias Unidas del Sud (desde Córdoba hasta Lima) habría unos dos millones y medio. Pero eran indios, salvajes por supuesto. Iletrados, oscuros, bárbaros: una chusma que no merecía ni voz ni voto. Lógicamente, el proyecto que estimulaba la instalación de un descendiente de los incas en el gobierno de la Sudamérica liberada, de la Patria Grande independiente, era un plan de cabezas febriles. Es así, aunque esas cabezas fuesen las de Manuel Belgrano, Martín Miguel de Güemes y, sobre todo, de José de San Martín, a mi modesto entender, el verdadero gestor de las jornadas de la Independencia.
San Martín conocía el retroceso político al que la Santa Alianza había sometido a Europa toda, de la instalación de gobiernos despóticos en todo el Viejo Continente y, sobre todo, de lo peligroso que resultaba para los territorios americanos la restauración del absolutista Fernando VII, que pretendía volver por viejas glorias, a sangre y fuego.
Belgrano también conocía sobre estas cuestiones porque, al igual que San Martín, venía de esa Europa decadente, pero él era un hombre de leyes y evidentemente se necesitaba la mirada de un soldado para sintetizar la estrategia militar de la estructura política consolidada por el propio San Martín: la Logia Lautaro. La propuesta descabellada consistía en cruzar la Cordillera de los Andes para liberar a Chile, luego subir por la zona andina para liberar el Perú y reunirse con las fuerzas que batallaban en Venezuela al mando de Simón Bolívar. Ese Plan Continental, junto a la declaración de la independencia, eran las piedras angulares de la estrategia sanmartiniana.
Pero todos comprendían que con declarar la libertad no alcanzaba. Había que proponer, además, una forma de gobierno. Y allí aparece Manuel Belgrano con su “Plan Inca”, una democracia monárquica constitucional que tendría como cabeza a Juan Bautista Condorcanqui, Túpac Amaru, descendiente en séptima generación de los reyes incas, quien estaría controlado por una cámara vitalicia de caciques y otra de diputados electos. El proyecto mostraba un fuerte contenido americanista, captado de inmediato por San Martín y Güemes, entre otros. Y aunque la historia oficial se haya ocupado de esconder la fuerza de esta idea, hay que recordar que el Congreso aprobó esta medida, aunque por mayoría simple y no por los dos tercios necesarios, dado el boicot de los “pro británicos” diputados porteños que se referían despectivamente al plan como “el gobierno de los chocolates”, “un rey patas sucias” o “una monarquía en ojotas”.
Tomás Manuel de Anchorena, ex secretario de Belgrano en el Ejército del Norte, explicaba que no le molestaba el concepto de monarquía constitucional, pero aclaraba que le parecía una locura pensar “... en un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona, si existiera, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería para colocarla en el elevado trono de un monarca”.
Sin embargo, como sostiene Eduardo Antesano, “no dejando dudas sobre su carácter de reparación indígena, la declaración de la independencia de las Provincias Unidas en Sud América del 9 de julio de 1816 fue publicada simultáneamente en tres idiomas: castellano, quechua y aymara”. Es más, hasta se habla de una versión en la escritura jeroglífica de los pueblos de Tihuanako.
Como pasaría hoy (acaso como sucedió siempre), Belgrano tuvo que soportar las plumas insidiosas de algunos “mercaderes de la palabra” que se dedicaron puntualmente a infamar esta idea. “Iluso”, “monárquico”, “loco”, fueron algunos de los adjetivos con los que se lo calificó en esos días. Incluso llegó a denunciarse una “conspiración de generales”, como denominó al plan la prensa probritánica-porteña que dirigía Manuel de Sarratea y que se montaba en la pluma canalla de Pazos Silva, un cagatintas asalariado de los intereses porteños (¿no sienten que les hace recordar algo?).
Intereses que, muchos años después, lograrían que Bartolomé Mitre les diera “la derecha” (¡qué otra cosa podía darles!). “A este plan es imposible concederle sentido práctico, ni siquiera sentido común (...) concebido sobre falsas ideas, con más inocencia que penetración política y con tanto patriotismo como falta de sentido práctico...”, dice el historiador oficial, olvidando su deber de objetividad y expresando su odio y su desprecio por cualquier proyecto popular que pudiera conmover el control estratégico de Buenos Aires.
Lo cierto es que, aduciendo una delicada situación militar en el Norte del país, que ponía en peligro la seguridad de los representantes, el Congreso que funcionaba en Tucumán baja a Buenos Aires. El 12 de mayo de 1817 vuelve a quedar solemnemente inaugurado en su sede de la ciudad del puerto y con nueva configuración: los delegados del Alto Perú ya no están, y la representación porteña se “extiende”, hasta hacer que pierda su última apariencia de federal y acabe exhibiendo de manera descarada los proyectos de la elite dirigente que lo dominaba.
Así, la idea de Belgrano se va diluyendo y se muere con la sanción de la Constitución Centralista de 1819 que, naturalmente, produce tantos antagonismos que tardaríamos más de treinta años en resolver (si es que alguna vez fueron resueltos).
Por suerte hoy, la América morena, nuestra patria grande, ha recuperado el rumbo de los sueños de algunos de nuestros mejores hombres de 1816. La Unasur y el Mercosur nos deparan una suerte de Congreso de Tucumán permanente en el que los representantes de todos los países se sientan a dialogar y a consolidar nuestra Independencia.
Ha sido aceptada Venezuela como Miembro Pleno del Mercosur. Su incorporación –que se producirá en pocos días más– sólo ha sido resistida por un grupo minúsculo de argentinos, referentes de un partido político porteño... el PRO.
La diferencia, y lo digo desde lo más profundo del corazón, es que esta vez la historia no se repetirá.
* Senador de la Nación. Miembro del Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego.
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