Lunes, 19 de noviembre de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Ricardo Forster *
¿Cómo regresar a aquellos años únicos sin sentir una extraña mezcla de emoción, temblor, nostalgia e inquietud? ¿Cómo dejar que la memoria haga el complejo trabajo de la rememoración y que acabe por elegir lo que guardamos sin saberlo? ¿De qué manera recordar aquellos que fuimos en los años iniciáticos? ¿Cómo escribir de quienes ya no están pero persisten, inconmovibles, en imágenes de una juventud espectral? Girar nuestra mirada para regresar al pasado, a cierto pasado que nos ha marcado para siempre, no resulta sencillo. ¿Quiénes fuimos? ¿Qué nos conmovió de tal modo como para lanzarnos a la aventura de la transformación del mundo? Eramos demasiado jóvenes, algunos quinceañeros, todos dispuestos a ser parte de una cofradía que lograba entrelazar la política imaginada como revolución con la amistad, la pasión amorosa, el riesgo y, claro, cierta inocencia que nos permitía plantarnos ante la injusticia de la sociedad con toda la hermosa prepotencia de quienes viven con plenitud sus años salvajes. No había, entre nosotros, cálculo alguno ni mezquindades. Creíamos en ideales transformadores y en la arcaica potencia de lo utópico. Nos sentíamos elegidos para abrir las sendas de una nueva historia. No imaginábamos, no podíamos hacerlo, que el precio a pagar por ese derrame de militancia e idealismo sería la entrada en la noche más oscura. Vivíamos la plenitud de cada día, de cada instante creyendo que el mañana sería nuestro y que en el riesgo se jugaba, también, la oportunidad de ser actores de un tiempo preñado de esperanzas. La muerte no era otra cosa, no podía serlo, que la entrada al mito, la metamorfosis heroica de quienes habían caído llevando las banderas de la revolución. Allí estaba la imagen eternizada del Che para recordarnos que no podíamos morir porque seguiríamos viviendo en cada compañero hasta el día de la victoria final en el que todos, absolutamente todos, nos reencontraríamos en las avenidas de la libertad y la igualdad. No podíamos siquiera imaginar que la muerte también nos sería escamoteada, que el aura de heroicidad sería convertida en imagen pesadillesca de lo que no podía ser pensado como posible. Ya no se trataba del Che ni de los combatientes, ni del ejemplo militante... de repente se abrió una fosa delante nuestro que pareció tragarse todo bajo ese nombre espantoso: “desaparecido”. Por eso el camino laberíntico de la rememoración busca restituir lo que se intentó borrar; intenta recuperar rostros y vidas que también fueron las nuestras y que seguimos añorando.
No puedo regresar a ese tiempo espléndido y terrible sin eludir la trampa del anacronismo, esa misma que nos hace juzgar lo que hicimos y quienes fuimos desde la severidad adulta o, peor todavía, desde un mundo que se ha puesto de espaldas a esa otra época en la que creíamos que podíamos tocar el cielo con las manos. Para mí, cuando viajo por los pasadizos de la memoria, cuando regresan los rostros entrañables de los que ya no están, no hay otra cosa que la nostalgia de aquello que fuimos, de aquello que soñamos, de las interminables discusiones en las que cada quien arrojaba sus propias impertinencias, de esa insaciable búsqueda que nos lanzó, sin que lo supiéramos, al más absoluto de los riesgos. En nuestras adolescencias fulgurantes vivimos con una prisa que presagiaba, quizá, que lo que no nos sobraría sería el tiempo. Una extraña suspensión de la temporalidad, un vivir el instante como si fuera eterno caracterizó, eso lo pienso a la distancia, aquella experiencia generacional en la que todo se ofrecía como posible. Sueño y voluntad, intrepidez y cierta arrogancia se conjugaron con el deseo ferviente de metabolizar en nosotros, en nuestras vidas, el ideal revolucionario. Generosidad y locura, ¿podía haber sido diferente? ¿Hubiéramos transitado del modo como lo hicimos la historia de aquellos años si la cordura hubiera definido nuestras actitudes? Lo dudo. El precio que se pagó –terrible, inmenso, brutal– fue la consecuencia de un sistema que no podía permitir que esos jóvenes siguieran inventando otro mundo.
Tengo demasiado presente el vértigo de aquel año emblemático –1973—; cierro lo ojos y me encuentro de nuevo en el viejo edificio de la calle Amenábar. Vuelve, siempre, la imagen y la presencia de Memo. Su luz. Era el mayor de nosotros, lo admirábamos por su inteligencia y por la pinta que tenía. Luego llegaría el tiempo de leer su poesía y de seguir admirando su frescura y su capacidad, siempre, para quedarse con la más linda. Con Memo recorrí los primeros pasos de la militancia. Juntos, más Ariel y Martín y después el Tupa formamos la célula del FLS en el colegio y cumplimos un papel destacado en la inolvidable toma que nos transformó, por un par de días, en jóvenes libertarios capaces de interrumpir la continuidad de una educación autoritaria y descorazonadora. Entre el 11 de marzo y el 25 de mayo del ’73 aquello fue una fiesta. Todo estaba ahí: la agrupación, los primeros juegos de la clandestinidad adolescente, el fervor revolucionario, las manifestaciones, la noche del 25 caminando hacia Devoto para liberar a los presos, la extraordinaria sensación de pertenencia, de ser parte de algo grande y de hacerlo con los amigos. Una generación que, heredera de los movimientos de los ’60 que inventaron al joven y a sus rebeldías, nos convertía a nosotros, que recién entrábamos al escenario de la historia, en insólitos actores de un drama cuyo final no podíamos entrever. Tal vez, eso siempre lo pensé, el final se devoró de mala manera, junto con los amigos del alma, la exquisita locura de aquellos sueños. Claudio Ferraris (Memo para los días militantes y para el empecinamiento de la memoria) brilla, a lo lejos, con la luz de esas ilusiones; pero también brilla desde su bella juventud, en su poesía, en su generosidad para dar lo que no podía dar. Muchas veces trato de imaginar, sabiendo que era el mejor de nosotros, la vida que hubiera merecido vivir. Siento una gran tristeza por no poder sentir la nostalgia de esa vida, por no haber podido ser testigo de sus logros.
Pero también tengo un profundo agradecimiento por esos años, por el aprendizaje, por los sueños compartidos, por las noches mimeografiando panfletos y cuadernillos, por las interminables charlas acompañadas del hambriento deseo de saber más, por la ilusión grabada para siempre en aquel graffiti de mayo del ’68: “La imaginación al poder”. Los nombres de los que ya no están con nosotros siguen insistiendo para recordarnos, siempre, que hay fidelidades antiguas y fundamentales que nos acompañan a lo largo de la vida. Merleau Ponty decía que él nunca había logrado curarse de su incomparable infancia; nosotros, quizá, nunca acabaremos de curarnos de nuestra incomparable adolescencia compartida con aquellos compañeros a los que tanto extrañamos.
* Este texto fue escrito para recordar a los estudiantes desaparecidos del Colegio Nacional Nro. 8 Julio A. Roca durante los años del terrorismo de Estado. Hoy, a las 10.30, se colocarán las baldosas en su memoria en la vereda del actual edificio del colegio: Zuberbühler 1850, detrás de la estación Belgrano R del ferrocarril Mitre.
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