Jueves, 14 de marzo de 2013 | Hoy
EL PAíS › LOS FELIGRESES SE REUNIERON A ESCUCHAR MISA EN EL TEMPLO DE PLAZA DE MAYO Y FESTEJARON
Una Catedral rebosante, en contraste con una Plaza de Mayo indiferente. El vicario Joaquín Sucunza dio misa en el templo central de la grey católica porteña. Jóvenes y adultos, cánticos y lágrimas por el papa argentino Francisco. Una tarde de crucifijos.
Por Emilio Ruchansky
Esta vez los corresponsales extranjeros llegaron antes. La noticia de un papa argentino fue tan exorbitante, que un productor televisivo, de rápidos reflejos, confesó su tardanza en llegar a la Catedral porteña porque en media hora después del anuncio “llamaron de 35 canales de todo el mundo para pedir imágenes de (Jorge) Bergoglio y cronistas”. No habían pasado dos horas del anuncio y en un costado de la Plaza de Mayo ya se vendían banderas del Vaticano. “Qué rápido las conseguiste”, inquirió una feligresa al vendedor. “Son del ’78, cuando el papa vino a la Argentina”, contestó el hombre. Las escalinatas ya estaban tomadas por la juventud católica, que cambió las oraciones por los cantos de cancha. Más tarde, dentro de la Catedral, el vicario general del Arzobispado porteño, Joaquín Mariano Sucunza, comenzó su sermón diciendo a los creyentes: “No tienen que pellizcarse”. El público gritó: “¡Viva el Papa!”.
“¡Ole le, Ola la! ¿Si ésta no es la Iglesia, la Iglesia donde está?”, fue el primer canto tribunero de la tarde, cuando todavía llegaban decenas de personas mayores, apuradas por conseguir asiento en la Catedral y los jóvenes, quienes optaron quedarse en la calle a festejar y alimentaban la concurrencia llamando por celular a su amigos. Los estudiantes llegaron con uniforme, los universitarios, en cierta medida también: ellas saquitos color crema, jean y sandalias con plataforma, ellos pantalón de vestir, camisa, pulóver con cuello en v o polar.
A metros de la concentración, los turistas registraban con sus cámaras el júbilo de un día histórico. “¡Francisco, primero, te quiere el mundo entero!”, se oía desde las escalinatas. De a poco iban llegando curas, sacerdotes y monjas, besados y abrazados por la multitud emocionada. “Quiero llegar a la misa, señoras. Si me disculpan”, se excusó un cura, cuando se le colgaron del hábito dos feligresas. Faltaba una hora para el comienzo de la misa y dentro de la Catedral, en el altar, una mujer rezaba avemarías y padrenuestros. Los creyentes seguían esas oraciones, como para calmarse ante tanta expectativa.
Mientras la señora rezaba, los asistentes de Sucunza corrían los grandes candelabros hacia los costados, traían otros más pequeños para la mesa y más sillas. En las capillas laterales, los feligreses iban acomodándose como podían. Muy cerca del altar, sobre la baranda de mármol que resguarda al Santo Cristo de Buenos Aires, que preside esta capilla desde hace más de 300 años, se sentaron varias señoras muy arregladas y señores vestidos con pantalón y saco y de apuro varios trajeron zapatillas de cuerina que pasaban como zapatos.
“Esta es la juventud del Papa”, decía el canto que llegaba desde las escalinatas. A las apuradas, un grupo de chicas de un colegio católico trataba de terminar sus cafés y malteadas. “No nos van a dejar entrar con los vasos”, decía una. Adentro, se gritaba a cada rato “Viva el Papa” y sonaban los celulares en medios de los rezos. La aparición de Sucunza y su séquito, a las 19 como estaba previsto, fue acompañada del sonido celestial del órgano y terrenal de los aplausos. La Catedral estaba totalmente colmada, cuando la comitiva salteó las cámaras, besó la mesa de ceremonias y tomó posesión del altar.
Otros sacerdotes, con sotanas blancas, tomaron posición a los costados y uno de ellos, el más cercano al vicario general, lanzó para la tribuna: “Habemus papam”. La Catedral estalló una vez más. Sucunza esparció incienso, mientras los feligreses cantaban: “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar”. Luego leyeron una carta del Apóstol Santiago y una cita del Evangelio según San Juan, en la que Cristo resucitado le pregunta tres veces a Simón si éste lo ama y siempre contesta: “Apacienta a mis ovejas”.
“Lo que Cristo está preguntando, fundamentalmente, es ‘¿El amor? ¿Tienes amor?’”, dijo luego Sucunza, a quien no le “alcanzaban las palabras” para definir tanta emoción. “En el amor se sufre en la medida que se ama”, continuó y pidió el compromiso de una oración “intensa” para el ex cardenal Jorge Bergoglio, en adelante Francisco. “Tendrá luces más grandes que las vio y Dios le dará las fuerzas para llevar adelante su tarea en un mundo complejo”, comentó Sucunza, quien pidió a los feligreses “predicar y contagiar el amor de Dios”.
Según contó, el nuevo papa “permanentemente decía recen por mí”. Y no era una metáfora religiosa, aclaró, era “una convicción y una experiencia, ahí, en el lugar donde está ahora, se juega el futuro de la Iglesia”. Sucunza destacó la importancia de mirar “la realidad de frente” y afirmó a los creyentes: “Lo que depende de mí es lo que tengo el deber de hacer”. Al final, casi en tono de entrecasa, aseguró que el nuevo papa “tenía una callada emoción” cuando habló ayer desde el Vaticano. Y agregó: “Francisco ... es asombroso el nombre que ha elegido”.
Afuera, muy cerca de una señora que vendía las revistas temáticas Arca y Encuentro con la palabra, dos mujeres festejaban al Papa y recordaban su paso por Regina Martyrum. “Fue en los ’90, yo era catequista y él era jesuita, sabía que era candidato, pero nunca pensé que iba a salir”, dijo Marta Fernández. Al lado, una familiar suya, Cristina, gritó: “¡Yo le cociné al Papa!”. A esta feligresa, exultante como el resto de los asistentes, le extrañaba que no se llenara la Plaza de Mayo.
“Hay poca gente, deberían estar todos los católicos acá. Yo creo que todavía la gente no cae en cuenta de lo que pasó”, dijo Cristina. A su alrededor, decenas de chicos que no fueron a misa ni hubieran podido porque la Catedral estaba atestada de fieles seguían festejando. “Lo dice el Papa, lo dice el arzobispo, la juventud es lo que mejor tiene Cristo”, cantaban en las escalinatas, mientras los mayores se acomodaban sacos y vestidos, tras salir apretujados de un día inimaginado.
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