Sábado, 8 de junio de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
No podríamos decir a ciencia cierta si la imitación como arte (o el arte de la imitación) es el origen esencial de lo cómico. Reímos cuando vemos un objeto descolocado inesperadamente de su función, o una acentuación o quizás una disminución, en cualquier experiencia de costumbre que nos sea vital. Reímos también cuando, a contramano de un esfuerzo para dar forma a un acto solemne o delicado, escapa de ese intento un pequeño detalle que arruina cualquier fórmula pomposa. La imitación, habitualmente desdeñada en la construcción de lo cómico, nos pone frente a un espejo implacable de donde sale un peligro máximo, del cual también reímos. Ese tal o cual rasgo, que apenas sabemos de su existencia en nuestra gestualidad o lenguaje, nos revela como siendo otros. Ya se sabe que no es cierto que un espejo nos duplique dejándonos en calma. El espejo –temible– nos hace otros y nos refleja para intimidarnos o descubrir lo insoportable o gracioso que emana de nosotros mismos.
Lo cómico deja siempre un sentimiento de fragilidad humana, de crítica a la precariedad del mundo y de reconciliación con los defectos más tremendos. Gracias a lo cómico, la vida en general, y en especial la vida popular, ven al mundo como un conjunto de piezas que se convierten en entidades ridículas en vez de fórmulas de dominación. Reímos para hacer saber que la vida es también sus fallas abismales y contiene nuestra opinión sobre la ridiculez de los otros, que con la carcajada irreprimible hacemos saber que comprendemos, antes que juzgar y castigar. Y además reímos espinozianamente, reímos sin reír, cuando en la tensión de la historia callamos nuestra propia risa interna –que funda nuestra conciencia– para contenernos antes de enjuiciar duramente el mundo exterior que nos causa risa y lamento, pero lo entendemos como parte de una realidad que nos incluye. La risa es un instrumento superior de conocimiento. Nosotros mismos somos los risibles que con la risa intentamos preservarnos.
La imitación que en estos momentos se está realizando, en un programa de televisión, de la Presidenta de la República creo que no forma parte de la gran tradición de la risa y de la comicidad que toda sociedad democrática reserva a sus políticos. Más allá de si está hecho o no con arte, pues la imitación es el mayor desafío del comediante –es la mímesis, que representa al objeto original con otra originalidad que incluye revelarlo en su profusión de rasgos inadvertidamente reiterados—, la impresión que causa es la de un profundo ultraje. Parece discutido en el gabinete de los guionistas de un sacudón institucional antes que en una oficina de operarios del humor. Es una grave cuestión que en la historia de la comicidad se asiente su igualación con el ultraje. Lo cómico es la plaza pública, el medioevo bruegheliano, el Chaplin que imita al burgués correcto como burla genial desde la lírica lumpen, superior a cualquier oficio serio; es también el gesto melancólico de Buster Keaton, el monólogo de un clown agonístico como Tato Bores, donde la política es absurda, pero llama a los hombres a rehacerse con la “risa del mundo”, es decir, con las frágiles posibilidades que tenemos para cambiar las cosas, es la revista El Mosquito, que no perdonó a Mitre, Sarmiento o Roca, y que los retrata sin vileza, con el distanciamiento que la fina ironía del arte les suele destinar a los hombres públicos.
Pero el humor político, que es un utensilio sarcástico de la democracia —-como lo demuestra la revista francesa Le Canard Enchaîné– tiene un desvío que suele ocurrir en épocas de duras luchas y tensiones, porque se lo convierte en un instrumento de demolición del ser político, hecho en sí mismo de rajaduras e incertezas. El humor democrático revela, no profundiza la falla. Es generoso, no avieso. Cuando lo cómico (que es de alguna manera el grado extremo de lo ficcional) intenta convertirse en un reemplazo completo de la realidad, el mundo político ya aparece juzgado en medio de una grave transfiguración de espacios. Lo que mueve a risa en un campo (la risa que nos permite una mejor conciencia de nosotros mismos y del mundo) aparece como un envío injuriante si se lo pone en el espacio de un supuesto “hablar serio”.
Esa confusión es riesgosa, reduce el nivel artístico de las imitaciones y convierte lo que se quiere criticar en el acto de pobres marionetas que en vez de revelar el vacío del lenguaje, que con un nuevo tejido anímico podríamos recobrar, revela un sentido dañoso al deslizar lo risueño, aun lo que roza el exceso –exceso que tiene el humor que traspasando límites lleva a la lucidez—, hacia el territorio oscuro de un goce en la destrucción de la figura representada. Imitaciones despojadas de la felicidad del arte pueden hacer algo más grave que debilitar la creencia pública en el debate común. Pueden agrietar el mismo arte cómico, que nace en eras milenarias como forma de soportar la adversidad del mundo. Y algo grave es que un sector de la vida cultural argentina, que fue antipapal y ahora festeja los gestos de un papa –la imitación que se hace de este personaje en el programa referido no carga indicios de degradación– se base en la ficción cómica como único soporte para argumentar en política. Generalmente fue al revés.
Pero de alguna manera la politología argentina académica decidió comenzar sus murmuraciones teoréticas –por así decirlo– luego de decidir que había, digamos, una facilidad, una invitación a abandonar el pensamiento abstracto y crítico por un concreto cómico –las valijas, etc.– que profesores presuntamente munidos de certificaciones y respetos descubren ahora como entidades mundanas de gran nivel teórico, la valijología o la valijolatría, desperdiciando la posibilidad tanto de pensar en serio la corrupción, tema crucial donde no hay que equivocarse cuando se fija un concepto de alto nivel de abstracción, porque es precisamente operante en todo tipo de realidades que hay que desbaratar con la ley efectiva y sus actos concretos. No teatrales sino conceptuales, precisos y, al mismo tiempo, singulares en la acción. Otra cosa es la escena tragicómica, que siempre fue la áspera forma de redención con que las sociedades pensaban las inevitables obstrucciones ajenas y propias que deben atravesarse. Escena que puede perder su encanto cuando se transforma en un deseo de justicia mediática, forma vertiginosa, vengativa y oscura de la justicia. Forma final revelada de lo justo convertido en injusto.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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