Lunes, 25 de noviembre de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eduardo Aliverti
Y un día volvió. Algunos graderíos de esa vuelta merecen atención especial. Otros son simplemente ratificatorios: por ejemplo –y como debieron reconocerlo principales espadas del periodismo opositor–, que ella es el centro de la política argentina. Y del poder.
Los cambios que introdujo la Presidenta hablan a dos puntas. Por un lado, las novedades producidas a través de cargos y, sobre todo, personalidades, reflejan la intención o decisión de regular energía. De disminuir una exposición permanente que, por prepotencia de imagen y liderazgo, absorbe a todos los demás. Capitanich y Kicillof son gente de perfil alto, aunque en escalas diferentes. El chaqueño es una máquina de trabajar y articular, cualquiera fuere la consideración ideológica que se le dispense, y aprovecha a los medios en modo recurrente. Kicillof, por el contrario, es reacio a la mostranza periodística hasta el punto de llegar a ser hosco, pero cuando aparece no ahorra definiciones impactantes, que expresa de igual manera. Ambos fueron designados no para pasar precisamente inadvertidos. De ahí a cómo les vaya, es otro cantar. Pero son un primer dato de que la jefa de Estado –por necesidad, convicción o ambas cosas– decidió probar con un estilo más compartido; con otra forma de medir quiénes convendrían mejor a cierto aseguramiento del modelo, resultados electorales aparte. Ella “no estará” en 2015, pero decir eso no significa que dejará de ser la gran electora del que vaya por el kirchnerismo, ni que esa corriente, aun cuando sea derrotada en las urnas, desaparecerá del mapa cual si no hubiese existido. Es allí donde las formas exhortan a pasar a los fondos. Quien conduce abrió el juego. Capitanich y Kicillof son figuras expectables, pero hay otros. Y un (otro) primer signo es que metió baza en las aspiraciones presidenciales del gobernador bonaerense. Capitanich es trabarle la primera a Scioli. Es una figura que rechaza la confrontación explícita, es un “seductor” con imagen de hombre “responsable”, es un pragmático, bien que situado en un gobierno progresista y –por tanto– alejado de la acepción neoliberal que implica el término pragmatismo. Que jueguen en las grandes ligas, dijo ella. Después se verá. Ella decide. Y atención, porque también podría decidir entre algunos que acaban de aparecer como devaluados definitivos. Por caso, el gobernador de Entre Ríos. ¿La Presidenta lo sacó del tablero? ¿O lo preservó? Asimismo, le adjudican a Capitanich la propiedad de influir decisivamente en el manejo de la economía. Eso es veraz y verosímil, y el coordinador de ministros ya lo mostró en sus primeras jornadas como tal. De hecho, es economista. Pero es curioso que nadie, o muy pocos, haya reparado en su función como administrador del lodo del PJ; en su eventual alcance como controlador de las fugas peronistas hacia eso que los apurados llaman “massismo”.
Conceptos de esta naturaleza no deben ser tomados como afirmaciones contundentes, ni nada que se le parezca. Requieren de comprobación sobre la marcha. Pero sí son preguntas y probabilidades que deberían agregar a su lista quienes parecen estar seguros de todos sus asertos. O de los operativos y manipulaciones de prensa a que recurren. Hasta ahora no les viene yendo muy bien que digamos. Al cabo de las elecciones legislativas, se permitieron hablar de un triunfo opositor torrencial, que confirmaba la presunción de “fin de ciclo” y, en particular, una proyección casi imparable del candidato vencedor en la provincia de Buenos Aires. Menos de 48 horas después, el fallo de la Corte sobre la ley de medios audiovisuales les derrumbó el entusiasmo como por arte de magia, y a la semana, como mucho, parecía que los comicios habían sucedido hacía un siglo. Una cosa y la otra no tendrían por qué relacionarse casi en absoluto, si no fuera por haber demostrado que la inopia opositora llegó al extremo de quedarse sin palabras. En su momento, la mayoría de ese flanco había apoyado la ley. Pero respaldar el dictamen supremo les significaba enemistarse con sus patronales mediáticas, y entonces eligieron el silencio o las vaguedades. Estimaron que la ausencia de Cristina podía provocar un vacío de poder, se regodearon con la suerte de “carnicería” interna capaz de desatarse entre individualidades y sectores gubernamentales, dejaron correr diagnósticos de psiquiatría electrónica. Pronosticaron que era dable prever cambios sustantivos en el mercado cambiario, vista la sangría de reservas monetarias. Y cuánto más. Debiera serles exigible acertar en algo, por una mera cuestión de credibilidad, de autoestima profesional. El tema es que no se trata de eso, sino de crear o acentuar un clima adverso, bajoneante, desgastador. Los títulos principales de diarios y portales del viernes pasado citaron que se pondrán más límites a los dólares, hincados en el imaginario espantoso que eso suscita en alguna clase media y como si el centro del universo fuese que habrá restricciones para importar autos o reventar la tarjeta de crédito en el exterior. Contiguo a que el Papa recibiera a Los Pumas y dijera que el rugby es un deporte “muy simpático”, tuvo cartel francés una declaración de Hugo Moyano señalando que a Capitanich le dieron el mejor camarote en la cubierta del Titanic. Hugo Moyano. Una figura electoral y políticamente extinguida, sin perjuicio de su aceptable papel contestatario durante el menemato y a quien los medios “hegemónicos” solían adjudicarle la suma de todos los males populistas, choripaneros y clientelares que fuera menester. Días antes –cosas veredes–, quien había alcanzado las luces del centro –también en La Nación– fue Jorge Altamira, hoy columnista invitado de Clarín y ya asistente regular a los medios de El Grupo, cuando sostuvo que si no se sale del “cepo” al dólar entraremos en catástrofe nacional y terminal (como ratificando que Argentina vive una situación prerrevolucionaria, tras los muy buenos números del FIT en variados distritos). Aspectos como éstos subrayan, por enésima vez, aquello de que, por más que uno no quiera ser kirchnerista, los antikirchneristas no lo dejan.
No hay, o no se interpreta que haya, mucho más que eso. Se acaba de ratificar un rumbo por parte de la mismísima Presidenta. Quién, si no: también se ha dicho demasiado que todos los demás son comentaristas, y así es. Sea porque le puso blanco al luto, porque se corrió de cámara y volvió con un perro chavista que parece de peluche y que le mordió el pelo y que en una de ésas le hacía pis, porque algunos o varios dijeron que se había transformado en una planta o porque la mandaron a guardar antes de tiempo: sea por lo que fuere, todos atrás de ella. Cristina dejó que dijeran lo que quisieran, volvió, los entretuvo con el perrito, el pingüino artificial y la exhibición oronda de que para verla transformada en un potus faltaría bastante. Al rato, al ratito, estaba el vocero presidencial anunciando que sale éste y entra este otro. Una larga fila de gilastrunes se quedó otra vez con la boca entreabierta, a la vana espera de algún vegetalismo presidencial o de una mujer cansada, impedida por “la capocha”, con ganas de reposar. Los jodió. Les dijo, mandó, algo así como “pongo a este ‘marxista’ a manejar la economía y a este brillante tecnócrata pejotista a tripular el oro y el barro”. Les dijo que si tienen algo mejor, que lo traigan. Y lo único que recibió como respuesta, según lo habitual, es la nada. La oposición se quedó muda o, inclusive, se vio obligada a destacar el perfil “profesional” de Capitanich. Salvo –siempre habitual también– que se evalúen como intervención atractiva los trompazos de Elisa Carrió acerca de que los argentinos andamos por campos de concentración. Cómo será que hasta la DAIA salió a frenar a la diputada ausente, exigiéndole que cuide sus palabras. Pero tratemos de no perdernos en chiquitajes. Lo macro parece pasar por el hecho de que, cuando el peronismo se afirma hacia izquierda, conviven Capitanich y Kicillof. Y por fuera de esa apuesta, que es lo máximo que tolera hacia izquierda una sociedad como la argentina, no hay registro. Es lo que hay, que es poco y es mucho.
Vaya un cierre sobre Guillermo Moreno. Se fue o lo echaron, no importa. En el análisis de quien firma, más por la necesidad de mostrar un nuevo equipo económico sin fisuras que por rechazo a sus métodos, sus maneras, sus destemplanzas. Le era al cronista una figura simpática, decidida, pero excesivamente presa de la criatura que creó. Tuvo éxitos y fracasos, recopilados con precisión en la nota de David Cufré que Página/12 publicó al día siguiente de su salida. Nunca armó equipos sólidos destinados a trascenderlo, jamás se preocupó por una comunicación directa con los “consumidores”, parecía jactarse de su efigie de “solo contra todos”. Pero lo que no puede negarse, lo que nadie puede refutar, es que Moreno le reinsertó valentía a la política, gracias a lo habilitado por Néstor y Cristina y, vaya, a su disposición personal al respecto. Grosero, pendenciero, animalesco, se plantó contra Papel Prensa, contra corporaciones comerciales enormes, contra variados ladrones de guante blanco (hay que sentarse con esos tipos y encararlos, por si alguien lo pierde vista). Y en años y años de gestión no pudieron descubrirle una sola quebradura de corruptela. Ni una. Lo único que tuvo y sigue teniendo es una ferretería. Y ojalá que quien lo reemplaza –aparte de inteligencia y estructuralidad modélicas, que se esperan mejores– tenga la misma disposición y fortaleza que él para enfrentarse a esos jugadores del libre comercio, que pautan la publicidad del periodismo independiente.
En aspectos como ésos, que representan nada menos que la potencia de los valores simbólicos, también se juega el destino.
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