Lunes, 16 de diciembre de 2013 | Hoy
Si hablamos de datos firmes, específicos, irrebatibles, en cuanto a la oleada de extorsión policial y violencia consecuente, las certezas son escasas. Aun así, es factible trazar algunos ejes analíticos de los que puede estarse seguro porque, a mayor confusión e incertidumbre, siempre están para ayudar ciertos aspectos elementales del pensamiento y accionar políticos. Que implementarlos no sea nada sencillo es otra cosa.
Se sabe que todo comenzó en Córdoba, pero el vértigo de los acontecimientos parece transformar ese inicio en un episodio lejano. Es necesario volver allí, porque el modo en que se resolvió el conflicto de origen determina una parte enorme de lo extendido por casi todo el país. Y más todavía: de lo que es imperioso tener en cuenta para una observación global de aquello que está en juego. El proceder del gobernador cordobés fue poco menos que inenarrable. Una semana antes –dos, como mucho– de la precipitación de los sucesos, la Córdoba bien informada estaba al tanto de un clima potencialmente explosivo en la relación gubernamental con cúpula y subalternos policiales. Así fue corroborado en varias fuentes, a las que la Casa Rosada y la prensa de alcance nacional no prestaron atención (pongámoslo en primera persona: no prestamos) porque al tratarse de una provincia que ocupa centro geográfico, pero no político... se produce relajamiento. Es clarísimo, de todos modos, que la primera irresponsabilidad corresponde al “cordobesista” De la Sota, quien estaba de viaje irrelevante en Panamá cuando lo sorprendió la peripecia. Desde ese momento hacia delante, y con todo el respeto a que obligan muertos, heridos, comerciantes despojados, lo que siguió es de Woody Allen. El gobernador tuvo que volver de sopetón pasada la medianoche y aprovechó la madrugada para reclamar por Twitter que la Nación le mandara gendarmes con urgencia. A las horas, en otra actitud que no debe tener antecedentes mundiales, ventiló en un comunicado teléfonos particulares del jefe de Gabinete nacional, a los que según él hizo llamar sin descanso ni resultado. Es difícil establecer las proporciones de lo más grave o papelonesco: que recurra a semejante procedimiento botón o que tenga mal los teléfonos. Mientras tanto, la capital cordobesa entregaba imágenes escalofriantes y De la Sota se rindió sin condiciones. Ni una sola. Amnistió a los sublevados y les concedió cuanto querían, al punto de ni siquiera negociar algún peso menos de lo que reclamaban como incorporación al salario básico. Se lo triplicó, junto con un plus de mil pesos para los agentes de calle y un aumento del 52 por ciento en los adicionales.
¿Cuánto había que esperar para que el ejemplo de tamaña impericia, al frente de una gobernación, estimulase la metástasis? La respuesta es obvia. Pero debería ser más obvio mirar desde el umbral explícito hacia unos meses atrás, cuando una investigación periodística local reveló el andar conjunto del narcotráfico y las autoridades de “seguridad” cordobesas. Eso conllevó el degüello de los jefes del área, en la única provincia que tenía un policía al frente del ministerio respectivo. Si se quiere ser algo indulgente con De la Sota, en el sentido de que tomó nota y descabezó, el juicio que merece es igualmente lapidario. No dispuso de plan B para enfrentar la reacción de los afectados. El período que va entre la liquidación de la jefatura policíaca cordobesa y el autoacuartelamiento de la tropa es, prácticamente, el mismo que separa a estar cobrando con tranquilidad de la caja del crimen narco y registrar que los ingresos de esa procedencia se vieron perjudicados. Tomás Méndez, el colega de los servicios radiotelevisivos (SRT) de la Universidad Nacional de Córdoba que destapó la complicidad del poder político con la narcopolicía, lo resumió sin ambages: los polis dejaron de cobrar el ingreso de tráfico de drogas y adyacencias. Descubrieron de golpe que el salario básico era una miseria. Hay al respecto una referencia muy interesante. La Comisión de Libertad de Expresión de la Cámara de Diputados cordobesa, que incluye parlamentarios del Frente para la Victoria, el radicalismo, el Frente Cívico, el GEN y el PRO, había respaldado la labor del periodista junto con el rechazo a las amenazas sufridas por él y su familia. Eso fue el 18 de noviembre pasado y expresó la temperatura que se vivía en los ámbitos provinciales. Casi enseguida saltaría la térmica, mientras De la Sota andaba de compras por el freeshop panameño. Acaso, algunos de los detalles de este repaso narrativo pueden sonar frívolos o apenas anecdóticos. Como fuere, sirven a los efectos de advertir que lo complaciente, ingenuo o cómplice de la inacción oficial, provincial (“cordobesística”, diría De la Sota), promovió el contagio. Y ya no es sola cuestión de las policías distritales. El resto de los gobernadores cercados también consintió los requerimientos de la patoteada y ahora se vienen encima todos los gremios estatales, en comprensible exigencia del “piso” reclamante que De la Sota le habilitó a su policía convirtiéndolo en efecto dominó.
La violencia y los saqueos, que quedan lejísimos de ser emparentables con estallido social, tuvieron todas las características de zonas liberadas por las propias fuerzas de “seguridad”. Y del uso de las pandillas cautivas que responden a sus negocios. Hay algunos oficiales señalados aunque, desde ya, si algo no abunda en estos casos es la probabilidad de comprobaciones fehacientes. En cualquier hipótesis, el daño fue objetivo e inmenso, tanto porque fallaron las áreas de inteligencia que no previeron el desmadre como por haber cedido a la extorsión pistolera. Podrá concederse que ya desatados los hechos, debía llegarse a algún arreglo en forma urgente, pero la herida puede ser irreparable si además, en corto plazo, no se procede a la sanción de la cadena de responsabilidades. La Justicia podría establecer culpas delictivas, pero los tiempos de la acción política deben ser otros si no se quiere que la imagen final sea de impunidad. Cuando haya pasado la tormenta deben caer todas las cabezas que hagan falta, en la medida de que después se complemente con un seguimiento obsesivo del destino de los descabezados. Una pregunta que jamás encuentra respuesta institucional es dónde va a parar el grueso de quienes son apartados de sus funciones. En, sobre todo, las etapas de León Arslanian y Nilda Garré al frente de los organismos de seguridad, se produjeron purgas policíacas que se cuentan de a centenares. ¿Se hace inteligencia sobre las andanzas de esa muchachada?
Al margen de lo que significó puntualmente la ineptitud del gobernador cordobés, su lamentable ejemplo es aplicable a consideraciones mayores. Una policía mal paga deriva en un modelo perverso, sistémico, por el cual es norma aceptada que les dejan manejar cajas sin control a cambio de cumplir con sus deberes represivos. Para peor, como se constata no sólo localmente, la pérdida de influencia de los cuerpos militares da paso al surgimiento de la policía como factor de presión. Y para peor de peor, de una policía estrechamente ligada al narcotráfico. Es aceptable que en Argentina no podría hablarse todavía de un “partido” policial, y eso conduce a otras estimaciones sobre lo sucedido en estas semanas. Según la opinión de quien firma, los hechos no nacieron de algún tipo de conducción articulada, sino de una combustión inorgánica, focalizada, en la que se entraman, sí, las fuerzas policiales y el narco, aunque tampoco en condiciones emparejantes. No es lo mismo la policía cordobesa o la santafesina que la de Catamarca, La Rioja o Neuquén. Unas funcionan con los crímenes de drogas como ostensible e inmenso ingreso dinerario principal; otras con cajas más repartidas entre “menudeos” varios. Y si es por la tropa de rango más bajo, todas funcionan con condiciones de vida nada envidiables y, por lo tanto, con carácter de corrupción y amenaza permanentes porque son la policía, no los docentes o un empleado público común. Sin embargo, sería reduccionista concentrar el problema en la gente con ese uniforme. Bien que al respecto tampoco hay probanzas, es presumible la intervención de punteros, algún político de la oposición que silbó bajito y otras faunas que, se insiste, no constituyen alto bardo inteligenciado. Lo que sí está claro es que la policía o, mejor, las policías, así como están conducidas, forman parte del problema y no de la solución. Ni el gobierno nacional, ni muchísimo menos los provinciales, han tenido una política coherente sobre cómo tripular esta problemática. En realidad, los provinciales sí. Directamente, se entregan a negociar. Y a formar parte de los negociados criminales. La gestión nacional tiene por lo menos algunas líneas rectoras que no son menores, aunque salte de Garré a Berni: hace respetar a rajatabla la orden de no reprimir las protestas públicas, avanza en la designación de funcionarios y creación de dependencias para luchar contra el narco; y la Federal no será una joyita pero, convengamos, al cotejarla con la estructura mafiosa de las demás parecería la policía sueca.
Finalmente, estará en danza lo de siempre. La puja distributiva, cómo se generan ingresos desde un orden productivo más eficaz y a quiénes se afecta para priorizar un reparto más equitativo de la riqueza. El Gobierno venía de recuperar el centro de la escena e, influjo de los diciembres argentinos aparte, le sale el grano de este clima enrarecido que algunos despistados, trastornados y operadores intentan relacionar con el 2001. Casualidad o no, conducción centralizada de estos incendios o “simple” inflamación desarticulada, la cosa sigue siendo la complejidad de las variables y la sencillez de no confundirse de enemigo.
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