Martes, 4 de marzo de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por José Natanson
Fracasada desde cualquier punto de vista, la guerra contra las drogas lanzada por Estados Unidos en los ’70 se basa en la idea de reducir el consumo mediante el control de la oferta. En Globalización, narcotráfico y violencia (Norma), Juan Gabriel Tokatlian explica de manera sencilla pero clarísima el carácter quimérico de esta cruzada, que asume que una represión eficiente y sostenible permitirá, en algún momento, extinguir el problema. En otras palabras, la ilusión prohibicionista de que será posible, por vía del combate duro, lograr la abstinencia total.
Nada de esto ha sucedido, por supuesto. Pese a los esfuerzos guerreros, la prevalencia del consumo de drogas se ha mantenido más o menos igual en los últimos años. Según Naciones Unidas, sólo el 5 por ciento del total de la población mundial adulta –208 millones de personas– consumió algún tipo de estupefaciente prohibido en los últimos doce meses, mientras que solamente el 0,6 por ciento registra un patrón problemático de consumo. La marihuana, la droga más difundida, es consumida por el 4 por ciento de la población (unos 165 millones de personas), y hay alrededor de 16 millones de consumidores de cocaína y 24 millones de anfetaminas. Colateralmente, la guerra contra las drogas ha generado efectos sociales, medioambientales y de derechos humanos muy negativos. Y también consecuencias políticas impensadas, como la emergencia del liderazgo de Evo Morales, que no se entiende sin considerar la brutal represión a los cocaleros del Chapare por las fuerzas de seguridad bolivianas asistidas por la DEA.
Pero no sólo la demanda, también la oferta se mantiene estable, lo que ha llevado a algunos buenos lectores de Adam Smith, como el escritor Mario Vargas Llosa o los editores de The Economist, a inscribirse en el cada vez más nutrido bando de la despenalización. La producción de cocaína, tras el descenso experimentado luego del boom de los ’80 es más o menos la misma desde hace una década. Lo mismo sucede con la de marihuana, en tanto que la producción de heroína y drogas sintéticas se ha incrementado.
Pero lo más notable del análisis de la oferta es su especialización geográfica en territorios con fuerte influencia político-militar de Estados Unidos: Afganistán produce el 80 por ciento de la heroína del mundo, el 60 por ciento de la cual se concentra en la provincia de Helmand, en el sur del país. Los talibán, que en el pasado combatieron las plantaciones de amapola por motivos religiosos, aprendieron la lección y ahora las administran (y se benefician de ellas), lo que demuestra que cuando hay dinero de por medio incluso las interpretaciones islamistas más fanáticas se flexibilizan. En cuanto a la cocaína, casi la totalidad se produce en tres países: dos de ellos, Colombia y Perú, son aliados estratégicos de Washington (el tercero es Bolivia). La marihuana, en cambio, se cultiva prácticamente en todos lados, pues alcanza con una maceta y un poco de sol. Hasta en Cuba, que combate las drogas con rigor stalinista, es posible ver las plantas a la vera de algunas rutas.
Pero que la guerra contra las drogas haya fracasado no implica que no haya producido efectos. El más importante es una reconfiguración del narconegocio a nivel global que incluye el traslado de los centros estratégicos de decisión de Colombia a México y la caída de los grandes carteles de los ’80/’90, en un proceso que tuvo su punto más alto con la muerte de Pablo Escobar Gaviria, el capo del Cartel de Medellín que había llegado a controlar el 80 por ciento de la cocaína del mundo, que llegó a ser el séptimo hombre más rico del planeta según Forbes y que en su gigantesca hacienda de Antioquia contaba con un zoológico privado por donde se paseaban hipopótamos, jirafas, elefantes, cebras y avestruces. La serie que lo retrata –El patrón del mal– se ha convertido en un justificado un éxito de rating.
¿Qué es lo que sucedió? Básicamente, que la ofensiva antidroga arrinconó a los tradicionales carteles andinos y se sumó a las nuevas tecnologías de comunicaciones (GPS y celulares) y a los avances en el campo de la aeronáutica (sistemas de bombeo para recargar combustible en vuelo y ganar autonomía) para definir una reconversión a gran escala, a la que también contribuyeron ciertas transformaciones económicas, como la mayor fluidez del comercio internacional y el perfeccionamiento de los mecanismos de lavado de dinero. Como consecuencia de estos cambios, la estructura piramidal anterior, que implicaba una integración vertical de los diferentes eslabones de la cadena de producción en una relación cara a cara bajo un único liderazgo al estilo Escobar, fue reemplazada por organizaciones autónomas que operan bajo la forma de un circuito de postas, en donde cada paso del proceso (cultivo, primer procesamiento en bruto, refinación, corte y distribución) queda a cargo de una banda diferente, muchas veces situada en un país distinto (Juan Cruz Vázquez, La sombra del narcotráfico, Editorial Capital Intelectual).
Esto le da al narco actual un carácter más descentralizado, transnacional y elusivo. Cada eslabón de la cadena conoce sólo al anterior y al siguiente, de modo que, si cae, no arrastra al resto, que pueden ser reemplazados con facilidad. Y produce también una cierta economía de la violencia. ¿Qué significa esto? Por sus características, el negocio del narcotráfico es eminentemente territorial: requiere zonas de cultivo, rutas de traslado y áreas de distribución (y ejércitos para protegerlas). Es este carácter de frontera, más que la maldad intrínseca de los capos, lo que explica su estilo violento. Pero los narcos aprendieron de la experiencia de líderes como Escobar, que inauguraba partidos de fútbol, se hacía elegir diputado y conquistaba a periodistas despampanantes, y tienden a comportarse, cada vez más, de manera sigilosa y mimética, camuflados en la “vida normal” de la ciudad. Por eso, a diferencia de lo que sucedía hasta hace unos años, hoy ya no conocemos los nombres de las narcoestrellas, que recién cuando son detenidas nos revelan todo su mal gusto para las casas (grandes), los autos (deportivos) y las chicas (siliconadas).
El lugar de Argentina en esta nueva geopolítica narco también ha cambiado.
En los últimos años, las presiones de Estados Unidos y la cooperación con las agencias de seguridad local fueron limitando las posibilidades de las organizaciones del área andina para operar en sus países. La radarización de las zonas selváticas de Perú, Ecuador y sobre todo Colombia limitó los vuelos desde los lugares de producción hacia el mercado norteamericano y forzó a las redes ilegales a ensayar triangulaciones y nuevas rutas. En esta nueva división regional del trabajo, Argentina dispone de algunas ventajas comparativas: cuenta con el puerto más importante de Sudamérica, aeropuertos muy transitados y 15 mil kilómetros de fronteras escasamente custodiadas (más por la ausencia de conflictos limítrofes que por una especial desidia gubernamental).
El aumento de la producción de coca en un país limítrofe como Bolivia, admitido por el mismísimo Evo Morales, el desplazamiento de parte de los cultivos colombianos a Perú y el auge de las plantaciones de marihuana en Paraguay terminaron de cerrar el círculo. La consecuencia de este nuevo contexto es la radicación en territorio nacional del último eslabón de la cadena de producción: la transformación de la pasta base en cocaína en las llamadas “cocinas”, que además aprovechan la amplia disponibilidad de solventes ácidos y oxidantes de la industria química local, la segunda más importante de la región, y el desconocimiento –o complicidad– de policías poco acostumbrados a lidiar con bandas narco profesionales.
Si Argentina fue durante años un país de tránsito y más tarde un país de tránsito lento, hoy es un centro de producción con destino a los lucrativos mercados del Primer Mundo. Se estima que la mayor parte de la droga sale por el puerto de Buenos Aires y que el resto se traslada en vuelos comerciales, fundamentalmente desde Ezeiza, como confirma la decisión de las autoridades del Hospital Teresa de Calcuta, cercano al aeropuerto, de acondicionar una sala de terapia intensiva especialmente destinada a los capsuleros, las mulas que son detectadas con droga dentro de sus estómagos, e incluso prevé contar con médicos que hablen francés, inglés y portugués para atenderlos.
Uno de los efectos colaterales del nuevo lugar de Argentina en el entramado narco es el aumento del consumo local. Los especialistas coinciden en que los niveles de prevalencia se acercan hoy a los de los mercados maduros de Europa y Estados Unidos. Sucede que, bajo las nuevas condiciones de organización intermodal del negocio, se ha generalizado el pago en drogas, que bajan por las rutas que conectan los puntos de ingreso en la frontera noroeste y noreste con las ciudades de Córdoba, Rosario y Buenos Aires. La utilización de la misma droga como moneda de cambio obliga a las bandas a buscar mercados, o a pelear por ellos, y el procesamiento en las cocinas permite utilizar los desechos para producir paco.
El resultado es una montaña de dinero para comprar policías y jueces y, como sostiene Marcelo Saín, el quiebre del tradicional pacto de regulación del delito con las fuerzas de seguridad, lo que a su vez explica la disparada fenomenal de la violencia en algunos puntos, como Rosario, donde el año pasado se registraron 200 homicidios intencionales, una tasa superior a los 20 homicidios cada 100 mil habitantes de, por ejemplo, San Pablo.
El debate acerca de la incidencia del narcotráfico, necesario y urgente, debería, sin embargo, evitar simplificaciones y lugares comunes. Por ejemplo, la confusión acerca de la mejor forma de combatir el negocio, que depende mucho menos de radares y scanners que del trabajo paciente y silencioso de las agencias de Inteligencia, como demuestra el hecho de que la droga sigue ingresando a Estados Unidos por la frontera mexicana a pesar de los 40 mil agentes que la custodian, el muro artillado de mil kilómetros y los drones que la sobrevuelan día y noche. También convendría poner en cuestión el entusiasmo un poco irresponsable con el que algunos impulsan la creación de policías municipales, que pueden ser útiles para acercar la seguridad a los vecinos pero que, sin un adecuado sistema de supervisión, podrían derivar en pequeñas bandas armadas fácilmente corrompibles. Esto es justamente lo que sucede en México, donde hay más de tres mil cuerpos de policía (que se entienda: no tres mil agentes sino tres mil instituciones de policía) que se disputan el servicio de albergue a los grupos narco en verdaderas subastas de protección. Para evitarlo, el único camino conocido es la conducción efectiva por parte del poder político, algo que, como demostraron los amotinamientos de diciembre, está lejos de suceder.
Por otra parte, aunque la tan mentada relación entre pobreza y drogas es más compleja de lo que habitualmente se piensa, resulta difícil entender el auge del narcotráfico sin considerar su función social. En efecto, si se analiza el conjunto del negocio es fácil comprobar que los oligopolios se sitúan sobre todo en la producción, y que a medida que se desciende en la cadena se van multiplicando los actores hasta llegar a una amplia atomización en el último nivel. Sucede que, a diferencia de lo que ocurre con los productos legales, cuya comercialización se concentra en las grandes cadenas –de supermercados o ropa o lo que sea–, en el caso de las drogas es imposible, por motivos de seguridad, oligopolizar la distribución minorista, que recae en miles y miles de dealers individuales, en general pertenecientes a los sectores excluidos. Según los números de Iban de Rementería (revista Nueva Sociedad, Nº 222), ellos se quedan con el 57 por ciento del ingreso total. Los datos coinciden con los de Mauro Federico, que en su libro Mi sangre explica que un kilo de coca cuesta 250 euros en Bolivia, 950 en la localidad salteña de Salvador Mazza, 2500 en Buenos Aires y 35.000 en las calles de Barcelona. Para decirlo con las palabras de moda, las drogas contribuyen a la redistribución del ingreso.
Advirtamos por último sobre las comparaciones apresuradas. Argentina, contra lo que se escucha a veces, no podrá ser nunca Colombia sencillamente por una cuestión topográfica: no existen aquí selvas y montañas aptas para los cultivos ni porciones sustanciales del territorio sustraídas al control del Estado durante décadas, las “zonas marrones” sobre las que prevenía Guillermo O’Donnell. Tampoco México, que comparte 3300 kilómetros de frontera con el principal país consumidor del planeta. La idea de que Rosario es la “Medellín argentina” no pasa por lo tanto de una exageración televisiva. Pero Argentina sí puede acercarse a Brasil (no a Río, porque las favelas son verdaderos fuertes controlables por los narcos desde sus cuarteles en las alturas, como muestra bien esa enorme película que es Tropa de Elite) sino a San Pablo, megalópolis de llanura en la que, como en Buenos Aires o Rosario, la pobreza más extrema convive pornográficamente con la opulencia más absoluta.
* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur. www.eldiplo.org
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