Lunes, 17 de marzo de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mempo Giardinelli
El primer informe que brindó el jefe de Gabinete ante el Senado, el jueves pasado, duró 12 horas y, si bien no acabó en forma escandalosa, el resultado fue decepcionante. Jorge Capitanich demostró una vez más la inmensa paciencia de que es capaz; algunos líderes opositores mostraron su vocación por repetir eslogans periodísticos, y en general cada quien dejó ver el material en que están esculpidos sus rostros.
Con mucha más ideología y sectarismo que buena voluntad para comprender, debatir y esclarecer, el informe fue mal recibido, condenado de antemano por el solo hecho de provenir del poder kirchnerista. Capitanich se movió como sabe hacerlo, con serenidad y sin caer en provocaciones, pero no dejó de cargar –con indisimulado hartazgo– sobre la oposición en general. Y es que “si uno escucha a la oposición nada funciona en la Argentina”, dijo, molesto y no sin razón. Los “debates económicos deben hacerse sobre la base de datos cuantitativos”, fue otra de sus frases después de quejarse por “la ignorancia supina de algunos legisladores en temas como los subsidios y su impacto cuantitativo”. Y más específicamente dura fue su sentencia, dirigida a la oposición, pero sobre todo y por elevación a los grandes medios periodísticos porteños, que desde hace años son los verdaderos protagonistas de la política y los que escriben los libretos de líderes y legisladores: “Siempre buscan generar desconfianza, zozobra e intranquilidad en el pueblo argentino”.
Entretanto, y por fuera del Senado, bandas de forajidos con obvia protección de lo peor del sindicalismo de este país se mataban entre sí (en el gremio de la construcción) o atacaban a un minusválido en moto y lo arrojaban desde lo alto del Puente Avellaneda por el presunto delito –para ellos– de “desobedecer” el cierre de la circulación dispuesto por piquetes del gremio de los estibadores portuarios.
En realidad, esas barbaridades no son sino muestras de una de las peores facetas de los resultados ominosos que dejaron por lo menos 40 años de represión, crisis, autoritarismo y corrupción, y que condujeron a esta sociedad a no ser respetuosa de las normas, a valorar los incumplimientos como vivezas que merecen aplausos, y todo ello sumado a que la falta de sanción efectiva es uno de los peores males de la Argentina contemporánea.
Eso se advierte no sólo en el mundo sindical sino también en el crecimiento del narconegocio, que hace que innumerables barrios marginales sean tierra de nadie, e incluso ciudades relativamente modernas como Rosario, la segunda del país y con administración socialista desde hace muchos años.
La protección política de que gozan los violentos en la Argentina es el problema. He ahí el huevo de la serpiente, porque la todavía irritante existencia de más de tres millones de outsiders –por lo menos– no significa que todos ellos sean victimarios. Antes víctimas de una sociedad colmada de injusticias, y repleta de miembros que oscilan entre la represión ajena y el descontrol propio, muchos de ellos protagonizan una especie de irrefrenable bestiario.
Ahí están los barrabravas que han arruinado la fiesta que era el fútbol argentino. Todos ellos, casi sin excepción, vinculados a dirigentes políticos de segundo orden, pero con poderes territoriales presuntamente fuertes, o a empresarios venales y a narcotraficantes a los que sirven. Así, se han ido empoderando gracias a la ausencia de voluntad política para enderezarlos. Y ausencia que, desdichadamente, es responsabilidad de todos los gobiernos y todas las oposiciones que en este país han sido, por lo menos desde 1983.
Por eso espanta la lectura de informes recientes según los cuales ahora mismo una docena de estos sujetos viajaría a Porto Alegre para conseguir alojamiento para más de 600 de sus “colegas”, que mientras tanto se preparan para ir al Mundial de Brasil. Asombra absolutamente que –las informaciones así lo afirman– ahora mismo se están brindando asesoramientos para que puedan salir del país algunos (muchos) fanáticos con causas penales.
Independientemente de que las entradas a los juegos oscilan en las agencias de turismo entre 700 y 3 mil dólares, y eso si se consiguen, lo peor es la evidente protección de que gozan estos sujetos. Aparentemente miembros de una agrupación llamada Hinchadas Unidas Argentinas (HUA) ya protagonizaron desmanes en el último Mundial, en Sudáfrica, donde incluso varios de ellos fueron presos. Lo absurdo, además, es que a sabiendas de la pésima calidad moral y nula educación de estos vándalos, no sólo hay dirigentes políticos que les facilitan las cosas, sino que es de prever que funcionarios diplomáticos argentinos deberán intervenir cuando los hooligans criollos provoquen lo que sin dudas provocarán.
A todo esto el vicegobernador bonaerense, Gabriel Mariotto, seguramente compartiendo el hartazgo de Daniel Scioli, viene insistiendo en la necesidad de una ley que declare que la educación es un “servicio público esencial”, lo que obligaría a limitar el derecho de huelga por lo menos en ese sector. No es fácil aprobar o desaprobar tal idea, pero ahí están, a la vista, millones de chicos y chicas que todos los años resultan objetivamente rehenes de maestros que sin la menor duda tienen todo el derecho de mejores salarios, pero quizá no conseguidos de modo tan irritante. Y costoso para ellos mismos, además, porque la falta de educación y la mala educación, finalmente, resultan socialmente carísimas. Y ese costo lo termina pagando todo el país.
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