Martes, 25 de marzo de 2014 | Hoy
EL PAíS › EL RELATO GANADOR DEL CONCURSO DE CRóNICAS DEL ESPACIO PARA LA MEMORIA
La periodista Cecilia González obtuvo el primer premio del Concurso de Crónicas del Espacio Memoria. Su relato rescata la historia de Carlos Loza, sobreviviente de la ESMA, y aborda la importancia de los juicios por delitos de lesa humanidad.
Carlos Loza celebró la Navidad de 1976 con un confite.
No hubo asado, vitel toné, pan dulce, turrón, budín ni ensalada de fruta. Mucho menos un brindis con vino, champagne o sidra. Sólo un confite que tragó, pero que apenas si logró sostener en su mano esposada y que ni siquiera pudo ver porque una capucha le tapaba los ojos. Carlos estaba secuestrado en la Escuela de Mecánica de la Armada y ahí pasó el fin de año más amargo de su vida.
El solitario y minúsculo dulce simbolizó para Carlos la bajeza que los represores mostraron en todo momento, en todos los sentidos. Tenía 23 años y su familia no sabía nada de él. Su mamá, con quien vivía en Villa Tesei, pasó sola las fiestas, buscándolo, desesperada. Su hermano había sido acuartelado en Campo de Mayo, porque estaba haciendo la colimba. El confite que un guardia les dio a todos los presos le pareció una broma macabra, porque no sabían si después de eso los iban a matar.
Carlos fue llevado a la ESMA la madrugada del 17 de diciembre de 1976. En la tarde del 16, una patota lo había secuestrado en un local del Partido Comunista en Barracas, junto con otros compañeros trabajadores del puerto de Buenos Aires. Los ataron, los encapucharon y los amontonaron en una ambulancia. Al llegar al centro de exterminio les dieron sus números de identificación. Carlos Loza: 738; Héctor Guelfi: 739; Rodolfo Picheni: 740, y Oscar Repossi: 741. Su bienvenida en la ESMA fue una sesión de tortura en el sótano. Perdieron la noción del tiempo.
Hoy, casi 37 años después de su secuestro, Carlos es uno de los testigos más asiduos en las audiencias del tercer juicio por los crímenes cometidos en una de las cárceles clandestinas más emblemáticas de América latina. Suele sentarse en el salón destinado al público. Escucha atento cada declaración. Hilvana historias de las víctimas. Y, sobre todo, forma parte del colectivo que lucha para que los culpables sean condenados.
“Ahora he podido conocer más, profundizar en las historias de los compañeros que cayeron en la ESMA”, dice Carlos una mañana de octubre, con una sonrisa orgullosa que intensifica el celeste de su mirada.
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A mediados de 2013, en la Argentina habían concluido 104 juicios por crímenes de lesa humanidad. Once más estaban en marcha, entre ellos el llamado ESMA III, que involucraba al mayor número de víctimas (789), represores (64) y testigos (930). El ESMA I, realizado en 2007, fue interrumpido por el envenenamiento con cianuro del único acusado, el prefecto Héctor Febres. El ESMA II, en cambio, terminó en 2011 con fallos de cadena perpetua en contra de doce represores, gracias al testimonio de más de 160 testigos (Carlos, entre ellos). Otros cuatro acusados fueron condenados a penas de 18 a 24 años de cárcel, y dos más, absueltos.
Este hombre de 60 años, que carga siempre una carpeta o cuaderno bajo el brazo, volvió a testificar en el ESMA III. Concentrado, contó, otra vez, una historia de secuestro y tortura que no considera suya, sino de la sociedad.
“Recién el 23 de diciembre de 1976 pudimos ubicarnos en el tiempo –recordó ante el tribunal– porque yo sabía las fechas del final del campeonato de fútbol. Cuando escuché que alguien decía que Boca había salido campeón, supe en qué día estábamos.”
Las jornadas en la ESMA oscilaban entre la oscuridad de las salas de tormentos, los permanentes gritos y amenazas de los guardias, el dolor de las esposas en las muñecas y de los grilletes en los tobillos. Descansar era imposible. Los presos chupaban el pan porque estaban tan golpeados que no podían masticar la comida. El sueño vencía por agotamiento a Carlos y a sus compañeros, pero la incertidumbre jamás se iba. Hablaban a ratos, cuando los pasaban a “Capuchita”, en donde había menos prisioneros. Si los guardias los descubrían susurrando entre ellos o con otros secuestrados, volvían a pegarles. En ese cautiverio conoció a Hernán Abriata, miembro de la Juventud Universitaria Peronista de la Facultad de Arquitectura. “Soy prisionero como ustedes, pueden descubrirse”, les dijo este joven que continúa desaparecido. Los consoló al aclararles que ellos tenían otro color de capucha, señal de que no los iban a matar.
“Hablábamos para preguntarnos los nombres, quiénes éramos. Era un acuerdo tácito: el que sale de aquí tiene que contar. Había un compromiso, porque hay que ver cómo se cuenta para no aterrorizar, que es lo que querían los asesinos. Hay un lugar que no te pueden ganar, y es la conciencia, así que no les podés meter miedo a otros. No todos lo lograron. Algunos salieron aterrorizados de la ESMA, se olvidaron hasta de cómo se llamaban, renunciaron a su trabajo, a su militancia. Pero nosotros sentíamos que contar lo que habíamos visto era una cuestión de dignidad.”
Los secuestrados vivieron escenas que les provocarían pesadillas de por vida. Una vez, Carlos escuchó que un prisionero decía: “A vos no te va a pasar nada porque estás embarazada”. Hoy, el sindicalista portuario sigue investigando quién pudo haber sido esa mujer.
También supo de un sacerdote al que uno de los interrogadores le decía que era joven y con mucho futuro, que lo mejor sería que colaborara porque su padre se estaba muriendo y su familia lo extrañaba mucho. Que podría irse si denunciaba lo que sabía, si daba nombres de compañeros. Carlos logró descubrir, muchos años después, que ese sacerdote era Pablo María Gazzarri, cuya desaparición forma parte de la causa ESMA.
El 6 de enero de 1977, un guardia llamó por su número a Carlos y a sus compañeros. Les dijo que los iban a liberar. Les sacaron los grilletes, las esposas y las capuchas. A Carlos y a Rodolfo los metieron juntos en un Falcon gris. A Héctor y a Oscar los mandaron por separado, en otros dos vehículos. Los trabajadores portuarios querían creer en la liberación, pero temían que fuera una trampa para matarlos. Los abandonaron en distintos puntos de Buenos Aires, luego de advertirles que habían caído en la ESMA por colaborar con Montoneros.
Carlos dejó de militar durante algunos meses. Tenía miedo. Pero de a poco empezó a reorganizarse junto con sus compañeros del puerto. En 1979 ya estaban otra vez convocando a paros, a la lucha política. Así estuvo, en la resistencia, hasta que en 1983 los argentinos recuperaron la democracia.
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La democracia trajo consigo los primeros intentos por juzgar a los represores. Vinieron los juicios a las Juntas, los indultos, las décadas de impunidad. Hasta que en 2003 el Congreso y luego la Corte Suprema de Justicia derogaron las leyes de punto final y obediencia debida y los procesos pudieron reactivarse, ahora sí en masa, contra muchos más cómplices, no sólo contra los jefes. Desde entonces, la Argentina es el único país del mundo que juzga de manera sistemática a los criminales de lesa humanidad.
Para que cada juicio concluya en condenas, son necesarios testimonios como los de los sobrevivientes. Nunca es fácil para nadie, así sean experimentados militantes de derechos humanos. No es fácil, sobre todo, testificar con los asesinos y torturadores ahí presentes.
“Que estén sentados frente a nosotros representa una nueva tortura. Te incomoda, te sentís amenazado”, resume Carlos.
Cuando el sindicalista habló ante el tribunal del juicio ESMA II, Ricardo Miguel Cavallo, ex marino y jefe de la cárcel clandestina, estaba a pocos pasos de distancia, ensimismado en la pantalla de su computadora portátil, con la actitud evasiva que mantiene en cada audiencia. En el ESMA III, Carlos habló frente a Juan Carlos Rolón, pero se dio cuenta tarde; de lo contrario, lo hubiera acusado de violador, cargo que al ex teniente le pesa más que el de torturador o asesino.
Los juicios permiten, también, una sensación de desahogo, de alivio para los testigos.
“Son reparadores –reconoce Carlos–, pero también contradictorios. La justicia llegó muy tarde y lo que pasó es irreparable. Cuando dictan las sentencias, celebrás, pero pensás que sería mejor que el compañero asesinado o desaparecido estuviera a tu lado. Es un dolor que nadie va a sanar.”
El dolor sigue tan presente que les impide a muchos de los sobrevivientes acercarse a la ESMA.
Carlos era uno de ellos. Después de su secuestro, siempre evitó caminar por esas calles, mucho más si era de noche. Hasta que llegó el 24 de marzo de 2004 y Néstor Kirchner pidió perdón ante miles de personas en nombre del Estado y ordenó que la cárcel clandestina se convirtiera en un Espacio para la Memoria. Ese día Carlos se animó a entrar al lugar en donde lo habían secuestrado y torturado junto con sus amigos. Invadido por la tensión, por los recuerdos, pero apoyado en la compañía de su esposa y sus dos hijos, recorrió “Capucha” y “Capuchita”. Reconoció el cambio de color en una ventana, los escalones, el tanque de agua por cuya rendija trasera pudo hablar con Hernán Abriata, el desaparecido que le dio esperanzas durante su cautiverio. De quien tomó prestado el nombre para bautizar a su único hijo varón.
El recorrido le bastó a Carlos para prometerse que nunca más volvería a la ESMA. Era demasiado pesado para su espíritu. Había sido terrible recordar que en ese lugar no hubo justicia, ni Dios, ni nada. Sólo una reducción del ser humano, un retroceso de la civilización.
“Es para hacer una reflexión muy profunda. Cuando el ser humano es reducido en los campos de concentración, uno valora más detalles como poder mover los brazos alrededor del cuerpo. Causa mucho dolor haber retrocedido a los primeros tiempos, pelear por comida, perder la dignidad, comportarse como un animal.”
Carlos reconoce que parte de la sociedad argentina no comprende la importancia de los juicios por delitos de lesa humanidad. Hay quienes insisten en que es una historia del pasado, mientras que las víctimas, sus familiares, los organismos de derechos humanos y otros sectores construyen una narrativa histórica que explique los crímenes a partir de conocer a los actores involucrados.
Por eso es que Carlos acude a la mayoría de las audiencias que se realizan tres veces por semana en Comodoro Py. Anota los testimonios, revisa las listas de testigos, enlaza pistas, descubre nombres y a nuevas víctimas cuyos casos pueden integrarse a futuros procesos, detalla operativos, fechas de secuestros y nombres, levanta fotos de los desaparecidos, impugna a los testigos de la defensa y propone mecanismos para agilizar los juicios, como agrupar los casos en un solo juicio, y analizar los delitos de manera cronológica, acorde con las fechas de cautiverio en la ESMA. Espera con paciencia el fallo que se dará a más tardar a fines de 2014.
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Son muchas las historias que Carlos puede contar sobre los 21 días que pasó en la ESMA. Pero hubo una que en particular lo marcó.
Había un prisionero que deliraba. No comía, se quitaba la capucha, lo golpeaban. Pedía ver a su papá. “Oficial primero, montonero, médico”, gritaba para identificarse. Un guardia lo pateó hasta matarlo. Tapó el cadáver con una frazada y lo dejó al lado de Carlos y de sus compañeros, durante horas. Hace cinco años, Carlos conoció a una mujer llamada Alejandra Mendé que le contó la desaparición de su hermano Jorge. Comenzaron a atar cabos y descubrieron que era el mismo hombre que él y su amigo habían visto morir. No había muchos oficiales primeros, montoneros y médicos.
Rodolfo Picheni, el trabajador portuario liberado en el mismo Falcon que Carlos, nunca superó el secuestro y la tortura propias, ni haber presenciado, impotente, el asesinato de Mendé. Las depresiones lo perseguían y se acentuaban cada vez que se acercaba un nuevo aniversario de su secuestro. El 5 de diciembre de 2012, poco después de iniciado el juicio ESMA III, se ahorcó. “Ahora voy a ser el 30.001. Los voy a estar cuidando”, avisó en una nota.
Desde 1976, las fiestas de fin de año fueron siempre particularmente nostálgicas para Carlos. Pero el año pasado el suicidio de su amigo lo entristeció todavía más. No se dejó vencer. Igual celebró la Navidad y el Año Nuevo con su familia. Cenó. Brindó. Rió.
Eso sí, jamás volvió a probar un confite.
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