Viernes, 18 de abril de 2014 | Hoy
EL PAíS › TRES MIRADAS SOBRE LOS LINCHAMIENTOS
OPINION
Por Leonardo Grosso*
“Para él son los calabozos, para él las duras prisiones; en su boca no hay razones aunque la razón le sobre; que son campanas de palo las razones de los pobres.” José Hernández, en Martín Fierro.
Parece que Massita está ganando la pulseada y todos ven al problema de la seguridad desde la misma visión que plantea este Rudolph Giuliani de las palmeras (de Tigre). Hemos visto cosas impensadas. Desde los supuestos progresistas de programas de televisión pidiendo que un juez no cumpla con la Constitución y los pactos internacionales de derechos humanos para dejar en prisión a un tipo que intentó robar un reloj en Palermo hasta un fascista defendiendo a los asesinos de David Moreira por supuesta “legítima defensa” amparándolos en el miedo de “la gente”.
No vi a ninguno de estos políticos, periodistas, “gente” pedir indignados que metan presos a los asesinos de David. De hecho, a algunos los escuchamos justificar estos asesinatos. Parece que en nuestro país las indignaciones varían según quién es la víctima.
Escucho fuertes críticas a la Justicia (en bastantes coincidimos), pero no entiendo por qué muchos de los que ponen el acento en esto fueron grandes opositores cuando nuestra Presidenta planteó una serie de reformas que intentaban democratizarla y hacerla más ágil.
Se plantean “grandes soluciones”: los “motochorros”, la portación de armas y el narcotráfico se van a terminar si ponemos leyes más duras. Yo pregunto: ¿para quién trabajan los motochorros que muchas veces agarran justo al que sale de un banco con importantes sumas de dinero? ¿De dónde provienen las armas que usan muchos delincuentes? ¿Quién organiza las redes de narcotráfico y trata en nuestras provincias?
Nosotros siempre decimos, como dijo Ramón Carrillo, que “un pueblo sano no es un pueblo bien curado, es un pueblo que no se enferma” y lo trasladamos a la seguridad: “Un pueblo seguro no es un pueblo que castiga bien a sus delincuentes, es un pueblo que no tiene delincuentes”. Entonces la tarea es prevenir.
Veamos el diagnóstico: los grandes delitos son los que ordenan o determinan el resto de los delitos. Seguro que en una sociedad que creció económicamente hay mayor frecuencia de delito porque hay más consumo y más bienes, y como estamos dentro de un sistema capitalista, también hay más desigualdad. Estos grandes delitos son al menos cuatro: narcotráfico, tráfico de armas, trata de personas y autopartes (esto si dejamos afuera los delitos económicos y financieros, que son de guante blanco, nadie los paga y muchas veces blanquea la plata ilegal). ¿Quién tiene la capacidad operativa para desplegar estos delitos? ¿Son los pibes pobres de las barriadas humildes? ¿Son los rateros o arrebatadores de relojes? No. Son sectores organizados en complicidad con las policías y sectores de la Justicia y el poder político. Todos los que militamos en las barriadas más humildes hemos visto cómo los patrulleros cobran la cuota semanal en la puerta de los transas (el último eslabón de la cadena del narcotráfico). Nuestra experiencia nos muestra cómo la Justicia bonaerense, a modo de ejemplo, no sólo no investiga, sino que pone palos en la rueda y arregla con el poder político local para encubrir.
Por esto es que si seguimos discutiendo más penas, pocas excarcelaciones, cámaras y patrulleros, seguiremos llegando tarde: es necesario depurar nuestras policías, que haya conducción civil, sin respuesta corporativa; es necesario democratizar la Justicia, que no haya doble vara, que el acceso sea en igualdad de condiciones; es necesario discutir un nuevo Código Penal donde la vida sea el valor supremo y la propiedad esté subordinada a éste; es necesario que discutamos el sistema penitenciario para que no sea un depósito de pobres, sino un agente resocializador del Estado; es necesario, en definitiva, que avancemos en un acuerdo de seguridad democrática y popular que nos ponga unos metros antes del problema para construir una sociedad segura en el sentido más amplio de la palabra.
* Diputado nacional Frente para la Victoria. Movimiento Evita.
Esa frase simple, contundente y conmovedora, como las grandes verdades, fue pronunciada por Mónica Torres, abuela materna de David Moreira. David fue el pibe rosarino asesinado a golpes por un grupo de más de 50 vecinos, acusado, juzgado y sentenciado inmediatamente en la propia vereda por el cargo de robar una cartera.
Y la frase expresa el meollo del debate público que estamos viendo en los propios medios de comunicación, que sin duda forman parte del problema, donde en días pasados se pudo escuchar todo tipo de justificaciones de la violencia, pero permanentemente se trabaja en la estigmatización social del “pibe chorro”. Párrafo aparte merece el apoyo masivo a la golpiza, a través de las redes sociales, de muchos “ciudadanos de buena fe” que se vanaglorian de haber hecho “justicia por mano propia”, sentenciando de hecho que hay vidas que valen más que otras, y algunas en particular que valen lo mismo que una cartera.
Es necesario dar un debate amplio, que incluye a la sociedad pero también a las instituciones. Desde la Asamblea por los Derechos de la Niñez y la Juventud venimos denunciando la escalada de violencia que nos lleva a contar en lo que va del año más de 70 muertes violentas, en su mayoría pibes de las barriadas populares de la ciudad. Condenamos todo hecho de violencia, entendiendo la preocupación de vastos sectores de la población respecto de los robos que se registran, pero entendemos también que hay otras formas de violencia que hacen a la creciente desigualdad social en la que los pibes se crían como pueden, en condiciones de vida indignas, tratando de sobrevivir a la falta de políticas inclusivas del Estado, tratando de sobrevivir en los territorios apropiados por los narcos. Sabemos que el Poder Judicial no imparte justicia como debiera ser, que no es una de las tantas herramientas a través de las cuales el Estado debiera sancionar políticas que abonen a la equidad social y a la integración. Muy por el contrario, y como sucede también respecto de otras instituciones como la policía, corruptas y conservadoras, no hacen sino profundizar la desigualdad y la exclusión social. Por otro lado es imperioso que los funcionarios públicos y los referentes de los distintos espacios políticos y sociales salgan a repudiar estos actos de violencia, que se investiguen los hechos, se encuentre a los culpables y se los condene por el homicidio cometido.
Que la muerte no se ponga de moda.
* Marea Popular - Integrante de la Asamblea por los Derechos de la Niñez y la Juventud de Rosario.
Una de las misiones prioritarias del Derecho Penal es lograr la suspensión de la venganza. Esto se produce a través del Estado, que tiene el monopolio de la violencia y de la fuerza (lo que se denomina “violencia institucional”), es decir, el monopolio en la decisión del castigo. Se ha dicho que uno de los defectos de los procesos penales es la exclusión de las víctimas, las cuales fueron ya en los comienzos del Derecho Penal moderno, en los albores del siglo XVIII, separadas de los procedimientos, ocupando su rol (de protagonistas, de principales afectados) el propio Estado, que se presentaba –para confirmar de ese modo su presencia y su propio poder– como el principal “ofendido” por el delito. De este modo, el Estado hacía valer su autoridad (de este modo se formó el Estado moderno) no sólo ante quien violentaba una norma, se situaba también por encima de y ante las víctimas. Todos debían escuchar y obedecer el veredicto. Acatar la sentencia. De este modo, uno de los grandes desafíos de las víctimas es, también hoy, incluso ante el Estado que juzga el crimen, ser escuchadas. Las víctimas no siempre son escuchadas. Muchas veces su participación en los procesos es mínima. Las víctimas buscan su lugar y esto plantea nuevos desafíos al Derecho contemporáneo, plantea nuevas formas, incluso, de resolver los conflictos sociales. Esto, sin embargo, no es lo que se ve en los linchamientos. Allí no hay víctimas exigiendo ser escuchadas. Participar de los procesos. No. Allí hay asesinatos. Homicidios calificados. Gente que odia que los delincuentes tengan garantías básicas. Hay crímenes. Barbarie. Llamar a esto “justicia por mano propia” es un error grave. Nunca un homicidio o una lapidación o el linchamiento de una persona pueden caber dentro de esa palabra. El asesinato nunca es justo. El linchamiento tampoco. Son siempre un fracaso. Un retroceso. Una ignominia. Una degradación. Un quiebre de la sociedad. Una fractura de un consenso básico.
Los linchamientos son homicidios calificados. Son violencia que no guarda ninguna proporción racional: no hay proporción posible entre el robo de una cartera y el linchamiento de una persona por parte de una turba de seres enardecidos que no atienden razón alguna. El motivo no es la tentativa de un robo. Eso es la apariencia. La superficie. El problema es lo que subyace a estas reacciones en cadena de violencia, como en las primeras manifestaciones de la Alemania nazi. Es lo que ese ladrón, ante esos ojos con miedo (de una sociedad con un temor real, pero también alimentado, fogoneado cada día) representa. Lo que masivamente se ha repetido que esos delincuentes no sólo han hecho (actos), sino sobre todo algo que el derecho no puede nunca juzgar (aunque muchos creen que sí): lo que esas personas “son”. Son “delincuentes”. No son “gente”. Pero el Derecho no juzga lo que las personas son. Juzga sólo lo que las personas hacen. En Argentina se ha instalado, sin embargo, lentamente, merced a prejuicios, un falso debate, sobre todo cuando se discute la legitimidad de la reincidencia (en ese caso fue más evidente este error, este prejuicio, este prejuzgamiento): se tiende a una discusión sobre la “naturaleza” de los delincuentes (sobre su “ser”), y no sobre lo único que puede juzgar el Derecho: no lo que esas personas “son”, sino solamente lo que esas personas “hacen”. Esta diferencia parece mínima pero es esencial, sobre ella se edifica la modernidad jurídica, es la que delimita el principio de legalidad en el Derecho moderno: el Derecho no juzga personas, juzga sólo conductas. No un ser, sino un hacer. El Derecho no dice ni juzga lo que las personas “son”, confirma y evalúa lo que las personas “hacen”.
Los linchamientos ponen de resalto esta tensión cultural. Los asesinados a patadas no son linchados por lo que hacen (robar una cartera), sino por lo que “son” (o “representan”) en una cultura enceguecida y confundida: una amenaza desproporcionada, incontenible. Inconcebible. Contra esta construcción y contra estos estereotipos y prejuicios hay que luchar. (Precisamente, contra el antigarantismo, contra quienes sostienen que estas personas no debieran tener derechos “humanos”, no debieran tener tantas “garantías”, no debieran tener un debido proceso, por eso se dice “justicia por mano propia”.) El linchamiento es el fin del garantismo, es el fin de las garantías. Un ser humano muerto a patadas. Sin garantías. Sin derechos. Se equivocan los que sostienen que estos casos aberrantes de barbarie se vinculan con una sensación de impunidad. No es así. Estos casos expresan lo enferma que está una cultura que se ha puesto por encima –con sus prejuicios masivos, repetidos, instalados– del propio Derecho. Es el amarillismo instalado y alimentado (la sociedad embrutecida por la televisión y el miedo) llevado a la calle. Revela que hay una cultura mediática que está por encima de los procedimientos de la Justicia, de sus garantías legales. Que juzga ella misma, sola, sin esperar a la Justicia, a la que los medios califican de “lenta”. Y todo esto porque los delincuentes no debieran tener, como se viene repitiendo no sin cinismo (y no tampoco desvinculado del análisis de las políticas de la memoria, donde los subversivos deshumanizados no eran personas, por eso se los podía asesinar, linchar, arrojar a un río, eran “delincuentes”) derechos, porque no son “humanos”.
* U.B.A., Conicet.
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