Lunes, 5 de mayo de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Si se repasa el despliegue mediático de estos días, tal vez pueda coincidirse en que los tratamientos periféricos de algunos asuntos de mayor o menor profundidad volvieron a sustituir justamente eso: la profundidad.
Apartada la expectativa por cómo abriría el programa de Tinelli, sobresalieron la tragedia en Junín, el dicho espantoso de Pablo Moyano sobre la cantidad de muertos necesarios para que la recolección de basura en Quilmes siguiera en manos de su gremio y la vulgaridad de proponer que se vuelva a la colimba. Idea, esta última, que en primer lugar habla de la estatura intelectual de sus mentores. Idea tan absurda, repelente e impracticable como la que había sugerido regular por ley las protestas sociales callejeras. Nada de todo eso merece mayor contemplación. Son esas cosas que, daría la idea, sirven sobre todo para rellenar espacios en los programas televisivos que se aspiran periodísticos, y que cambian de objetivo escandalizante de una jornada para otra con la contribución imprescindible –extraña, en varios casos, para gusto del cronista– de referentes varios que se prestan al show sabiendo que no tendrán casi ninguna posibilidad de desarrollar nada. Nuevamente es mejor, en consecuencia, rumbear para otro lado. Por ejemplo, que el reciente Día del Trabajador –y no del trabajo, según la equivocación que persiste– es una oportunidad propicia para repasar unas cuantas nociones, en la medida en que se lo haga sin anteojeras ideológicas estancas. Eso incluye una observación universalista en la medida en que el propio concepto de “clase” debe ser revisado, por cierto que no medularmente en cuanto a la persistencia de explotadores y explotados, ni respecto de las relaciones de producción ni acerca, en síntesis, de la existencia del arriba y el abajo social. Nadie con formación política se animaría a cuestionar la permanencia de esas categorías. Sin embargo, revolución y globalización tecnológicas mediante, por lo pronto cabe la pregunta de si acaso puede continuar mentándose a la potencia del músculo obrero y campesino como el motor indetenible de la historia. Alguna izquierda, que no es toda ni mucho menos, parece creer que la conciencia, la organización y la lucha van en línea recta. No aprenden o, peor, no tienen vocación de interrogantes y replanteos. Marx y Trotsky se revuelven en la tumba. Persistir en respuestas viejas, imperturbables, frente a los desafíos impuestos por la depredación capitalista, pone en duda que quienes lo hacen puedan ser expresados como de izquierda. Es una definición que les queda grande cuando –sin ir más lejos– no toman nota de la diferencia entre necesidades e intereses de las masas. Diferencia ahondada por la victoria cultural del capitalismo. Como si la gnosis proletaria permaneciera inmutable. Pero aceptemos dejar de lado, parcialmente, esos títulos o composiciones ecuménicas, a efectos de la modesta pretensión de estas líneas.
Al menos entre nosotros, advirtamos que el hecho de poder apreciarse al vaso como medio lleno o medio vacío es, ya, todo un significado. Contundente. Hace unos años, apenas, no había discusión posible. Si estuviéramos hablando de los noventa y comienzos de siglo, no hay duda alguna mientras rija honestidad analítica: fue la etapa más dramática de la clase trabajadora, tanto por la génesis de desguace del Estado, y su remate al mejor postor, como por las consecuencias que se vivieron al cabo de esa segunda década infame. Sólo podría comparársele el período de la última dictadura, porque se le agrega el terrorismo estatal. Hoy, en cambio, una parte de la biblioteca puede hablar, entre otros asuntos, y lo bien que hace, de los trabajadores precarizados, negreados, que son alrededor de un tercio, o más, de la población económicamente activa. El mismo Estado negrea, a través de sus contrataciones de personal. La inflación, producto de una puja distributiva en que los grandotes concentrados –extranjerizados y no– terminan invariablemente comiéndose a los más chicos del consumo elemental, es un forúnculo del modelo que tampoco termina de resolverse (se lo administra mejor o peor, pero no se resuelve). La eterna esperanza de una burguesía nacional, con un espíritu patriótico que anteceda a sus viscerales intereses de clase, insiste en revelarse como una ingenuidad, o como un horizonte que atraviesa demasiadas dificultades si se trata de centrar en eso las intenciones de desarrollo industrial sostenido: de hecho, quienes permanecen como actores de presión y fijando agenda, nucleados en el “reciente” Foro de Convergencia Empresarial, son la crema y nata del ideario liberal, del golpismo de mercado, de la extorsión patronal (ver el suplemento Cash, el domingo, en este diario, en torno de que “La canción es la misma”, con la firma de Ricardo Aronskind). Y como si fuera poco, en lo coyuntural, la sacudida de la devaluación del verano y las restricciones en el consumo, junto con el incremento de las tasas de interés que en parte sirven para contener al dólar pero al costo de golpear fuerte en el crédito, envalentonan a algunos grupos para producir ya suspensiones de personal. La fiesta de que viene la industria automotriz durante largos años, por caso, no le impide proceder de esa forma, aunque su acumulación de ganancias haya sido espectacular.
Otra parte de la biblioteca tiene argumentos igual de sólidos, o atendibles. Desde 2003 se crearon unos cinco millones de puestos de trabajo. La desocupación se redujo a 6 o 7 puntos porcentuales. También a partir de ese año el número de trabajadores no formalizados cayó de casi el 50 por ciento a cerca del 35. Las paritarias tienen plena vigencia, y hasta los gremios que lideran la combatividad contra el Gobierno ya cerraron sus acuerdos. Las cifras de consumo de sectores populares y medios, afectadas en los últimos meses por las causas consabidas, no implican una desacelaración grave de la economía ni nada que se le parezca. Vale tomar como referencia conceptual un artículo de Clarín del viernes, en su sección o apartado “Consumo & Ahorro”, que habla en el título de unas “ventas que no repuntan aunque volvieron las cuotas y las promos”. Menos mal que insertan el adversativo, ese “aunque”, porque de lo contrario sería un contraste del todo intragable que vivan lamentándose de lo mal que andan las cosas siendo que, a la par, los grandes diarios y sus grandes reproductores electrónicos tienen más publicidad que información. Ya se conoce que números y análisis de este tipo apuntan en esencia hacia el consumo de clase media, pero es que, justamente, es ésa la clase hacia la cual se dirige el derrotismo del lenguaje dominante. La producción de sentido de los medios va para ahí, siempre, no para las franjas bajas. Y es en esos sectores medios donde se agrupa el escándalo moral por el rumbo de la república y por una economía en pendiente perpetua. Cuando uno se adentra, sin mayor esfuerzo, en la letra “chica” de cómo nos estamos viniendo abajo, resulta que la venta de tablets aumentó más de un 92 por ciento; la de equipos de aire acondicionado, casi un 50 por ciento, al igual que los smartphones; un poco menos, pero siempre mucho, subieron las ventas de tarjetas de memoria, estufas a gas, heladeras, sangucheras y televisores planos. Son números de marzo, según una consultora a la que Clarín otorga credibilidad. En la suba de la venta de televisores influye la cercanía del Mundial, se ocupan de aclarar. Caramba. Hace poco más de diez años nos lacerábamos con que la mitad de la población había quedado por debajo de la línea de pobreza, en un país incendiado que hoy, según una estadística de la UCA profusamente difundida, “apenas” redujo al 35 por ciento la cantidad de pobres. Y ahora el problema es que cayeron las ventas de reproductores portátiles, pavas eléctricas, computadoras de escritorio, ventiladores, navegadores GPS, planchas y, un poquito, las cocinas. Lo que se dice una catástrofe.
El sociólogo Ricardo Rouvier distribuyó por la web unos postulados en los que vale la pena reparar, también a propósito de la fecha que acaba de conmemorarse. “Si miramos el día de hoy y los precedentes, veremos que hay muchas cosas que ya no están y que convergen sobre este 1º de Mayo vacío. La metáfora de ‘columna vertebral’ se hacía sobre un cuerpo (movimiento) que encabezaba la transformación o la lucha contra la represión, la dictadura, la oligarquía. Hubo cambios en el peso e interrelación de las clases sociales, según la ‘evolución’ de la humanidad. ¿Ya la ‘clase trabajadora’ no tiene nada por qué luchar? ¿Todas las conquistas se han obtenido? Seguro que esto no es así. Además, a futuro, las conquistas de estos años pueden sufrir recortes que hay que evitar. La opción seguridad del trabajo vs. salario aparece –reaparece, mejor dicho– con la autoridad de los que enuncian. Siempre hemos luchado por la unidad de la clase trabajadora con razones de emancipación. Hoy las centrales sindicales constituyen un archipiélago que afecta la acumulación de fuerzas de los sectores populares. Pero debemos sincerar que, desde la caída de Perón en el ‘55 hasta la fecha, la unidad sindical ha sido más una aspiración que una realidad. En la actualidad, la división atraviesa el momento singular que estamos viviendo en lo político; entre la alternancia institucional democrática y la vigencia del proyecto nacional y popular.”
Esa última es la cuestión, según el parecer del firmante. Esa vigencia, con todos los defectos y repliegues que puedan y deban atribuírsele. De las opciones en danza no hay ninguna que no vaya a implicar un retroceso –para la clase trabajadora y para los propios sectores medios– si es que se pone en discusión el nunca menos.
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