Sábado, 21 de junio de 2014 | Hoy
MARIO GOLOBOFF
Nuestra relación arrancaba de finales de los sesenta, de una época en que nos juntábamos alrededor de la Cooperativa Editorial Hoy en la Cultura y él provenía de un hogar muy cultivado, con una madre, Evangelina Benasso, que había fundado y alentado una revista que hizo época, Microcrítica, alguno de cuyos premios de poesía supieron estimular a buenos poetas y en cuyos concursos de cuentos fueron jurados, entre otros, Humberto Costantini y Haroldo Conti.
Después, nos cruzamos infinitas veces, en la calle, en las luchas comunes, en los exilios, en los retornos a medias, en los definitivos y, afortunadamente, aquí, en estos últimos tiempos de reconquistas, de cumplimientos, de realizaciones. No nos veíamos, ni siquiera en Buenos Aires, de una manera constante, familiar. Pero ambos, como suele suceder en estos casos de largas y calladas amistades, nos teníamos bien presentes.
Ninguno de los dos nos olvidábamos. De la memoria de él tengo más de un testimonio. De la mía, en cuanto tuve la oportunidad de fundar una colección literaria en una pequeña editorial que quería armar un catálogo importante, le pedí reconstruyera algunos de los textos que con tanto denuedo trabajaba y ocultaba desde hacía años, y pude publicarlos en un bello libro que se llamó Lección de tinieblas. Una historia de aprendizaje. Hubo también otras jornadas, otros encuentros poéticos. Y ahora, estábamos invitándolo a participar, para Cultura, en el coloquio sobre Julio Cortázar, que se hará, por el centenario del escritor, en agosto en la Biblioteca Nacional. El lo trató mucho en París durante los años de plomo y conocía bien de sus fatigas y sus solidaridades para con los perseguidos, secuestrados, “desaparecidos”. Rodolfo sabía todo sobre aquella catástrofe humana que nos tocó vivir a los argentinos, aunque lo sabía con su reserva habitual, con su fina discreción, con su fina inteligencia.
Mucho más conocido, en especial a partir de la última dictadura, por sus luchas en defensa de los derechos humanos, por su labor profesional y por sus trabajos en el área, los amigos recordamos que publicó uno de los primeros (si no el primero) enjundiosos trabajos críticos sobre la obra literaria de Haroldo Conti (El mundo de Haroldo Conti, 1969), y conocemos que al principio su formación artística fue sobre todo musical o predominantemente musical, que estudió y practicó, desde chico, ese mágico y entrañable instrumento que es el violín, y que la música jugó un papel tan importante durante toda su vida como para afirmar que hay “temas de Beethoven que nos seguirán hasta la tumba”.
Sostenía, sin embargo, que había dejado la música, o que la había postergado, lo cual puede ser cierto si por tal se entiende una práctica cotidiana, un ejercicio poco menos que profesional, pero siempre creí que no la había abandonado completamente o que, en todo caso, la música no lo había abandonado a él. Que quizás ella había elegido otros caminos para manifestarse. Porque así como muchos poetas y hombres de letras sienten (y sobre todo aquellos que han sido fundados por la música, o que han nacido y se han criado en entornos musicales) que ella los ha atravesado y consustanciado, vaya a saberse por qué incógnitos motivos y sinuosos recorridos se ha alojado, ya no en la celeste esfera o en la dudosa alma, sino en el lenguaje, y después es en la música de las palabras donde se alberga la inspiración, la vocación, no para la música tal vez, sino para lo poético verbal, o para la música que hay en la escritura. Es lo que, me parece, sucede en los textos de Rodolfo: hay un oído musical que baja, por la mano, a las palabras que escribía.
Luego, hubo otros textos, recientemente publicados, que aún habrá que releer (Otros tiempos. Relatos. Poemas. Testimonios) en los que hay versos shakespearianos y textos entrañables sobre tiempos y amigos perdidos. Pero en todos, relatos de iniciación, historias de aprendizaje, narraciones en prosa y verso de andanzas por el mundo, por la vida, por el interior de su propia cabeza y de las nuestras, debate de ideas o atrapamiento de las estrellas, incorporaba su música, la daba a oír y, de ser posible, a leer y a escuchar. Para poder, al fin, acaso como ahora, ir a “buscar el sentido en el sonido de la quena solitaria en los valles al atardecer”.
Mattarollo fue, entre muchas cosas, un abogado que no pensaba su tarea de militancia y defensa de los derechos elementales como una tarea separable (pensable por fuera, escindible) de su labor de poeta. Mattarollo formó parte de esa nueva estirpe de abogados argentinos que hicieron de su actuación en la Justicia una actuación indisociable del testimonio poético fuera de los tribunales, donde el Derecho nace. El Derecho nace con la palabra; de las mismas fuentes que nace el Derecho, nace la poesía. Mattarollo fue de esos abogados poetas que abrieron un camino nuevo para las nuevas generaciones de abogados-poetas. De abogados que hacen justicia mientras hacen palabra, hacen verdad. Hacen conciencia. Mattarollo tiene varios libros de relatos cortos, poemas, en los cuales puede leerse su vocación de abogado comprometido, dedicado a defender el derecho, generando conciencia en la sociedad civil (que tantas veces eligió taparse los ojos, no ver, no decir, no hablar), formando y despertando esa llama elemental, esa chispa primera, de la cual depende la Justicia. Los abogados poetas como Mattarollo son los estandartes de una comprensión nueva del Derecho argentino, que no es ni la visión positivista (formalismo cómplice de todas las dictaduras) ni el iusnaturalismo en todas sus ramas totalitarias, que asimilan Derecho a verdad. Mattarollo, como Eduardo Luis Duhalde, asimila Derecho a palabra. Derecho a poesía. Derecho a tener el coraje de decir las cosas. De no morir en el silencio sino en la poesía. Un Derecho no callado sino jugado. Comprometido hasta el final. Hasta el último aliento. Un Derecho que sirva para quebrar todos los pactos de silencio. Un Derecho que sirva para vencer la impunidad en todas sus formas, para generar conciencia generando lazos, visiones, lenguajes.
Hace un par de años tuve el honor de compartir en Página/12 con Mattarollo una página dedicada a recordar a Duhalde, en el primer aniversario de su fallecimiento. Duhalde fue su amigo, su colega, su compañero, su hermano de militancia. La muerte de Mattarollo nos deja a todos un poco más solos, nos impone una reflexión como abogados jóvenes poetas que toman un legado, que los han leído, que han aprendido de ellos, pero nos deja este hecho penoso, la muerte física, sobre todo un camino a seguir, donde el cuidado de la Justicia es una, como nos mostró Mattarollo (también lo pensaba Cortázar, no en vano amigo de ellos, partícipe de la Cadhu), con el cuidado y la promoción de la palabra. De la palabra que había sido desaparecida, pero que volvió a ser oída. Que resucitó. Porque las palabras también pueden resucitar. Hay una palabra que había sido desaparecida, hay una palabra que habían sido torturada, que volvió a ser oída por el Derecho. Una palabra que se hizo Justicia.
En la Secretaria de Derechos Humanos, en 2011, una tarde, revisando placares en el octavo piso, junto a Duhalde nos topamos de casualidad con un libro de tapas verdes, entre libros de Derecho, un libro de literatura. Qué es esto, le pregunté a Duhalde, con el libro en las manos. Era un libro de Mattarollo, que ya se desempeñaba como embajador de la Unasur. Yo nunca lo había leído. Duhalde, que se sentó a hojear el libro mientras fumaba, como quien reinicia un diálogo personal, lo cerró y me lo dio. Yo le pregunte si “era bueno”. Eduardo simplemente me dijo “leelo”. Eso fue lo que hice. Así descubrí que Mattarollo era fundamentalmente eso: un poeta. Un abogado-poeta. Y que ésa fue acaso, como en Gelman, en Duhalde, en Viñas, una forma particular de defender la Justicia, de defender y promover los derechos humanos, haciendo de esa defensa una pedagogía poética para las nuevas generaciones. Un legado humano donde la Justicia es inseparable de la palabra bella, cargada de talento, cargada de verdad, de potencia, de deseo. Cargada de cosas que se deben decir. Que aun deben ser dichas. La poesía, lo sabemos ahora, es el (único) camino de la verdad. La poesía es la base de toda Justicia perdurable. La poesía, la llama que hace hablar al poeta, es la base de todo derecho. Esta es la visión del derecho que tenía Mattarollo, como Duhalde: un derecho nuevo, donde derecho (hacer Derecho) es sinónimo de hacer y decir poesía.
* UBA-Conicet.
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