Martes, 2 de septiembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Norma Giarracca *
Lo que vamos conociendo acerca de la apropiación de Ignacio Guido Montoya Carlotto y el asesinato de su madre nos lleva a reflexionar sobre la trama nefasta de dirigencia agraria, cuarteles militares, empresarios y sociedad civil en territorios alejados de grandes ciudades, en este caso Olavarría. Se sospecha que el ganadero dueño del campo donde trabajan las personas que criaron al joven fue quien entregó la criatura a sus subordinados: Carlos Aguilar, miembro de una de las tantas sociedades rurales dependientes de Confederaciones Rurales Argentinas, de Carbap, fue quien habría entregado al recién nacido que provenía de los centros de detención clandestinos del Ejército Argentino. Pero aparte de ese militar y del terrateniente se necesitaron muchos otros de la sociedad civil: médicos que firmaron certificados falsos, miembros de registros civiles que ocultaron, etcétera. Es decir, una trama cívico-militar que funcionaba como poder real en la dictadura de 1976-1983 y poder oculto después del retorno a la democracia.
Es conocida la participación de la clase terrateniente en los golpes de Estado de todo el siglo XX y su gran responsabilidad en el de 1976, pues se sintió amenazada por la política agraria del gobierno nacional tendiente a modificar la gramática del poder terrateniente. Un hombre de las filas de la Sociedad Rural Argentina, José Alfredo Martínez de Hoz, fue el primer ministro de Economía de la dictadura, y la Secretaría de Agricultura sufrió una fuerte represión interna comandada por las Fuerzas Armadas y por otro hombre del sector: Jorge Zorreguieta. Esta aparcería entre los sectores terratenientes y el Ejército tiene una historia tan larga como los derroteros de la Argentina “moderna”, con la Campaña al Desierto como punto inicial.
No es de extrañar, entonces, que en territorios cuyas dinámicas económicas pasaban por el sector agrario, con algunas empresas de tipo primario–industrial, así como telarañas de actores medios con vínculos de lealtad con los poderosos y tradicionales con los sectores subalternos, hayan ocurrido desapariciones, ocultamientos y silencios cómplices. La cementera, los militares y los ganaderos, con un séquito de profesionales seguidores de la ideología autoritaria, formaron esa trama de complicidad. Fue Olavarría y también fue General San Martín, de Salta, donde se logró señalar la complicidad en las desapariciones de Carlos Pedro Blaquier, o cualquier otra región parecida (pensemos en Tucumán, por ejemplo).
Lo que llama la atención en Olavarría es que esta trama de complicidades se haya mantenido 30 años después de la dictadura y que el presunto mandato del terrateniente Aguilar de negarle a Ignacio Guido su condición de “adoptado” se haya cumplido. Hay que pensar que cuando juega el dispositivo del terror resultan procesos largos que no cambian de un momento para otro; se internalizan obediencias difíciles de superar generacionalmente; se necesitan discursos externos que permitan visualizar los vínculos de dominación de los cuerpos y de las mentes, y el regreso a la democracia como procedimiento no garantiza que los discursos democratizadores circulen. Y de hecho esto es lo que sucedió con frecuencia en estos tiempos: por ejemplo, mediáticamente se expresó admiración por personajes como Amalita Fortabat o Nélida Arrieta de Blaquier, o por sus maridos empresarios, ignorando sus historias, y ni qué hablar de la apología de las propuestas de país neoliberal, que inician los militares y hasta hoy se mantienen.
Es necesario comprender que la subordinación de sectores sociales en zonas agrarias tiene especificidades en relación con las zonas industriales urbanas. El peón rural permanente subordina su vida con una muestra de obediencia de la que dependen no sólo su trabajo sino también su vivienda, sus relaciones sociales, etcétera. Existe un solo discurso hacia el “patrón”, hay menos posibilidades de un discurso “oculto” de bronca y rebeldía que se pueda transformar en acción, como pasa con otros espacios y sectores sociales. Asimismo, “criar un niño” en el campo no tiene el mismo significado que en las ciudades, la naturalización de la acción sorprende una y otra vez. Lo que deseamos poner de manifiesto es que las diferencias culturales entre las poblaciones del campo y de la ciudad deben ser tomadas en cuenta. Sin dudas, hoy en Olavarría como en San Martín se imbrican discursos conservadores con otros construidos por jóvenes que decidieron hacer memoria y justicia en todo el país y que están cada vez más acompañados. Como dijo Ignacio Guido, “es una característica de la ciudad que lentamente va cambiando. Si trabajamos, vamos a lograr una ciudad que tenga aún más conciencia social de la que tiene” (Página/12, 27 de agosto). Es una buena oportunidad para lograrlo, y no sólo en Olavarría.
* Socióloga, profesora titular de Sociología Rural (Ciencias Sociales - UBA).
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