Miércoles, 15 de octubre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mempo Giardinelli
No hace falta ser de izquierda para apoyar al presidente Mujica y al Frente Amplio en Uruguay, como no hay que ser aymara para apoyar al presidente Morales en Bolivia. Así, tampoco es indispensable ser afiliado al PT para apoyar a Dilma en Brasil ni ser o declararse antipopular para dar su voto a Aécio Neves y así siguiendo.
Pero esa misma lógica en la Argentina no parece funcionar. Al menos en Buenos Aires, que es la punta visible de nuestro iceberg, las cosas no tienen matices y se juegan a todo o nada, según parecen prometer candidatos como el mendocino Ernesto Sanz, que sorprendió a la civilidad diciendo que si llegara a ser presidente “derogará y anulará todas las leyes recientemente votadas por el Congreso que van saliendo de manera autoritaria, como el Código Civil, la Ley de Abastecimiento y la Ley de Hidrocarburos”.
Es la misma, absurda lógica según la cual ahora es moda entre opositores sostener que hay en la Argentina “una dictadura, porque todas las leyes se votan como quiere el Gobierno”.
Curiosos demócratas de cartón los que dicen eso, entonces, porque la esencia de la democracia es el voto de los ciudadanos, que consagra a los candidatos que obtienen mayor número de sufragios. De manera que si un gobierno gana las elecciones y alcanza una mayor representación parlamentaria, es obvio, natural y lógico que impulsará sus políticas mediante las mayorías parlamentarias que haya conseguido.
Esta verdad de Perogrullo es tenida como lógica política en todos los países respetadamente democráticos: republicanos y demócratas norteamericanos imponen sus mayorías cuando las tienen, y a nadie se le ocurre hablar de “dictadura” por eso. En Italia es común que las votaciones sean ajustadísimas, pero el que gana, aunque sea por un voto, es respetado porque representa –guste o no– a la mayoría que tiene más legisladores. En Francia, Alemania, España, México, Chile o donde sea esto es así.
Sin embargo, en nuestro país, inficionados del resentimiento periodístico imperante (que es capaz de argumentar cualquier sofisma) y vacíos como están de ideas propias, la mayoría de los opositores (por lo menos la media docena más nombrada) pierde el rumbo día a día, con lo que no hace otra cosa que fortalecer las posiciones del para ellos detestable gobierno K.
No deja de ser gracioso, pero en realidad es patético porque están rebajando la política a nivel del zócalo. Y encima, para desesperación de sus ideólogos mediáticos, ahora no tienen más estrategia que la fuga hacia adelante consistente en repudiar una de las mejores leyes de la democracia volviendo a judicializar su terco incumplimiento.
Claro que no es irracional que lo hagan. Lo que pretenden es simplemente aguantar hasta que en 2015 desaparezca el kirchnerismo. Por eso hablan de “fin de ciclo”. Por eso la locura de reducir la política a epítetos como “yegua”, “corruptos”, “ladrones” y un largo etcétera de adjetivos descalificadores.
Ni los mandantes mediáticos ni sus candidatos de juguete se formulan la pregunta que a estas alturas puede ser la del millón: ¿y si la ciudadanía no los vota? ¿Y si el llamado “modelo” o “proyecto” se prolonga un cuatrienio más?
Desde luego que esta columna no intentará responder esa pregunta, pero sí quiere dejarla picando frente al arco.
Cuando toda Latinoamérica mira con inquietud hacia Brasil, que votará dentro de poco la continuación del proceso iniciado por Lula da Silva hace doce años o el retorno a los viejos gobiernos simpáticos para el poder económico nacional e internacional, cabe recordar una fuerte idea del gran periodista y demócrata uruguayo Carlos Quijano –creador de Marcha y sus célebres Cuadernos– quien en su exilio mexicano pedía que le trajesen menos notas contra la dictadura: “A mí no me preocupa tanto el gobierno, que ya sabemos todo lo malo que hace. Lo que me preocupa es la oposición, por todo lo que no hace”.
Cuando la Justicia argentina sigue haciendo agua por todos los agujeros del barco –y están condenados y presos centenares de trabajadores por protestar, mientras el gran desindustrializador e inventor de megacanjes y corralitos es absuelto– el panorama no deja de ser preocupante y exigiría no digamos mejores propuestas, pero por lo menos propuestas.
De lo contrario no sería raro que –si se cumplen los deseos de moda en la oposición y sus ideólogos mediáticos– en algún momento después de 2015 vuelva este país a tener al Señor Domingo Cavallo como ministro de Economía. Por dar sólo un ejemplo, digo, y Dios nos guarde.
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