Lunes, 3 de noviembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Por su relevancia interna y por sus enseñanzas hacia la región, es tan difícil como inconveniente sustraerse del influjo analítico que ejerce la victoria electoral del PT. Puede decirse otro tanto del triunfo del Frente Amplio en Uruguay, y del éxito aplastante obtenido por Evo en urnas que lo apoyaron, incluso, en las zonas más racistas de Bolivia. El combo de esos resultados en comicios limpios, incuestionables, cuando la derecha ya se regodeaba con estar a la puerta de un retroceso generalizado de las experiencias progresistas continentales, da una pauta esperanzadora que no confirma, solamente, la realidad de terreno en disputa: ratifica que los procesos denostados como populistas están en condiciones de seguir concitando el respaldo popular mayoritario, a pesar del desgaste natural de tantos años en el ejercicio del poder, de sus deficiencias y de la prédica adversa, bestial, de unos medios de comunicación que también revalidaron ser los actores políticos principales de este tiempo.
Con una impudicia que debería ser inconcebible si no fuera porque se trata de ejércitos periodísticos en operaciones, el tratamiento comunicacional del caso brasileño fue impactante. Allá y aquí. Primero consistió en dar por derrotada a Dilma Rousseff en manos de una predicadora eco-evangelista, quien asumió como propios todos los dictados del ideario neoliberal. Una clásica vendehumo de retórica inflada, sin estructura partidaria ni protagonismo de calle. Agotada esa instancia, la apuesta de las grandes corporaciones se volcó a un playboy multimillonario, Aécio Neves, al que dieron igualmente como ganador casi irreversible en la segunda vuelta. Ya sobre el límite del ballottage, las encuestas del establishment detectaron que una buena porción del electorado, susceptible de votar a Neves, optaría por rechazar su monserga terrorista respecto de la economía y de los logros obtenidos por el PT en sus doce años de gestión, que sacaron de la pobreza estructural a unos 40 millones de brasileños. Con toda frescura, los gurúes de esa derecha cambiaron su prognosis de la noche a la mañana. Dijeron que la victoria de Dilma estaba cantada y, desde ya, no se preocuparon por implementar autocríticas siquiera exiguas. Simplemente, señalaron que al PT sólo le cabe tomar nota de una mitad brasileña que desearía volver a la derecha explícita y que no dejará en paz a la restante. En esa versión de la realidad mediática, quienes componen la mitad ganadora serían algo así como 55 millones de suicidas que, tarde o temprano, advertirán cuánto más conveniente era votar a sus verdugos. Una de las claves de la elección fue que Neves perdió en el estado que gobernó, Minas Gerais, pero a la prensa ultrahegemónica de Brasil tampoco le importó que, tal vez, los mineiros aprendieran de cuán confiables resultaban las quimeras propuestas por su dandy. Sólo se habría tratado de errores de comunicación y no de que una mayoría estrechísima, pero mayoría al fin (más de 3 millones de votos), le dio la espalda al bombardeo propagandístico, desembozado, con que los medios apoyaron al candidato opositor. Emir Sader, uno de los más prestigiosos intelectuales latinoamericanos, se contó entre quienes recalcaron (Página/12, lunes pasado) la obviedad imprescindible de que, por cuarta vez consecutiva, los brasileños reafirmaron el camino empezado por Lula. “Lula decía que era mejor ganar en segunda vuelta, porque, en la contraposición de dos proyectos, las alternativas y sus diferencias quedan más claras. Y así fue: se han contrapuesto políticas de centralidad del mercado, de libre comercio, de reducción del peso del Estado, de rebaja salarial, de aumento del desempleo, de contracción de los bancos públicos, de alianzas internacionales privilegiando a los Estados Unidos, entre otras, por parte del candidato de la oposición (...). El cansancio respecto de la campaña de denuncias (de corrupción) –tantas de ellas sin pruebas– ha hecho que ese tema perdiera efecto.”
Por supuesto que cualquier semejanza de ese contubernio mediático-opositor con la semblanza argentina no es pura coincidencia. Tampoco lo es la presentación electoral del candidato liberal uruguayo, Luis Lacalle Pou, como una carmelita descalza procedente de la nada, con relatos escolares que el contrincante del Partido Colorado, Pedro Bordaberry, hijo de uno de los autores de la dictadura de 1973, tradujo como se debe: “Vengo para hacer mierda a Tabaré”. Ninguno de estos datos y conceptos pretenden trazar una imagen apologética de los modelos revalidados en curso. Sólo es cuestión de que podrá discutirse si el capitalismo redistributivo de Brasil merece ser considerado de izquierda, pero no que está a la izquierda de cualesquiera de las opciones realmente existentes. ¿La pregunta es si Lula-Dilma-PT son una alternativa izquierdista, o si toda otra cosa significaría un retorno a las cavernas neoliberales? ¿Es si Tabaré escenifica a un moderado modoso a la derecha de Mujica, o la probabilidad más a la izquierda en una sociedad mucho más conservadora que lo sugerido por la simpatía que despiertan los uruguayos? Chile, con su violencia clasista institucional y la variante Bachelet como único amortiguador socialdemócrata (digamos); Venezuela, con su batalla entre el proyecto de emancipación a los tumbos, ya sin líder, contra una clase rentística salvaje; Ecuador, entre Correa y otra derecha igual de brutal, representan alternativas similares acerca de cómo se construye algún intento de avance o la seguridad del retroceso. La ligerísima explicación que hallaron los vencidos, para justificar sus derrotas electorales de estas semanas, es hablar de un efecto todavía vigente gracias a la bonanza internacional de que gozaron los populismos en los últimos años. Listaron un par de elementos consabidos. Uno, el alza internacional del precio de las materias primas que exportan los países subdesarrollados. Dos, la baja en las tasas de interés estadounidenses, en medio de la crisis que llevó a la Reserva Federal a imprimir dólares a lo pavote para reactivar la economía y que redireccionó capitales hacia los mercados emergentes. No tienen otra argumentación. Olvidan a sabiendas la explicación de que, en circunstancias históricas similares, ese viento de cola no fue aprovechado en los patios de atrás para propender a modelos de desarrollo más o menos autónomos, más o menos integrados regionalmente, sino para provocar deuda externa a través de sus gerentes locales. Para nuestro caso, Martínez de Hoz y sus antecesores y sucedáneos del tipo Cavallo, cualquiera de los miembros de AEA e IDEA y cualquiera de las siglas bajo las que se arropan los promotores del libre mercado, a favor de maximizar su tasa de ganancia al costo social que fuere.
Cuando se aprecia el tamaño de esta confrontación estructural, bien que hacia dentro del sistema capitalista y no en sus márgenes testimoniales, queda muy reducido el tamaño de los temas agitados por la prensa contra estos modelos situados, por lo menos, a la izquierda de la derecha. Inflación, seguridad y corrupción son el tríptico exclusivo con que machacan. Por cierto que no son asuntos superficiales. Lo menor, lo frívolo, lo ignorante, es la cínica pretensión de que un retorno a las variantes neoliberales –por aquí evitan llamarle menemismo porque da vergüenza ajena– será la fórmula, mágica, instantánea, mediante la cual se acabaría con esas lacras generadas históricamente por los mismos dueños corporativos que las denuncian. No son recetas técnicas lo que está en juego (que también). Es odio de clase. Es remitir a micros llenados compulsivamente para actos públicos, aparatos clientelares, construcciones de relato, liderazgos demagógicos, todo lo que se hizo para devolver un pedazo, pedacito de la torta a los sumergidos de siempre. Y para reparar a sectores de clase media cuya droga aspiracional no pasa por compartir reconquistas, sino por sentir la felicidad de que hay alguien abajo y que allí debe seguir. ¿Cómo compensan, de lo contrario, la angustia de ser un eterno fiambre del sandwich? Para peor de sus males, la oposición no encuentra quién la cobije con credibilidad masiva desde sus ofertas políticas. Son una bosta impotente, supo decir hace poco uno de sus propios y más repercutidos comunicadores. Sea en forma de carta enérgica al presidente de los Estados Unidos por designar a una lobbista de los fondos buitre, por el crédito de reservas acordado con los chinos o por un proyecto de ley de telecomunicaciones que no esperaba nadie, Cristina volvió a demostrar que la iniciativa le pertenece en soledad. Los demás, invariablemente, continúan militando en hacer comentarios. Ninguno de los asuntos citados les quita el sueño a las grandes mayorías, seguramente. Nadie se desvela por el enfrentamiento contra el empleado principal del Imperio, ni en torno de si Argentina Digital beneficia a Telefónica contra Clarín. Pero podría decirse que esa capacidad de iniciativa acumula intuición popular sobre para dónde juega cada quien, y qué es lo que protege mejor.
El año que viene se vota y habrá de definir la marcha económica coyuntural, el bolsillo de todos los días, el dólar, las expectativas de corto plazo, bastante o muy por encima de grandes concepciones ideológicas. Pero justamente es ése el problema de la derecha. ¿Qué pasa si el andar de la economía se revela mejor, menos riesgoso, un tanto más confiable, tripulado por quienes ideológicamente reconocen que no pueden ni deben ir para atrás? Acaba de suceder en Brasil y aledaños. Podría suceder entre nosotros.
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