Sábado, 29 de noviembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Por Luis Bruschtein
Por la activación de causas judiciales –algunas de manera inexplicable, como la de Hotesur– que afectan al Gobierno, hay interpretaciones en los medios opositores que hablan de una rebelión de jueces. En Perfil dan algunos nombres de magistrados. Columnistas de Clarín y La Nación dan cuenta de reuniones conspirativas y estiman que, de esta manera, los jueces rebeldes tratan de congraciarse con un supuesto nuevo gobierno que provendría de la oposición. La realidad no respaldaría esta conclusión porque las encuestas muestran que por ahora ganaría el candidato del oficialismo y que Cristina Kirchner tiene un alto índice de aprobación. Justamente por estos datos, desde el oficialismo se acusa a algunos jueces, pero sobre todo a Bonadio, de buscar que la Presidenta arrastre a lo largo de la campaña electoral una acusación activa por corrupción, con citaciones y movidas tribunalicias. Si las conclusiones finales son diferentes, la oposición y el oficialismo coinciden en un punto que deja mal parado al oportunismo del magistrado: las causas abiertas en estas circunstancias no tienen un trasfondo judicial, sino político. Hasta para la oposición es imposible ocultar la motivación política de lo actuado por Bonadio.
Más allá de los nombres que circularon como parte de esta conspiración de señorías –muchos de ellos incluidos en la lista en forma arbitraria–, es visible la reacción corporativa que trata de aislar el ámbito de la Justicia para impedir cualquier cambio al statu quo actual. La reacción corporativa es igual a la de las patronales rurales ante la Resolución 125, a la de las corporaciones mediáticas ante la ley de medios o a la de Repsol y las AFJP ante la nacionalización de YPF y la recuperación de los aportes jubilatorios. Ha habido connivencia con intereses económicos en muchas de las actuaciones legales que se abrieron en esas circunstancias, pero los funcionarios judiciales que operaron, además estaban protegiendo sus propias prerrogativas. El mantenimiento de los privilegios en el sistema judicial depende también de la inmovilidad en el resto de la sociedad. Si todo lo demás se mueve, indefectiblemente les llegará también la hora.
El Gobierno logró renovar la Corte Suprema; las leyes para la democratización de la Justicia fueron parcialmente rechazadas; la reforma del Código Penal no pudo siquiera ser presentada al Congreso; logró aprobar con mucho esfuerzo la reforma y unificación de los códigos civil y comercial; a partir de enero tendrá mucha dificultad para elegir al reemplazante de Raúl Zaffaroni en la Corte y el jueves próximo se dispone a sancionar en Diputados la reforma del Código Procesal Penal que ya fue aprobada con numerosas modificaciones por el Senado. La oposición vota en contra a pesar de que está a favor de la sustancia del proyecto y que el texto está inspirado en otro que presentó el radicalismo en los años ‘80.
En los medios opositores se ha instalado que esta reforma quiere restarles poder a los jueces para transferirlo a los fiscales. La nueva norma plantea la creación de 17 nuevas fiscalías y más de mil puestos en la Justicia, lo que es presentado como un ataque a los jueces y un avance del Gobierno sobre la Justicia a través de los fiscales. El voto negativo de la oposición, incluido el voto de los radicales y algunos progresistas, es presentado como parte de una resistencia heroica, igual que cuando hablaban de “la guerra gaucha” para describir la violencia mezquina de las patronales rurales en defensa de su renta extraordinaria.
Los debates por las reformas de la Justicia han conformado campos similares a los de otras votaciones. Un campo se define por su vocación de transformar y otro por mantener el statu quo. El argumento siempre es que detrás de las reformas hay fines ocultos, ya sea económicos o políticos. Ha sido el argumento en absolutamente todos los debates, desde la renacionalización de YPF o Aerolíneas hasta la ley de medios o Argentina Digital. Es como si hubiera dos fuerzas: el partido del cambio y el partido conservador, donde se incluye a parte del progresismo que se frustró con el gobierno de la Alianza, como si se reafirmara en esa frustración como identidad política.
El proceso que inauguró el gobierno kirchnerista para designar a los integrantes de la Corte fue el más transparente de la historia del máximo tribunal. Todos los anteriores trataron de tener Cortes adictas. En cambio, nadie puede acusar al kirchnerismo de haber designado una Corte propia. Sin embargo, se da por sentado que todas las medidas que toma el Gobierno tienen ese trasfondo turbio. Raúl Zaffaroni, uno de los designados en aquel proceso de renovación, es el primero en cumplir el límite de edad de 75 años que incluyó la Constitución del ’94. En un gesto teatral que no tuvieron cuando el menemismo designó a la mayoría automática, los senadores opositores firmaron un compromiso para impedir la designación del juez que deberá reemplazarlo en la Corte. Zaffaroni era un juez respetado, pero considerado un outsider de la corporación, un juez de ideas marginales, una especie de utopista y no práctico, un juez para dar clase y no para ejercer y menos en la Corte. Ningún otro gobierno lo hubiera puesto allí. La oposición no quiere la designación de otro Zaffaroni, que es una figura de cambio, de modernidad, frente a los tradicionales jueces conservadores.
El mensaje implícito en ese compromiso sobredimensionado, peligroso desde el punto de vista institucional cuando al Gobierno le falta todavía un año de gestión, y la presentación de la reforma al Código Procesal Penal como avasallamiento de la Justicia, son cómplices de la actitud del juez Bonadio que intenta de esa manera presionar para frenar los expedientes de destitución que afronta en la Magistratura.
Esos tres planteos en y sobre la Justicia son esencialmente falseados. Ninguno es como dice. El compromiso de los senadores es puro teatro electoralero, el rechazo a la reforma del Código Procesal no tiene nada que ver con el avasallamiento de la Justicia y la causa abierta por Bonadio no tiene motivo judicial, sino político. El juez tiene nueve y ahora diez expedientes de destitución, algunos de ellos muy graves, como haber dejado prescribir negociados del menemismo o retrasar en forma injustificada la investigación a grandes laboratorios acusados de la muerte de pacientes hemofílicos infectados en transfusiones de sangre. El oficialismo no ha conseguido los nueve votos que se requieren para realizarle juicio político porque la oposición protege al juez que ha procesado al vicepresidente, Amado Boudou, porque los gestores falsificaron su firma en la adquisición de un auto de 1993, y que ha lanzado una ruidosa investigación contra la presidenta Cristina Kirchner en pleno año electoral. Hay intereses muy claros en juego donde lo que menos interesa es la Justicia.
La estupidez del final de ciclo es una fantasía propagandística electoral. La oposición actúa como si realmente el kirchnerismo fuera a perder las presidenciales o como si después de ellas el kirchnerismo dejara de existir. Tal como se presentan las encuestas, tiene más posibilidades de ganarlas que la oposición. En el peor de los escenarios para el oficialismo –perdiéndolas–, aun así podría llegar a mantener el control del Congreso o ser la primera fuerza de oposición. Mantendría una potencia de fuego mayor de la que tiene ahora cualquiera de los partidos opositores. Si en esas condiciones el kirchnerismo replicara la estrategia de obstrucción opositora cerrada, no habrá fuerza política que pueda gobernar. Será imposible designar jueces, aprobar leyes o diseñar políticas de Estado; sin hablar de la demostrada capacidad de movilización del kirchnerismo en la calle. Si la estrategia de la oposición se basa en ese famoso final de ciclo, está llevando estúpidamente el país a un callejón sin salida. Ganen o pierdan, las fuerzas políticas conservadoras tienen que aceptar que deberán convivir en forma democrática con esta fuerza popular, a veces en mayoría y a veces en minoría. Jugar al todo o nada como está haciendo la oposición sobre la base de una hipótesis falsa, empuja al país a la nada.
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