Martes, 30 de diciembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › TRES REPRESORES FUERON CONDENADOS A PRISIóN PERPETUA POR LOS DELITOS COMETIDOS EN MONTE PELONI
En Olavarría, el Tribunal Oral Federal Nº 1 de Mar del Plata dictó penas de prisión perpetua para Ignacio Aníbal Verdura, Walter Grosse y Omar Ferreyra por homicidios, secuestros y torturas. Horacio Leites fue condenado a ocho años de cárcel.
Por Silvana Melo y Claudia Rafael
Treinta y siete años después, la misma ciudad que en agosto se vio sacudida ante la aparición de Ignacio Guido Montoya Carlotto, y que aún espera la investigación sobre la responsabilidad de Loma Negra en el asesinato del abogado laboralista Carlos Alberto Moreno, vislumbró una luz de justicia. El Tribunal Oral Federal Nº 1 de Mar del Plata dictó penas de prisión perpetua en tres casos y de ocho años de cárcel en otro a los represores que –desde diferentes roles– manejaron los hilos del poder en la Olavarría durante la dictadura.
La sala estaba atestada. Un par de ventiladores y decenas de abanicos aliviaban escasamente el calor agobiante en el SUM de la Universidad del Centro, mientras los cuatro acusados esperaban la sentencia por su participación en los secuestros, torturas y homicidios cometidos en el circuito represivo de la zona. Olavarría hervía en su cemento fundante con más de 33 grados al mediodía. Ignacio Aníbal Verdura, Walter “el Vikingo” Grosse, Omar “Pájaro” Ferreyra y Horacio Leites escucharon la determinación de su destino inmediato sin inmutarse. Verdura, con más de 80 años y una salud extremadamente frágil que se hacía visible en su andar inseguro, sabía que cualquier condena para él sería perpetua. Literalmente lo fue. De ese hombre omnipotente, de ese criminal convencido de los servicios ofrendados a la patria, sólo quedaba la mirada. La mirada terrible. El resto es un muestrario de los estragos del tiempo.
Para los sobrevivientes, las casi cuatro décadas en espera de justicia, en un andén donde durante años sólo se detuvo la soledad, también gastaron las piernas, marcaron la piel y ensombrecieron el alma. Algunos no llegaron a ver esa justicia consumada. Pero ayer, cuando los nubarrones de una inminente tormenta de verano hacían un poco más soportable la intemperie, la recuperación de la alegría como militancia fue la sensación mayoritaria. Acaso sintetizada en las palabras de Rosana Cassataro, familiar de cuatro desaparecidos: “Nosotros nunca buscamos venganza. La única venganza es la alegría, la que no nos pudieron arrebatar”.
Apenas pasados unos minutos de las 11, se abrió la audiencia con sólo un testimonio pendiente: las últimas palabras que Omar Antonio Ferreyra aceptó pronunciar. Afectado por un cáncer, dijo que no pediría clemencia porque “clemencia piden los culpables”. Responsabilizó a las superioridades, juró su inocencia y pidió ser devuelto de inmediato “al hospital por mi estado crítico”. Luego del cuarto intermedio de dos horas, Ferreyra volvió: el tribunal había rechazado el pedido.
La voz del juez Roberto Falcone repasaba cada tramo de la sentencia mientras la mirada de Verdura apuntaba hacia el gris de los baldosones de la sala. Walter Grosse y Omar Ferreyra quedaron unidos en el destino de las penas: “Prisión perpetua e inhabilitación absoluta y perpetua, suspendiéndose el goce de toda jubilación, pensión o retiro” como autores de “homicidios agravados por alevosía y por el concurso premeditado de dos o más personas de los que resultaron víctimas Jorge Oscar Fernández y Alfredo Serafín Maccarini”, más la privación ilegítima de la libertad agravada en 20 hechos y tormentos en otros 15. Apenas un par de músculos de sus rostros se movieron mínimamente ante un destino esperado.
En el campus, una pantalla gigante transmitía la audiencia para quienes se habían quedado afuera. El clima agobiante era compartido. Los aplausos y algunos abucheos inmediatamente abortados por el juez Falcone se replicaban afuera, donde no había sala para desalojar.
Sin embargo, el residente más estable en los dos ámbitos fue el profundo dolor que sobrevive a los tiempos, que quiebra a los Fernández (Osvaldo, sobreviviente; y Jorge Oscar, asesinado), que sube la presión y la diabetes de Araceli Gutiérrez (víctima y actual casera de Monte Peloni), que atraviesa la vida de Juan Pablo Villeres y su abuela Purita, ambos todavía esperando una noticia de Graciela Follini y Rubén Villeres, devorados por las fauces del Estado terrorista. El mismo que ayer, como definió Carmelo Vinci (víctima y parte de la Comisión por la Memoria), “fue condenado a perpetua”.
A la derecha de la sala, los familiares de los represores se replegaban en su soledad de minoría. Los hijos de Verdura escucharon el veredicto entre lágrimas. El hijo de Walter Grosse eligió la mirada desafiante. Todos salieron en silencio cuando la lectura de las condenas cerró el juicio hasta el 25 de febrero en la sede marplatense del Tribunal, cuando se leerán los fundamentos de la sentencia.
La suerte de Leites fue más benigna: apenas ocho años de cárcel por privación ilegítima de la libertad y tormentos. Su participación podría tener mayores elementos probatorios en el juicio Monte Peloni II, aún en etapa de instrucción penal.
Tras una lectura que se extendió por 26 minutos exactos, el último punto fue la revocatoria del arresto domiciliario de Verdura por los “peligros procesales” y “las amenazas durante el juicio”.
Cada uno de los imputados –advirtió Falcone previo al inicio de la lectura del fallo– hizo aportes a “un sujeto colectivo, que es el aparato organizado de poder, que se tragó vidas, secuestró y torturó. Los delitos cometidos no son delitos de mano propia. No tortura solamente el que ejerce violencia sobre la víctima sino, también, el que lo permite o el que no lo interrumpe, teniendo el deber de hacerlo”.
Para Juan Pablo Villeres, hijo de padres desaparecidos, las sensaciones fueron “contradictorias; uno se resiste a pensar que están muertos”. La sentencia “no calma el dolor”, pero “marca la permanencia de la esperanza”. Araceli Gutiérrez sintió el peso de la muerte definitiva de su hermana Pichuca: “Se condenó por su muerte; ya no están desaparecidos, están muertos; no están porque los mataron”.
A Pura Puente de Villeres, con sus 90 años, “la sentencia me cambia la vida, que haya justicia me cambia la vida, con todo lo que yo he recorrido”, dice con su pañuelo blanco, sus magros 37 kilos y su esperanza de más vida.
A un costado, el fiscal federal Daniel Adler decía que “lo importante es que este juicio repara a toda la comunidad. Una prisión perpetua que se dicta, responde a la necesidad de mucha gente, no sólo de quienes fueron víctimas aquí. Este juicio tuvo un alto valor simbólico”.
Cuando ya todo llegaba a su fin y en el campus el ritmo era marcado por la música murguera, el presidente del Tribunal analizaba en diálogo con Página/12: “Siento una satisfacción que tiene sabor demasiado agridulce. Ver acá a Pura de Villeres, con más de 90 años, hace pensar en el retardo injustificado de años a la hora de resolver. O la mamá de los hermanos Fernández, a la que le llevaron dos hijos y le devolvieron uno adentro de un cajón con la prohibición expresa de verlo. Ahí queda muy clara la clandestinidad con la que actuaron. Y Olavarría se merecía hacer un poco de luz sobre el terrorismo de Estado”.
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