Martes, 30 de diciembre de 2014 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Eduardo Fabregat
Los que se fueron no volverán, y contra eso no hay remedio. Es lo que eterniza el manto de dolor sobre Cromañón y lo convierte en una cicatriz social inocultable. Pero a diferencia de otros casos resonantes –el atentado a la AMIA, por dar un ejemplo–, el décimo aniversario de la masacre se cumple con un proceso judicial completo, que identificó, juzgó y sentenció a los responsables directos. Puso a la luz la serie de desatinos que permitió que sucediera lo que sucedió, dejó en evidencia la vacuidad de algunas consignas tribuneras y la endeblez de ciertos pases de factura, ese “yo no fui, fue él” que caracterizó a los primeros meses tras la tragedia.
Aun así, todavía quedan pasos por cumplir. Y ofensas por realizar: este fin de semana apareció en las redes una foto en la que Patricio Santos Fontanet vuelve a victimizarse. Mientras espera la sentencia definitiva que dirima si queda en libertad o vuelve a prisión, el cantante de Callejeros pide su absolución a través de un cartel, insiste con la teoría de que a los pibes no los mataron la bengala ni el rock and roll, los mató la corrupción. En esa premisa, lo único cierto es que el rock and roll no provocó ninguna muerte. El incendio sí comenzó por la pirotecnia que el grupo celebraba y alentaba, y la corrupción se encargó del resto. Corrupción de funcionarios públicos y de quienes los corrompieron, grupo al que pertenece el mismo Fontanet. Con cinismo a prueba de todo, el músico sigue tratando de borrar de la historia que fueron él y el manager Diego Argañaraz quienes se encargaron concienzudamente de burlar controles y meter pirotecnia en los conciertos. Oculta lo que quedó demostrado y probado en el juicio, el bolso lleno de fueguitos bajo el escenario de Excursionistas, los arreglos con la barra de seguidores para meter bengalas, candelas y tres tiros en Obras Sanitarias dos días antes del show, la realidad incontrastable de que la organización del show del 30 de diciembre corrió por cuenta de la banda y no de Omar Chabán. Los fuegos presentados como “la cereza en la torta” y las gacetillas que se enorgullecían de ser “la banda más bengalera del país”. La corrupción tiene muchas caras.
“Basta de culpar a Callejeros” es otra de las consignas que se han meneado en estos años, y algo de razón tiene: no todos los músicos de la banda tuvieron el mismo peso en las decisiones, y parece injusto que el escenógrafo o el bajista carguen con lo mismo que quienes tenían la manija. Cromañón dejó la dolorosa enseñanza de que ciertas cosas no pueden ni deben repetirse en el universo rock, pero si hay algo que también debe quedar claro es que ser músico no significa ser automáticamente inocente. La teoría de que “la música no mata” es engañosa y pueril: la música es más sanadora que nociva, pero un músico sin escrúpulos puede ser tan peligroso como un inspector coimero o un gerenciador que cierra la puerta de emergencia para que no se cuele gente.
El aniversario redondo es solo eso: un aniversario redondo que reaviva la visibilidad del hecho y reactiva discusiones. Los que se fueron no volverán. Pero la Justicia puede hacer más tolerable el dolor.
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