Martes, 24 de marzo de 2015 | Hoy
EL PAíS › A 39 AñOS DEL GOLPE > ANTICIPO DEL LIBRO ¿USTED TAMBIéN, DOCTOR?
El texto, editado por Siglo Veintiuno, analiza el rol de jueces, fiscales y abogados durante la última dictadura. Las conductas que fueron desde la complicidad militante hasta la complacencia banal y la valiente independencia.
Por Juan Pablo Bohoslavsky
Una de las aristas prominentes de la dictadura argentina fue el comportamiento de los funcionarios judiciales (jueces e integrantes del ministerio público) y los abogados durante ese período. La represión se llevó a cabo mayoritariamente en las sombras de las instituciones, más específicamente mediante una estrategia represiva clandestina, sin siquiera reconocer la desaparición misma de miles de personas. Hubo dos motivos centrales por los cuales se ejecutó esta estrategia de persecución y asesinato. El primero consistió en que de esa manera se facilitaba la implementación de la Doctrina de la Seguridad Nacional, que exigía flexibilidad y eficacia en la represión de los enemigos internos. El segundo motivo estuvo relacionado con el experimento fallido (no alcanzaron a silenciar las disidencias políticas) de gobiernos autoritarios previos, que, en especial a través del llamado Camarón, habían ensayado un plan de persecución judicial de opositores políticos. Con la llegada del gobierno constitucional de 1973, ese tribunal fue disuelto y muchos de aquellos opositores encarcelados por el Camarón fueron luego amnistiados. El 16 por ciento de esos amnistiados serían desaparecidos después del golpe de 1976.
Esta estrategia represiva clandestina no significó que los funcionarios judiciales y los abogados no cumplieran un rol prominente durante la dictadura entre 1976 y 1983 y funcional a ella. Por el contrario, contra lo que sugiere la literatura en política comparada, una parte significativa del Poder Judicial durante la dictadura en la Argentina fue activa –no sólo complaciente o apolítica– en su colaboración con el régimen, cubriendo una amplia y variada gama de conductas: desde la denegación sistemática (tanto de la Corte Suprema como de los tribunales inferiores) de hábeas corpus interpuestos por los familiares de las víctimas del terrorismo de Estado, la confirmación de la validez de las normas de facto represivas, la reticencia a investigar seriamente los crímenes, la instrucción de causas penales fraudulentas para extorsionar a empresarios en connivencia con las fuerzas de seguridad, el apercibimiento a los jueces de instancias inferiores que efectivamente realizaban las instrucciones penales, la participación en maniobras de ocultamiento de cadáveres y de las razones de esas muertes, hasta la apropiación ilegal de niños nacidos durante el cautiverio de sus madres, la intervención en tribunales militares para juzgar civiles, la prestación de ayuda para interrogar e incluso torturar a detenidos de manera ilegal y la delación de abogados comprometidos con los reclamos de las víctimas a fin de que fueran disciplinados por las fuerzas represivas. Claramente, el fuero federal fue el más activo en términos de contribución a la dictadura. Mientras en la Capital Federal el fuero federal penal se destacó en esa labor, en el interior del país fueron los juzgados federales multifueros quienes asumieron ese rol.
Los abogados también desempeñaron un papel crucial en el diseño, la implementación y el fortalecimiento político y jurídico de las Juntas. Aquellos que prestaron sus servicios profesionales para el Estado (en la Procuración del Tesoro de la Nación, por ejemplo) para facilitar los planes del gobierno de facto, la contribución política y académica de diversas entidades conservadoras que nucleaban a abogados, y los juristas y profesores universitarios que justificaban el gobierno inconstitucional coadyuvaron a un clima jurídico de época complaciente con las Juntas y sus crímenes.
Mientras se producían esas capitulaciones, también se registraron verdaderos actos de independencia y compromiso por parte de unos pocos funcionarios judiciales y de numerosos abogados, a quienes, en algunos casos, llegaron a costarles sus propias vidas. Esos mismos actos de resistencia salvaron a numerosas personas de ser torturadas, asesinadas y desaparecidas.
La fuente jurídica de la nueva autoridad político-militar derivaba, según las propias Juntas Militares, del derecho de la nación a resistir a la amenaza de su propia existencia. Este estado de excepción fue positivizado, pues constituyó el argumento utilizado para sustentar el ordenamiento jurídico de la dictadura, que subordinó la Constitución nacional a la voluntad de las Fuerzas Armadas, todo lo cual fue confirmado por la jurisprudencia nacional. La Corte Suprema estableció abiertamente que las Actas Institucionales y el Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional eran normas que se integraban a la Constitución en la medida en que subsistieran las causas que habían dado legitimidad a esas mismas normas de facto. Esta situación también se invocó para justificar la extensión del estado de sitio, la convalidación de la Justicia militar para juzgar civiles, la suspensión del derecho de opción a salir del país y la lesión del debido proceso, entre otras garantías constitucionales.
En ese contexto jurídico de facto, en el que las normas superiores fueron impuestas de manera violenta y antidemocrática, el derecho jugó un rol secundario en la implementación del terrorismo de Estado. Si bien hubo normas represivas específicas que no habrían pasado ningún test básico de constitucionalidad (como la regulación del derecho a salir del país durante el estado de sitio), la inmensa mayoría de los crímenes de lesa humanidad no se ejecutaron aplicando normas represivas, sino ejerciendo un poder omnímodo, arbitrario y sin pretensiones de referencia jurídica alguna. De hecho, cuando así lo necesitaron, las Juntas desconocieron hasta las normas por ella dictadas.
Inmediatamente después del golpe la Junta Militar dispuso la remoción de los integrantes de la Corte Suprema de Justicia y de los Tribunales Superiores de las provincias, y del procurador general de la Nación. Mientras que para los demás jueces nacionales se consagró su inamovilidad desde su designación o confirmación (Ley de facto 21.258), los otros estaban sujetos a remoción sin causa ni proceso previo. A las dos semanas del golpe ya habían sido removidos veinticuatro jueces. La integración de la Corte Suprema y la Procuración General con abogados designados sin más por la Junta garantizó, desde el comienzo del gobierno de facto, el alineamiento judicial con el régimen.
La Junta Militar intentó legitimar su propia existencia declamando un supuesto respeto a la autoridad judicial cuando ésta, de manera ocasional, procuraba cambios ornamentales en la política criminal del gobierno. Por su parte, especialmente la Corte Suprema, blandía su propia independencia mientras convalidaba con sus decisiones las acciones, políticas y normas represivas fundamentales de la Junta Militar.
Con todo, la necesidad de recurrir a préstamos de legitimidad que podía ofrecer el Poder Judicial argentino en su conjunto residió, presumiblemente, en el hecho de que, estando las Juntas Militares decididas a mantener su hegemonía y refundar el país –por ello, con vocación de conservar el poder en el mediano y el largo plazo–, el gobierno concibió políticas de poder sustentable, para lo cual la imagen pública era crucial.
Si bien el informe Nunca más de la Conadep exponía y denunciaba el rol cómplice del Poder Judicial, fue con las denuncias interpuestas ya en democracia por la sociedad civil y por agencias del Estado contra funcionarios judiciales de la dictadura (que están o han estado hasta hace poco en sus respectivos cargos) cuando se comenzó a tomar una dimensión más cabal de la amplitud y profundidad de su involucramiento en la dinámica del gobierno cívico-militar. Para dar una pauta de la relevancia de la temática, se debe señalar que, a la fecha, ha habido por lo menos noventa funcionarios denunciados penalmente, de los cuales cincuenta y tres se encuentran imputados, y sesenta enfrentaron cargos disciplinarios. Aproximadamente la tercera parte de dichos funcionarios aún continúa en sus cargos.
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