EL PAíS › HABLAN LOS TESTIGOS PROTEGIDOS DEL ULTIMO ASESINATO DEL ESCUADRON DE LA MUERTE
“Yo estaba seguro de que me iban a matar a mí”
La última víctima de la larga lista de chicos asesinados en la provincia se llamaba Leandro García y tenía 16 años. Murió en enero, baleado por un policía. Página/12 entrevistó a tres jóvenes que estuvieron en la escena; ahora dos de ellos son testigos protegidos. Aquí cuentan cómo Leandro rogó por su vida hasta que se oyeron los disparos. La historia del escuadrón.
–¿Usted vio cuando el policía le disparó a Leandro García?
–Primero un cana dice, por otro pibito, “¡se va! ¡se va!”, y enseguida le tira. Pero el pibe corre y se esconde. A otro lo agarra un policía y le pone la remera en la cabeza. Después sonó el tiro que ejecutó al finadito. Al finadito lo ejecutaron.
–¿Pero usted vio cuando le dispararon a García? –insiste Página/12 ante el testigo directo del crimen.
–¡¿No te estoy diciendo que el policía lo e-je-cu-tó?! El cana le decía “volteá, volteá”. Leandro miraba para donde tenían al de la remera, medio de costado, y dijo: “¡Loco, decile que no me mate, decile que me esperan mi vieja y mis hermanitos, por favor loco, que no me mate!”. Y ahí, el policía, apuntándole al pecho dispara: ¡pla! –grita con la mano adelante disparando a quemarropa–. Después un silencio y otra vez ¡pla!, ¡pla! O sea que el vigilante tiró el balazo que lo ejecutó, después dos tiros más, y después cuando salió un vigi de civil de la otra punta de la vía agarrándose la cabeza, yo me escondí y sonó el cuarto tiro: ¡pla!
Es la tercera vez en tres días que Pablo –su identidad está protegida– relata ante este cronista la escena en la que el policía del Comando Patrullas de Tigre, Enrique Chacón, fusila a Leandro “Monito” García. El último lunes Página/12 lo entrevistó por primera vez en Bancalari, Don Torcuato, en la cocina de una casa y luego en el lugar del crimen. Hubo dos encuentros posteriores en diferentes lugares “seguros” y públicos de la zona norte: en uno de ellos Pablo accedió a reunirse con este diario y con personal de la Procuración General de la Suprema Corte Bonaerense y aceptó ingresar junto a su familia al Programa de Protección de Testigos. En esos encuentros el testigo dibujó varias veces el mismo mapa de la zona del asesinato, las distancias entre los policías presentes, los recorridos que hicieron, la posición de las chicos que se salvaron de los hombres que siguen alimentando la fama del escuadrón de la muerte. Página/12 también entrevistó a esos otros dos testigos del crimen; uno de ellos, Pedro, de 16, es quien escuchó el ruego de Leandro. Al otro, Damián, le dispararon a matar, pero huyó y se camufló entre ramas, a la orilla de las vías, donde pasó más de tres horas haciéndose el muerto para salvar su vida de la metralla del escuadrón.
El día que mataron a Leo García
Leo García es un cantante de moda andrógino y pop que quiere ser postulado como heredero de Federico Moura. Pero Leo García también se llama la última víctima del escuadrón de la muerte de Don Torcuato. Tenía 16 años, se había teñido el pelo de colorado, como las estrellas de rock, y se había refugiado el 30 de enero bajo unos árboles, en el fondo de Bancalari, para aspirar Poxirán tranquilo, allí donde la miseria limita con la calle 9 de Julio, un zanjón de aguas podridas, una canchita, las vías del tren y después del alambrado, el Country Golf Pacheco. Leandro -su madre lo llama Leo y los amigos “Monito”– ingresaba al Polimodal, incursionaba esporádicamente en ilegalidades –leves si se las compara con las de sus amigos de la misma edad–, y le tenía un respeto único a la férrea mano de su mamá, Alicia Velázquez. Tenía también nueve hermanos y con ellos vivía en la calle Estrada, a una cuadra y media de donde lo mataron, según las vecinas que miraban la tele (con horario en pantalla) cuando escucharon los tiros, a la 1.26 de aquel miércoles caluroso y despejado.
A Leo García los chicos de Bancalari le dicen ahora “el segundo Monito”. Es que en el mismo barrio, a cinco cuadras, vivía “el primer Monito”, Gastón Galván, acribillado de 11 tiros en abril junto a Miguel “Piti” Burgos. El crimen de García viene a ser el último eslabón de la cadena de eliminación sistemática que continúan hombres de la zona vinculados al negocio de la seguridad privada, tal como detalló el informe de laProcuración de la Corte adelantado por este diario el domingo pasado. ¿Pero qué es lo que motiva un crimen como el que relatan Pablo, Pedro y Damián? Al menos en el caso de Leo García parece haber habido un error. El chico no era un ladrón consumado: su prontuario es mínimo al lado de los que suelen tener las víctimas del escuadrón. Lo mataron cuando perseguían a cuatro ladrones que habían robado un Fiat Palio Rojo a una mujer de Villa Adelina durante la mañana. En la causa judicial que lleva el fiscal Jorge Ariel Apolo, de San Isidro, Leo aparece como el jefe de esa banda que apuntó con un revólver en la cabeza a la dueña del auto.
La bolsa y los pájaros
Pedro y Damián –los nombres reemplazan a sus identidades protegidas– son los chicos con quien Leandro programó el día anterior al fusilamiento la compra de la latita de Poxi: unos diez “pibitos” empujaron la carrocería de un coche robado por ladrones adultos y así se hicieron de diez pesos, cuentan. Pedro tiene 16, los ojos con la pupila dilatada por el pegamento, flequillo y el desarrollo de un niño de doce. En el torso se le marcan las costillas y cuando se sienta para contar suda gotas que deja correr por la cara como si no las sintiera. Esa mañana usaba una remera de Boca y era el único que estaba armado: tenía una gomera que desapareció en el procedimiento. Al comienzo se limita a los monosílabos. “No tengas miedo, ellos no son policías, son periodistas nomás”, le dice la madre de Leandro. Entonces recuerda: “Fue un flash cuando llegó la gorra. Los otros salen corriendo y yo me quedé sentado. El policía me apunta con el revólver y me dice ‘salí de ahí’. Salgo, me agarra de los pelos y me tira en el piso. Me esposa atrás y me pone la remera en la cabeza. Me dice: ‘pibe, qué estás haciendo acá’. ‘Estoy cazando pájaros’, le digo. ‘¡No me chamuyés a mí, vos venís de robar!’. ‘No, yo no estaba con ellos’. ‘Levantate, vamos más allá’. Me estaban llevando cuando escuché que el Monito pedía por favor que no lo maten y tres o cuatro tiros, uno después de un rato”. Pedro recuerda el ruego del Monito: un chico pidiendo que lo dejen cumplir con el plan que se había dado; drogarse con sus amigos y regresar a casa, lavarse la boca con jabón para espantar el mal aliento a tolueno –como hacía siempre–, y no provocar el rigor de su madre.
Pablo los conocía: dice que en su casa se acepta a todo el mundo, “drogadictos, ladrones, sidosos, putos, no se discrimina a nadie” y “los pibitos vienen cuando quieren, borrachos o locos, yo trato de darles consejos y ellos me escuchan”. Es más: esa mañana había compartido “un porro” con ellos bajo los árboles, a la misma hora en que robaban el Palio. Y pasada la una de la tarde estaba ahí mismo cuando escuchó ruidos de “bondi”, la palabra con que se define el conflicto que anuncia peligro. “Le digo al finadito: ‘yo me voy a la mierda porque acá hay bondi’. ‘Yo me rescato y me voy para mi casa’, me dijo él. ‘Bueno, loco, voy a seguir juntando metales’. Y me fui al zanjón.” El zanjón es un arroyo de tres metros de ancho que huele a perros muertos, al costado de la calle 9 de Julio. Allí se mete a diario con el agua hasta la rodillas para juntar chatarra que luego vende. Conoce, de memoria, la oscura trama que envuelve su barrio.
Un fusilado que vive
Pablo vio primero pasar a dos de los verdaderos ladrones del Palio. Después habló con “los pibitos de la bolsita” y cuando había vuelto al zanjón vio al policía que le disparó a Damián apenas se le puso al alcance. Damián desapareció cruzando las vías. “Me dice ‘¡quieto!’ y yo salgo corriendo todo por acá arriba –le cuenta a Página/12 sobre las vías del crimen–, cruzo, y me escuendo allá.” Damián señala un lugar en la mata que cubre la bajada que va de las vías hacia un segundo zanjón en el borde del country por un canal de cemento. “Escapaba entre las ramas, me raspé todo, perdí la zapatilla, pero me refugié y no me vieron. Escuchaba que se comunicaban de aquel lado del Golf –los vigiladores privados–para este lado –con la policía– y decían ‘allá va uno, allá va otro’. Después sentí tiros y un grito que tiene que haber sido del Monito. Me quedé horas, hasta que se fueron todos.”
–¿Y qué pensaste durante ese tiempo?
–Yo pensaba en quién había muerto, y que podía ser cualquier otro, pero menos él, porque era mi amigo. Y además estaba seguro que me iban a matar a mí, si ya de verme me habían tirado cuando aparecieron.
Leandro García, mareado por el pegamento, intentó escapar como los otros. Pero quedó parado frente al cabo Chacón, el policía mirando hacia el este, el chico hacia el oeste. “El finadito levantó las manos y todavía tenía la bolsita –cuenta el testigo protegido–. El policía gritó ‘volteá, volteá’, y él la soltó. Ahí el Monito dijo: `Loco decíle que no me mate, decile que me esperan mi vieja y mis hermanitos, por favor loco, que no me mate!’”. Pero no pudo hablar más: lo ejecutó con el primer tiro en el pecho”. Enseguida sonaron otros dos disparos. En ese momento Pablo vio en el otro extremo de la vía que un policía de civil se agarraba la cabeza con las dos manos y gritaba: “¡No!”. Para entonces Pablo, a quien los policías habrían visto presenciar la escena desde un montículo al lado del canal, se agachó y volvió hacia el zanjón. Entonces escuchó el cuarto disparo casi encimándose con el ruido del tren que apareció. “El cana le hizo señas con un pañuelo y el tren aminoró la marcha, pero no lo pararon, o sea que tuvieron que mover el cuerpo y tirarlo para el otro lado”. Entonces sobrevino una ráfaga de disparos. “Barrieron la zona desde una punta a otra, como cincuenta tiros, varios con armas, preparando el tiroteo que no existió”, aseguran los vecinos que estaban en la zona.
Cuando el montaje de balazos terminó, un policía pidió un testigo por radio, aseguran. Luego pidieron una ambulancia por un herido.
Leandro tenía tres tiros: el primero en el pecho –que fue el balazo mortal–, uno en la ingle y otra en una mano. Chacón luce el cuarto balazo de 9 milímetros en la mano. Herido, después del barrido, cruzó la canchita que hay entre las vías y el zanjón y pareció que caía, cuenta Pablo. Flexionó las piernas y lo rodearon cuatro compañeros. “Cuando él se agacha uno le saca el cinturón donde llevan el arma y se para, sostenido por otro y se va caminando unos 200 metros hasta la salida. El cinto quedó acá -señala en el terreno–. La ambulancia al final ni vino. El se fue en un auto particular. Por eso los que estuvimos ahí sabemos que el tiro o se lo pegó él, o se lo dieron cuando hicieron ese falso tiroteo, porque no se explica de otra manera: el Monito no tenía ni siquiera una gomera y resulta que apareció con una 9 mm cromada en la mano como la que él tenía cuando lo ejecutó ante mis ojos.”