Jueves, 16 de junio de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Sergio Zabalza *
“Primero uno cede en las palabras y
después, poco a poco, en la cosa misma.”
En su columna del domingo 22 de mayo, Horacio Verbitsky hablaba de un “mundo post fáctico” para referirse al abismo entre las palabras y las cosas que distingue al discurso oficial. Este tóxico verbal que vacía los bolsillos y ajusta los cinturones también enloquece a las personas. La palabra es un fenómeno que se da en el lazo social, basta que el semejante no reconozca el mensaje, para que la angustia se apodere del emisor. Así, cuando el dolor no encuentra un cauce sobrevienen las peores consecuencias subjetivas: aislamiento, ataques de pánico, culpa y depresión. Es que cuando el Otro no existe, la palabra no vale nada. De esta manera, si los totalitarismos de antaño te prohibían hablar, hoy el neo totalitarismo liberal te ordena hablar para que no digas nada. Un ejemplo es el show discursivo montado tras la detención de José López, en contraposición con el cuasi mutismo dedicado a los capitales que el establishment encabezado por el actual presidente de la Nación ha fugado hacia paraísos fiscales, para no mencionar los recientes negocios con el dólar a futuro. Un show armado, no sólo para ocultar que el proyecto político del actual gobierno es corrupto, sino para que dejemos de creer. Es que, precisamente, creer es la condición que rescata a las personas de la angustia, la depresión y el aislamiento.
Escribo estas líneas a pocos días del segundo semestre del año. Apenas asumió, el flamante gobierno anunció que los beneficios del brutal ajuste aplicado en diciembre se estarían manifestando en los próximos días: el alivio, la recuperación económica, la lluvia de inversiones: el Cambio. Lo cierto es que nada de eso se avizora en el horizonte. Escribo con pulóver y campera dentro de mi casa. Dicen que nos hicieron creer que podíamos tener calefacción, luz y agua sin pagar las tarifas, dicen que nos hicieron creer que podíamos comprar celulares y viajar al exterior, dicen que nos hicieron creer que los pobres podían dejar de ser pobres. No me parece mal creer, de hecho mucha gente le creyó a Mauricio Macri. Creer es la condición de posibilidad para una convivencia civilizada, sin la buena fe no hay palabra, para el más mínimo gesto de intercambio o negociación es necesaria cierta confianza en el Otro.
Desde este punto de vista, la palabra siempre es promesa. No se puede hablar sin creer, tampoco escribir (de hecho, ya me pude sacar la campera). Toda la cuestión está en la satisfacción en juego. Tan cierta es la hostilidad que experimenta la cría humana al llegar al mundo como el amor y la dependencia por ese Otro que alivia la urgencia del cuerpo. Es que habida cuenta de que no es el soma lo que está en juego sino un cuerpo afectado por un signo psíquico (una palabra, una caricia, un tono muscular, una sonrisa), la satisfacción está separada de la necesidad, el goce no se ajusta a los fines de la supervivencia. (“¿Si digo agua beberé, si digo pan comeré?”, se preguntaba la poeta Alejandra Pizarnik). Luego: un canalla es quien saca provecho de que se puede gozar en el dolor. Terrible y oscura condición que nos distingue por sobre el resto de los seres vivos. Hace unos días el presidente recomendaba: “no crean lo que dice la oposición”. Elijo escuchar “No crean, obedezcan”. Cuando un pueblo deja de creer se transforma en un conjunto de individuos para los cuales ha quedado vedada la posibilidad del amor. Es como hablar con Goebbels.
* Psicoanalista.
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