EL PAíS › OPINIóN

Política y dinero

 Por Horacio González

El dinero es un protagonista esencial de la actualidad; aparece más como categoría judicial y también como una proterva musa lasciva. Ya no como obvia intermediación económica. Los medios de comunicación lo presentan como un rezo obsceno de sentina, un elemento escatológico, en cualquiera de las acepciones de esta palabra. Asociado a fajos, bolsos, criptas y otros recipientes, es además un motivo privilegiado de encuadres fílmicos, tales como personas contando billetes de banco, bultos mostrando su vicioso contenido, sospechosas faltriqueras derramando dólares. El género con el que se lo presenta domina hoy la televisión: el policial gótico, el estilo narrativo negro que fusiona política y delito (solo que mientras el detective privado Philip Marlowe descubría con sorpresa ese andamiaje del que él sería la víctima, los medios de comunicación globales “investigan” aquello mismo de lo que en última instancia son usufructuarios). La vida cotidiana retoma este tema de muchas maneras, por la fuerza inculpatoria que tienen ciertas imágenes notoriamente triviales, aunque dejan entrever su ligera desolación. He asistido a almuerzos de amigos donde se paga “a la romana” (no sé si aún se dice así), donde una vez juntado el aporte de cada comensal, alguien no se priva de hacer un chiste sobre el modesto pero no insignificante montoncito dinerario, que se genera entre miguitas esparcidas y zonas del mantel con huellas del vino ya derramado. Quizás hay razones muy profundas para eso. El dinero tiene siempre una aureola suspicaz, que acaso consigue mitigarse cuando compramos en la verdulería un kilo de zanahorias y extendemos el equivalente monetario a nuestro amigo verdulero. Un canje simple que se halla en los fundamentos milenarios de las civilizaciones comerciales.

Pero aun así, ¿estamos seguros de que nuestros cien pesos son inocentes? Su carácter de sustituto del trueque nos pone frente a un objeto abstracto, forjado por una convención que representa lejanos objetos que dependen de él antes que el dinero de esos objetos. En un punto crucial de la historia, se rompieron las equivalencias simples y la relación no fue de los objetos llevando a otros objetos, sino del dinero conduciendo al dinero. Sin dejar de ser un fetiche, el dinero se convirtió en una fuerza productiva, con la función de producir más dinero, tener ella misma un precio y producir la magia de multiplicarse con diversos artilugios, entre los que se destaca el dinero a futuro. Por lo tanto es una forma viva, habita en el tiempo y es un modelo de relación entre relaciones. Además, tiene forma física y entidad imaginaria al mismo tiempo, puede ser electrónico o estar manchado de sangre, servir para numismáticos o amparar fenómenos como la inflación, apreciarse o desvalorizase, y cual persona, ser “dinero vivo” o fantasma reinante de las cuevas especulativas. Cervantes y Shakespeare lo mencionan. Este último hace que uno de sus personajes –citado luego por Marx en El Capital–, exclame: “¡Oh, maldito metal, vil ramera de los hombres, que enloquece a los pueblos!”.

Esto nos lleva a la declaración de José López en un juzgado en relación con lo que contenían los bolsos más famosos de la historia nacional: “Ese dinero no me pertenecía, pertenecía a la política”. Indudablemente, el ex funcionario dirige su portentosa frase (si la historia nacional fuera apenas un puñado de frases prodigiosas, esta debe ser favorecida con una distinción especial) hacia la mayor zona de riesgo. Y no porque implica acusaciones que podrían descifrarse apenas se pase de la ambigüedad del dicho hacia uno o varios nombres propios, sino porque convierte a la política en otra clase de ente orgánico, un Gran Molotch que devora personas, situaciones, argumentos, creencias, oratorias, leyes, escrúpulos. Los devora como esa gran Deidad –que menciona Roberto Arlt en Saverio el Cruel–, dedicada a sacrificar pequeñas almas. Hasta el momento, la idea de un estado de excepción correspondía a la definición del Soberano y la Decisión. Definía al decisor porque creaba la Decisión, pero definía la decisión porque creaba al Decisor. El Dinero se convertiría ahora en la escala superior del estado de excepción. Sería un dinero que a un modo más elevado que el propio “fetichismo de la mercancía” se presentaba como una lógica para regir el modo de equivalencias sociales. No solo cuánto vale una prestación médica o cuál es el monto de una propina adecuada al mozo, sino algo más que estas convenciones conocidas por todos. El dinero, una de las formas de la ley, se convertiría en un misterio que trascendería toda ley, en un acto nihilista o mesiánico.

Así ocurre en las sociedades “primitivas”, según los ejemplos que trae el excepcional y casi definitivo libro de Georg Simmel Filosofía del dinero, donde se examinan los “precios a pagar” por secuestros, mutilaciones, asesinatos, casamientos, lo que fijaría “el valor de la personalidad”, a diferencia de las grandes doctrinas éticas, en las que el “hombre” y no el “dinero” es la medida de todas las cosas. Bien lo lanzó Nietzsche al jugar con la palabra hombre (mensch, en alemán) que también significa mensura, medida. El hombre surge de una encrucijada entre los sistemas de pesos y medidas, por un lado, y por otro, de la conciencia donde alberga sus juicios. Diciendo, por ejemplo, que por tal cosa (no un objeto sino una decisión moral) pago tal “precio”, etc. Habitual en el lenguaje del político, esta expresión se aplicaría a cada decisión, cada acto, cada pacto. “¿Qué precio político pagaremos por esto?”. La política habla el idioma del precio, la caja, el costo, a veces con cierto pudor, a veces con el concepto ya “instalado”, como la misma política dice tomando metáforas de albañiles, decoradores, especialistas en sanitarios, y plomeros.

López (sea más o menos descabellado su pensamiento) quiere reabsorber “en la política” el dinero que estaba en su poder, disolverlo en un universal abstracto que suena como la confirmación de la peor sospecha: la política es como una persona, una superestructura fantasmagórica que vive en un limbo excepcional, en un estado hipnótico prodigioso, y que dirige a sus pequeñas criaturas haciéndolas depositarias transitorias de la sorprendente equivalencia que rige todo: política tiene dinero, dinero tiene política. Equivalencia circular que se explicaría por ella misma, como ente autogenerado. Entrecruces totémicos. Política y dinero son el mismo tipo de circulación, de fabricación de hechos y creación de individuos. El “precio” que imagina López por semejante revelación (que remite a una Entelequia Platónica, pero que tiene “nombres y apellidos”, que según dijo, ya los declarará) es equivalente a una “confesión” que también tiene precios, como los que se fijarían en las leyes del “arrepentido”, que de “cobrar” vigencia, arrasarían todo el sistema penal. Cada “confesión”, cada “información” de personas culpadas a las que se les pone casco y pechera policiales, se justipreciaría en términos de “menos pagos en términos de años de cárcel”. Imposible escapar de esto –no lo consigue muchas veces la Iglesia, que también tiene una tabla de irregularidades espirituales a expurgar con cierta cantidad de textos estipulados por el confesor de turno–, ni tampoco la televisión, que vive feliz en su idea del tiempo estipulado.

En una época, Mariano Grondona decía “para su intervención le presupuesto tres minutos”. La idea presupuestaria (como cálculo monetario, no como sospecha) unifica tiempo televisivo, exposición de imágenes de larga duración (López con casco y ojos desorbitados), dineros “bancarizados” y dineros “de la política”. Esto origina una categoría especial de dinero, la del dinero lavado, que es una metáfora higienista para describir el tipo de capitalismo que lamentablemente nos rige. Una transacción esferoidal y permanente entre lo lavado y lo por lavarse, entre lo legal y lo ilegal, entre lo físico y lo virtual. Es el capitalismo de la razón post-legal contra la rústica ilegalidad de los billetes debajo del tanque de agua.

López ni es “sistémico” ni es un “caso aislado”. Su frase es heredera de las tesis del estado de excepción, pero de un modo turbio y ligado a indigentes pensamientos surgidos de una deshonra personal. Por eso, es una gran frase pronunciada por un pelafustán. Pero hay que verla, ahora no solo como una amenaza mafiosa al mundo al que pertenecía, sino como un involuntario acto de descripción antropológica que obliga a pensar de otra manera el excedente de la política. Pensarlo como un horizonte de canjes ajenos al toma y daca, al que hay que devolverle lo perdido. Hay que volver a recubrirlo de formas honoríficas, aspectos del don, de la cesión gratuita, de la dote sin contraprestaciones, del aleccionamiento a los ingratos y de los que hablan haciendo sonar internamente un sistema monetario en su verbo, etc. Traducción de “robo para la corona”, la expresión “el dinero pertenece a la política” tiene más exigencias, aunque completa un episodio bufo que arrastra a monjas, obispos, zonas enteras de la política, y permite revivir a los grandes medios comunicacionales que ven en este caso tremendo (con la segura colaboración de los servicios de informaciones, duchos en escenografías equívocas) una materia que les compete, pues es con esa materia que están hechos ellos mismos. En cambio, la ilegalidad es una episódica pero perseverante tentación para los movimientos populares, nacional-democráticos y de izquierda social, que les “cuesta caro” (para emplear las metáforas que criticamos).

Caro le costó a Lula Petrobrás, caros cuestan López y Báez a Cristina. En cambio, para las corporaciones de todo tipo, ya en su propia idea corporativa yacen fusionadas legalidad e ilegalidad, una es la otra y viceversa. La ilegalidad es tan necesaria que le han puesto el nombre de legalidad, materia que se deriva a enigmáticos estudios jurídicos, que con su magia transformista reconvierten lo ilegal en una norma oculta, invisible, higienista, de apariencia monástica. Eso es posible cuando se ponen en juego nombres de países que se enclavan en esa fusión tornasolada entre lo falso y lo pseudo-reglamentario, y a su vez el periodismo emplea el púdico nombre de “papers” a las máximas operaciones de creación de poderes de acero (para escribir este artículo no precisamos la imbatible palabra corrupción), poderes que proceden de excepcionalidades abstractas que acatan la ley que ellos mismos erigen como hija dialéctica de la ilegalidad profunda en la que viven. Mientras, los movimientos populares (y ahora es en esto que tienen que pensar especialmente) entregan sus “hombres muertos” a montones. Son los que creían tener el poder, y solo les quedaba una frase funambulesca sobre el dinero, para desincumbirse de responsabilidades, porque, aunque no tienen disculpa, sospechan ahora que desde el primer momento se les dio cierto mando, del que gozaban sin percibir el abismo que le adjuntaban. Sus bolsos eximidos aparentemente de aduanas y rastreos, estaban siendo esperados por filmadoras, por pululantes sérpicos, por fundaciones apócrifas, por hombres de las corporaciones, y en otros canales, por los misteriosos despachos jurídicos de países lejanos, una vez más convencidos de que también tienen que cuidarse, pero que en su risa inverosímil y evasora, piensan que esas mismas cosas bien hechas, son así, como las hacen ellos. Los movimientos populares aprenden. Pero la gran coalición empresarial que gobierna no podrá escapar de la frase de López, vaticinio que paradojalmente les fue servido a ellos por encima de los muros.

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