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Medio pensamiento
Por Eduardo Aliverti
No hay que engañarse respecto de la omnipotencia de los grandes medios. Cuando se baten donde más les gusta, que es la sangre expuesta, la polémica barata y la profundización de nada, es porque hay un humor social que los alienta. De lo contrario no pueden.
Los medios son enormemente poderosos, pero la realidad no se inventa. Se manipula sobre una base preexistente. Esos llamados a las radios, por ejemplo, en los que gente hecha mierda se las toma con gente hecha más mierda todavía, son porque esa gente piensa eso. No son inventos de mierda, son gente de mierda. Al cabo de esos programas donde literalmente hay una cascada de mensajes cargados de puteadas contra los que cortan el tránsito, los conductores y el equipo de producción se juntan para congratularse porque hicieron un programa de la gran puta, sin siquiera importarles lo que piensan ellos mismos. Un programa de la gran puta consiste para ellos en sacar al aire gente que putea, siempre que no putee contra los factores de poder.
Pensemos. Nosotros, clase media. Básicamente. ¿Cuál es el secreto para que tantos de nosotros –parecería que la mayoría de nosotros– creamos, siempre creamos, que el enemigo es el de abajo nuestro? Aun concediendo que la metodología de acción de algunos de los grupos piqueteros pueda ser desacertada, ¿es tan fuerte el imperativo psicológico de encontrar un culpable entre los que menos tienen, en la presunción de que son ellos quienes nos están jodiendo la vida? Cabe preguntarnos cuál es la dimensión que le damos a “joder la vida”.
Cabe preguntarse por ese tipo que insulta porque tiene que desviarse con el auto rumbo a un trabajo que le deja un buen sueldo, o una gratificación personal, o ambas cosas; y cabe preguntarse por esos muchísimos más otros a quienes una pirueta urbana les retrasa unos minutos, algunas veces, llegar a ninguna parte, o a alguna parte donde los explotan con pagas humillantes diez o doce o catorce horas diarias, o a alguna otra que no les ofrece más perspectiva que andar pasando muy gris por su existencia. Inclusive cabe preguntarse por esa gente que ni lo uno ni lo otro, que más o menos zafa. ¿Qué es “joder la vida” para esa gente? ¿Qué es que le jodan la vida?
Cabe preguntarse si es cierto que casi nadie se da cuenta de que en verdad debe “agradecerse” a esas organizaciones de piqueteros. Sin ellas terminaría de estallar, anárquicamente, esa bomba de vida miserable que ya estalló en cifras escalofriantes y que, es evidente, no llegamos a comprender. Quizá no nos damos cuenta de que al Gobierno le convienen los piqueteros, pero a nosotros también nos convienen. Y en este sentido cabe preguntarse por cómo sacamos las cuentas. Hay más o menos veinte millones de nosotros que son pobres o indigentes. Veinte millones. La mayoría, caídos en esa situación en la última década. Es gente ubicada entre la atadura con alambre y haberlo perdido todo, y los que lo perdieron todo con cero chances de volver al mapa. No sería ilógico que este país fuese un antro de violencia política y social incontenible. ¿Qué tenemos en la cabeza para decir “esto ya no se aguanta más” porque una vez cada tanto, o todas las semanas o todos los días, no importa, hay una calle o una avenida o un acceso cortado, por parte de apenas una parte de quienes se cayeron del mundo? Es más: cabría preguntarse si no deberíamos llamar a las radios, o más directamente, encarar a un piquetero y decirle gracias, viejo, te dejaron afuera de todo, te cagás de hambre vos y tus hijos, tetiran 150 mangos y vos lo único que hacés es cortar la calle o acampar unos días en el centro, gracias viejo, la verdad que gracias.
Y también habría que preguntarse por esa gente que habla de estos tipos en la calle, viven de no trabajar, el Gobierno los subsidia, viajan gratis, tienen bolsas de alimentos, qué soy yo, un boludo que encima paga impuestos para darles de comer y los tipos no me dejan transitar, esa gente, si esta otra gente la pasa bomba, ¿por qué no se mete de piquetera esa gente? Visto así es negocio.
Cabría preguntarse, por último, por la depresión mediática del jueves pasado. La tele, la radio, los diarios, todos esperaban sangre y se quedaron con la sangre en el ojo. ¿Nosotros también esperamos sangre? Quizá la respuesta es no, sangre no, pero que no me jodan. Es peor. Es de un cinismo inaguantable. Pero más inaguantable es la tontería: “Déjenme que me salvo solo, que ahora las cosas están mejor”.