EL PAíS
Recepción con las cacerolas
La Asamblea Legislativa no había comenzado a votar a Eduardo Duhalde para que ocupe el lugar dejado dos veces vacante en menos de diez días –la Presidencia de la Nación– cuando comenzaron a escucharse los primeros ruidos. Ruidos conocidos por los porteños, ruidos casi amigos. Las cacerolas comenzaron a sonar tímidamente en el barrio de Palermo, Barrio Norte y Belgrano. Igual génesis tuvieron en Villa Crespo, Caballito y Almagro. En Congreso, a pesar de la custodia policial, los primeros vecinos se animaron casi coralmente con las otras barriadas. Duhalde no era aún Presidente; el cacerolazo ya estaba, nuevamente, retumbando en la Capital Federal. Cada vez más ensordecedor.
Los primeros golpes metálicos comenzaron a resonar en el norte de la ciudad momentos después de que el titular de la bancada de diputados peronistas y último orador de la noche, Humberto Roggero, culminara con su inflamado discurso. El speach del cordobés fue una pieza vitriólica con la que intentó responder lo que consideró ataques de diputados de la izquierda al peronismo y también a sus socios de la Unión Cívica Radical. “Después de escuchar lo que se dijo aquí esta noche, decidí cambiar mi discurso”, anunció Roggero, y cargó, sin nombrarlos, contra los diputados Luis Zamora, Patricia Walsh y Alicia Castro y la bancada del ARI.
Fue una pieza cargada de furia; acusó de “gorilas” a sus antecesores en la palabra y cargó contra “el progresismo liberal”, mientras las barras –provistas por distintas ramas del peronismo– vivaban a rabiar.
Los vecinos de la ciudad se dieron por aludidos. Las cacerolas empezaron a cantar su canción de hastío.
En la intersección de la avenida Santa Fe con la calle Agüero, una multitud espontánea comenzó a caminar hacia el centro de la ciudad, golpeando ollas y cucharas. En Caballito, a la altura de Primera Junta, el sonido metálico hacía infructuosas las conversaciones telefónicas. La protesta, típica de la clase media porteña, se exteriorizaba con claridad en algunos puntos paradigmáticos, como Acoyte y Rivadavia, y Córdoba y Pueyrredón.
A la una de la mañana, el cacerolazo también se escuchaba en los alrededores del Congreso, donde ya no quedaba ningún legislador ni tampoco los dirigentes del peronismo que habían festejado la asunción de Duhalde. Y a dos cuadras del Parlamento, obligados por las vallas que había colocado la Policía Federal, una muchedumbre heterogénea hacía sonar sus cacerolas, mientras intentaba cantar alguna consigna común. En la zona sur de la ciudad, en cambio, no se advertían críticas al flamante gobierno, ni se escuchaba ningún ruido extraño. En Mataderos, Barracas y Patricios, el paisaje era habitual y el silencio era un bálsamo para el flamante Presidente que asumió en medio de una batucada más fuerte que los aplausos de las barras por él provistas.