EL PAíS › PANORAMA POLITICO

OLAS

 Por J. M. Pasquini Durán

A los conservadores nunca les importó el procedimiento para retener el poder. Los fundadores de la doctrina que ahora se conoce como “neoliberalismo”, después de la II Guerra Mundial, consideraban que la única libertad importante era la del capital, mientras la Sociedad de las Naciones aprobaba la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En esa línea de pensamiento, la democracia es un fenómeno circunstancial, como olas que van y vienen. El ensayista Samuel P. Huntington, conservador norteamericano, sostiene que el gobierno surgido de elecciones puede ser indeseable por corrupto, irresponsable o ajeno al bien público y aun así conservar la condición democrática. Sólo cuando “se convierte simplemente en una fachada para que los grupos no elegidos democráticamente ejerzan mucho más poder, entonces aquel sistema político resulta claramente no democrático” (La tercera ola, La democratización a finales del siglo XX, 1994). De acuerdo con esas categorías, ¿la actual administración gubernamental en la Argentina es indeseable pero democrática o pura fachada? Los que han sufrido el terrorismo de Estado saben que la respuesta adecuada excede, por su complejidad, al simplificado esquema contenido en la pregunta.
Otro de los reiterados argumentos de la derecha para desacreditar a las democracias es su presunta incapacidad congénita para ejercer la autoridad y garantizar la estabilidad económica. El mismo Huntington, sin embargo, debió reconocer que en la última dictadura, pese a que detentaba el poder absoluto, “las políticas económicas de Martínez de Hoz entre 1978 y 1980 crearon un boom artificial que no pudo durar”. Describió la situación de entonces en los siguientes términos: “Las importaciones resultaban tan baratas que la industria local se hundió ante la competencia. Las exportaciones se hicieron tan caras que la agricultura tenía precios superiores a los del mercado. En 1981, el globo reventó ... La economía se hundió en la recesión casi de la noche a la mañana. En nueve meses estallaron tanto la inflación como el desempleo. El peso, bajo la tremenda presión especulativa, se devaluó más del 400 por ciento. Los argentinos que tenían deudas en dólares se encontraron de pronto con que necesitaban cinco veces más pesos para pagarlas. No pudieron cumplir con sus pagos ... Aterrados ahorristas, mientras tanto, empezaron a correr hacia los bancos. Las reservas del país cayeron precipitadamente” (La tercera ..., ob. cit., p. 59). Que la cita valga de advertencia para los que hoy piensan que una mano fuerte, de orden, sería suficiente para superar la quiebra económica nacional.
La tentación autoritaria, por cierto, no es una exclusividad nacional. El liderazgo de George W. Bush entre norteamericanos aterrorizados por los ataques del 11 de setiembre compagina con los avances electorales en Europa de la extrema derecha. Las explicaciones son variadas y van desde la insuficiencia del reformismo de izquierda para hacerse cargo de los temores de sus sociedades hasta el reemplazo de la cultura de los propósitos colectivos por la del egoísmo individualista. La evidencia indica que la economía del miedo puso en tela de juicio la suerte misma de la llamada “globalización”. Un economista de Berkeley y del Global Bussines Network, Steven Weber, lo explicó así. “El suceso de la globalización no se puede escindir de la movilidad de mercaderías, de personas y de capitales [pero] la facilidad con la cual los ejecutivos norteamericanos viajaban por el mundo es la misma con la que los terroristas han entrado en nuestro país. La fluidez de nuestras finanzas los ayudó a reciclar el dinero. Antes del 11 de setiembre la oposición a la globalización venía de los márgenes del sistema, ahora comienza a venir del centro, de quienes en América tienen el poder de decidir.” El año pasado transitaron las fronteras de Estados Unidos 489 millones de individuos, 127 millones de autos y 211 mil naves. Cada unidad, en el imaginario colectivo, puede ser portadora de nuevas amenazas. El inmigrante, el extranjero, el Otro, es el enemigo potencial y la tendencia a encerrarse entre cuatro paredes levanta figuras como las de Le Pen en Francia.
“En esta situación –explicó Henry Kaufman, gurú de Wall Street–, todas las previsiones sobre la economía y sus beneficios carecen de sentido.” Mark Minervini, presidente de la sociedad Quantech Research que hace previsiones de Bolsa usando sofisticados modelos matemáticos, reconoció: “No sé cuáles números tengo que cargar en los programas de las computadoras”. Bussines Week anunció el fin de la cultura accionaria (The End of the Equity Culture), base de las finanzas mundializadas, y The Economist, la Biblia de los mercados financieros, lleva adelante una encuesta para saber: “¿Está condenada la globalización?”. También la izquierda reformista europea está alarmada. “La verdad –escribió el italiano Massimo D’Alema– es que sin la ampliación de la democracia, sin afrontar el capítulo de los derechos humanos, civiles, sociales, sin una lucha efectiva contra la pobreza y sin la justa atención a los recursos ambientales que pueden agotarse, la globalización degenerará en un conflicto dramático donde los sufrimientos de masas enormes de desheredados serán el caldo de cultivo de extremismos peligrosos y criminales. Sobre el otro polo, el de las sociedades más ricas y desarrolladas, la falta de solución a estos problemas no hará más que alimentar la inseguridad y con ella un impulso creciente a la militarización y a la reducción de los espacios de democracia.”
Estas, y muchas otras reflexiones del mismo talante, fueron expuestas durante el primer trimestre del año. En ese contexto, contrasta el retraso de los discursos locales de aquellos que siguen mirando el futuro con paradigmas que están cuestionados en el mundo. En algunos casos, aunque se presenten como economistas y politólogos, son publicistas a sueldo de intereses corporativos que pretenden seguir haciendo diferencias con el statu quo. Otros expresan ignorancia parroquial o impotencia creativa para diseñar rumbos alternativos, por lo que terminan resignándose a caminar los mismos caminos trillados que no hacen sino repetir, una y otra vez, la experiencia de Martínez de Hoz. En lugar de estar pendientes de los arrebatos retóricos de Anne Krueger y de otros funcionarios del Fondo Monetario Internacional (FMI), sería más útil para todos que dedicaran una mirada más amplia a lo que está sucediendo en los procesos internacionales de la economía, las finanzas, la política y la cultura. Ayudaría, cuando menos, a dimensionar mejor los alcances de la decadencia actual, las posibilidades del país y la calidad y cantidad de los esfuerzos indispensables para recuperar algún sentido de justicia y de progreso.
Tal vez sea injusto demandar respuestas ciertas a la dirigencia honesta del país, cuando la incertidumbre golpea hasta en el mismo vientre del imperio y no hay referentes válidos a la mano, pero sería alentador que se pudieran percibir esfuerzos serios a favor de otras maneras de hacer política y de tratar la realidad. Lo que es inaceptable del todo es la mezquina reyerta y el canibalismo interno que están acaparando la atención pública y las energías de los encargados de gobernar. Las disputas entre el Ministerio de Economía y la cúpula del Banco Central revuelven las aguas estancadas, agitan las angustias públicas, aumentan la depresión colectiva y ni siquiera se trata de un conflicto entre doctrinas o tendencias. Aparte de los intereses sectoriales en juego, a lo sumo pelean por espacios de poder virtual, ya que ninguno de ellos tiene la capacidad ni la fórmula para amortiguar, ni siquiera resolver, el colapso generalizado. Con los tremendos problemas que sufre la mayoría de la población, son minúsculas las aflicciones de Carlos Reutemann por supuestas o reales conjuras de palacio destinadas a debilitar su eventual candidatura presidencial, sobre todo a la vista de últimas encuestas de intención de voto que ubican al gobernador de Santa Fe entre los últimos del ranking.
Tampoco en el centroizquierda aparecen los suficientes rasgos de generosidad y de respeto mutuo entre sus integrantes, como para construir una oportunidad diferente. Entre ellos hay, sin duda, compromisos firmes con las luchas populares y sería fatal si así no lo hicieran, distanciándose de la protesta, pero tampoco es imaginable que el deber de la hora quede satisfecho por esa única vía. Si algo permite el desconcierto actual es que nada está asegurado de antemano y todos pueden tener una oportunidad. Sería deseable, por lo tanto, para quienes, con o sin partido, comparten el deseo de formar parte de una corriente de izquierda reformista, que sientan a los distintos afluentes de ese torrente potencial preparándose para la misión de gobernar con la homogeneidad y la coherencia indispensables, que le ganen la confianza de los ciudadanos. Es difícil, no hay duda, ¿pero es imposible?

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