EL PAíS
Escrito & Leído
Por José Natanson
Un bipartidismo más bien peronista
Se ha escrito mucho sobre la crisis de representación que estalló dramáticamente en el 2001, sobre los cambios en el sistema de partidos y la desafección política. A través de un recorrido histórico que comienza en la primavera partidaria de 1983 y concluye después del “Que se vayan todos”, Juan Carlos Torre rastrea las causas de la crisis y precisa su impacto sobre cada fuerza política.
Publicado originalmente en Desarrollo Económico, la prestigiosa revista de ciencias sociales que dirige el mismo Torre, e incluido en el libro Sociedad y Estado en América Latina (Biblos), el análisis toma como punto de partida una idea consensuada: la progresiva disminución del patrón bipartidista en los últimos 30 años. Sin embargo, las cosas no sucedieron del mismo modo en los dos grandes universos de la política argentina: mientras que el peronismo mantuvo a sus votantes relativamente estables, el sector no peronista, históricamente hegemonizado por la UCR, comenzó a dividirse en expresiones de centroizquierda (PI, Frepaso, ARI) y centroderecha (UCeDé, Acción por la República, Recrear).
Torre calcula en un sólido 37 por ciento la adhesión peronista, balanceada por el sector no peronista, que se comporta cada vez más como “votante independiente” y que se divide en dos: un 12 por ciento de centroderecha y un 22 por ciento de centroizquierda, cuyos votos pueden agregarse –o no– a los peronistas. “La dinámica de la competencia en la política electoral se explica por el polo no peronista. Allí es donde está localizada la fuente principal de la volatilidad del voto y también de los cambios en las coaliciones”, asegura el historiador.
La crisis del 2001 no alteró esencialmente el esquema. Afectó especialmente el universo no peronista –”los huérfanos de la política de partidos”, en palabras de Torre– y dejó relativamente indemne a la “familia peronista”, cuyo vínculo con su electorado se mantuvo firme por dos razones: una identificación partidaria cimentada en una densa trama de solidaridades históricas y la lubricación de esa identificación a través de máquinas electorales clientelistas. En este contexto, las dificultades que exhibe el peronismo se refieren más a su cohesión interna que a la salud de sus vínculos con el electorado.
Al preguntarse por los motivos del cambio, Torre sitúa su raíz en la “innovación cultural” producida, en un primer momento, por los organismos de derechos humanos: la crítica a la arbitrariedad estatal de la dictadura proveyó los materiales para la construcción simbólica de una crítica más general a toda forma de ejercicio discrecional de los poderes públicos. Una segunda ola de movimientos –ONG, asociaciones de víctimas, movimientos de ciudadanos– apeló al recurso judicial como estrategia y consolidó una minoría activa, en una posición de “desconfianza vigilante”.
El artículo, titulado “Los huérfanos de la política de partidos”, constituye una mirada interesante sobre un tema complejo. Quizás haría falta, para una perspectiva más profunda, un análisis de los resultados electorales y del comportamiento del votante independiente según niveles de gobierno: el ejemplo más notable es la gestión municipal de las tres principales ciudades del país –la Capital, Rosario y Córdoba– por fuerzas políticas no tradicionales. Por otro lado, el artículo, finalizado antes del 2003, podría completarse con un análisis de la fragmentación del peronismo evidenciado en las últimas elecciones presidenciales y en los comicios de octubre en la provincia de Buenos Aires.
Pero, en general, el artículo de Torre es un análisis histórico-político preciso, con una conclusión nítida: el desequilibrio del sistema departidos, en tránsito desde un patrón bipartidista a uno en el que el PJ ocupa el lugar de fuerza predominante.