EL PAíS › OPINION

Falta madurez y coraje

Por Roberto Di Stefano *

Las relaciones entre Iglesia y sociedad nunca fueron sencillas, pero ganaron mayor complejidad desde que el llamado “proceso de secularización” distinguió conceptualmente los destinos de ambas. Tan clara fue esa distinción que algunos círculos políticos e intelectuales llegaron a pensar que se vería acompañada de una progresiva desaparición de la religión misma. Hoy parece claro que no es así: las creencias gozan de buena salud y la Iglesia Católica figura en primer término en el ranking de credibilidad de las instituciones del país, si bien la caída de la práctica religiosa ha sido vertiginosa (en efecto, creer no significa hoy, necesariamente, pertenecer, y menos practicar la religión con las modalidades que la Iglesia propone). La cuestión es que aquí, e incluso en países mucho más “laicos”, resulta difícil dejar al margen de la agenda social y política las instituciones religiosas. Por otra parte, el tema del celibato y más en general el de la sexualidad constituye un elemento particularmente conflictivo en ese diálogo ya de por sí difícil entre la Iglesia Católica y las sociedades contemporáneas. En particular desde la “revolución sexual” de los años ’60, el discurso eclesiástico en relación al tema se ha vuelto crecientemente incomprensible para sociedades que han transferido sus tabúes desde el sexo hacia otras áreas de la vida individual y colectiva.
El caso Maccarone guarda relación con estas dos constataciones. Por un lado, la pérdida no golpea meramente a la Iglesia, en virtud del lugar que ella ocupa en la vida social, cultural y política del país. Maccarone es uno de los obispos mejor preparados intelectualmente y supo desarrollar su ministerio pastoral y afrontar los desafíos que le planteó la política de manera más que digna. Los obispos son parte del conjunto de personas que llamamos “clase dirigente” y que aquí no se caracterizan precisamente por su vuelo intelectual. Por otra parte, el tema vuelve a plantear, y de nuevo de manera traumática, el problema de la actitud eclesiástica hacia la sexualidad. No se trata sólo del celibato: la sexualidad constituye una dimensión de la vida del hombre demasiado importante y compleja como para ser abordada de manera apodíctica y simple. Podría pensarse que este segundo aspecto remite a un problema exclusivamente católico, desde el momento que los argentinos han sustraído progresivamente su vida sexual a la influencia de la normatividad eclesiástica. Pero ésta sería, a mi juicio, una conclusión parejamente simple: también en este campo, en que se juegan cuestiones tan vitales, de vida o muerte, como lo son el sida y el aborto, todos ganaríamos si la Iglesia tuviese la madurez y el coraje de afrontar instancias de reflexión y de diálogo.

* Historiador, autor de El púlpito y la plaza e Historia de la Iglesia argentina.

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