EL PAíS
A 20 años de las condenas
Por Luis Bruschtein
“Nunca se ha visto en la historia que se enjuicie a los triunfadores de una guerra”, decían, exasperados, los ex comandantes. Desde el 22 de abril de 1985 hasta el 9 de diciembre de ese año, habían escuchado 833 testimonios espeluznantes y los tipos se defendían con esa frase o con excusas tan cobardes y rastreras que, en el contraste con el horror que salía a luz, acentuaban la certeza de que sólo personajes de esa calaña podrían haber cometido semejantes atrocidades. Ni uno solo asumió la responsabilidad de nada y ante las evidencias incontrastables daban a entender que ellos no habían dado esas órdenes y derivaban la responsabilidad hacia los cuadros menores que también eran responsables. El 9 de diciembre se escuchó la sentencia que los condenaba y que llamaba a continuar los juicios contra todos los represores. Con sus limitaciones, el juicio a los ex comandantes sentaba un precedente institucional invalorable para la lucha que seguiría desarrollando el movimiento de derechos humanos hasta la actualidad y abría un debate sobre la Justicia, la democracia y los usos del poder que marcó el proceso político a partir de esa fecha.
Aquella frase sobre los ganadores de una guerra, que parecía extraída de algún manual de estrategia, sintetizaba en realidad una forma de concebir a la Justicia: el que ganó –no importa cómo– tiene el poder y el vencido no. Y el que tiene poder, entonces, tiene la Justicia de su lado, por lo tanto resulta absurdo que pueda ser juzgado. Es una idea que sigue instalada en parte de la sociedad. Como todas las construcciones culturales, cuando se desarma, aparece arbitraria y elemental. Pero hasta ese momento era una idea tan instalada, tan dominante, que su contrapuesta, la idea de impunidad o la conciencia de ella, era muy tenue y minoritaria. Los organismos de derechos humanos habían comenzado a plantearla, muchas veces ante la indiferencia y la subestimación general de una sociedad que no podía comprenderla. El juicio la proyectó al plano institucional y la instaló en la sociedad.
El cuestionamiento a la Justicia por la impunidad del poder se incorporó a partir de ese momento a todo el debate post-dictadura. Por eso resulta tan superficial el planteo que ha comenzado a instalarse y que divide a los derechos humanos de antes (por las violaciones cometidas durante la dictadura), de los de ahora (gatillo fácil, represión carcelaria o judicialización de la protesta). Se dice con bastante frivolidad que es fácil reclamar por las violaciones cometidas durante el pasado y que no es lo mismo hacerlo por las del presente. Es una discusión falsa, de hecho muchos de los reclamos demoraron casi 30 años en obtenerse, y aun así con limitaciones. Pero cada avance en ese plano creó mejores condiciones para defender los derechos humanos en general. En todo caso, esas violaciones a los derechos humanos tienen aspectos equiparables y otros que no lo son (como también lo tienen las cometidas durante la dictadura) pero, en todo caso, son inseparables en la defensa de los derechos humanos. Sería imposible en la actualidad legitimar un cuestionamiento a la impunidad ante la Justicia si no mediaran las tres décadas de lucha de los organismos de derechos humanos por juicio y castigo a todos los represores y contra las leyes de impunidad que surgieron poco después del juicio a los ex comandantes.
La Cámara, presidida por el actual ministro de Seguridad bonaerense, León Carlos Arslanian, e integrada por los jueces Ricardo Gil Lavedra, Andrés D’Alessio, Jorge Edwin Torlasco, Guillermo Ledesma y Jorge Valerga, escuchó la causa presentada por los fiscales Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo. Pero los fiscales, que para fundamentar la acusación presentaron 670 casos seleccionados entre las 1086 causas judiciales iniciadas hasta ese momento, y entre las casi 9000 denuncias registradas por la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep), debían superar la ausencia en el Código Penal del delito de desaparición forzada de personas. La desaparición de personas (el proceso de secuestro, tortura y muerte) había sido la principal herramienta de la represión pero no existía un castigo para ese delito.
Por esa razón, las condenas se produjeron en base a los delitos de privación ilegal de la libertad, aplicación de tormentos y los homicidios. El problema era que al estar desaparecidas las víctimas, no existía cuerpo del delito. “¿Está acreditado que tal persona fue secuestrada?, ¿fue vista esa persona en determinado campo de concentración?, ¿se considera probado que sufrió tormentos?”, fueron algunas de las preguntas que resonaron en los tribunales durante esos meses. Las pruebas acumuladas eran apabullantes.
Otra vez el juicio potenció la lucha de los organismos de derechos humanos para que el Código Penal incluyera la figura de la desaparición forzada de personas. Esa iniciativa tomó impulso mundial y así fue incorporada a las legislaciones de numerosos países, incluyendo a la Argentina, y la ONU la declaró delito de lesa humanidad.
El 9 de diciembre de 1985, Jorge Rafael Videla fue condenado a reclusión perpetua; Emilio Eduardo Massera, a prisión perpetua; Orlando Ramón Agosti, a cuatro años y seis meses; Roberto Eduardo Viola, a 17 años, y Armando Lambruschini, a 8 años. Fueron absueltos Omar Domingo Graffigna, Leopoldo Fortunato Galtieri, Jorge Isaac Anaya y Basilio Arturo Lami Dozo. Sin embargo, el punto 30 del fallo indicaba que debía abrirse juicio contra todos los represores, lo que implicó una catarata de causas contra los de alta y baja jerarquía. El juicio había sido iniciado por decreto del presidente Raúl Alfonsín, quien un año después del fallo envió la Ley de Punto Final al Congreso y en 1987, a raíz de los levantamientos carapintada, la Ley de Obediencia Debida. En 1989 y 1990, Carlos Menem indultó a los que quedaban. Recién en agosto del 2003, el Punto Final y la Obediencia Debida fueron declaradas inconstitucionales, primero por el Congreso nacional y el 14 de junio de este año por la Corte Suprema de Justicia, lo que posibilitó la reapertura de causas.
Al cumplirse 20 años de aquellas condenas puede decirse que la obtención de Justicia ha sido y es un proceso lento y lleno de altibajos. La lucha de los organismos de derechos humanos fue inclaudicable, pero al mismo tiempo inteligente, porque buscó siempre a la sociedad como interlocutora y así se convirtió en un elemento determinante de los procesos políticos a lo largo de estos años y fue un puntal de la resistencia de los años ’90.