Sábado, 14 de noviembre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Marta Dillon
Resulta difícil imaginar cuál es el motivo oculto que lleva al jefe de gobierno de la ciudad a desistir de apelar el fallo que declara la inconstitucionalidad de la restricción del matrimonio a hombres y mujeres. Sobre todo teniendo en cuenta las posiciones históricas del partido que el mismo Mauricio Macri fundó: férrea oposición a la educación sexual con perspectiva de género en las escuelas –que ahora convertida en ley, de todos modos se aplica menos que mal en las escuelas porteñas–, penalización sistemática de las personas trans que ocupan el espacio público en la ciudad; ni siquiera participó el PRO de las discusiones que se dieron en el Congreso la semana pasada abriendo por primera vez el debate en torno de los derechos de las parejas y familias no tradicionales. Sean cuales fueren las motivaciones, bienvenida sea la coyuntura política que levantó la barrera de la injusticia y que ahora permite a Alex Freyre y José Di Bello soñar con decir sí quiero y que eso tenga sentido y correlato en temas concretos. Ya no más organizar estructuras económicas que protejan a uno o a otro a futuro, no más pagar escribanos para diseñar testamentos que bien pueden ser desestimados en el momento más doloroso. Ahora en cambio se abren otras posibilidades: la invención de un lenguaje nuevo para llamar a los contrayentes, la ilusión palpable de embarcarse en la bella tarea de criar juntos a un niño o una niña sin mentiras ni verdades a medias. No se puede saber a priori cuánto durará este estado de excepción; a riesgo de pecar de pesimista, siento que es ingenuo pensar que nadie más va a apelar la medida, aunque a nadie debería importarle cómo elige vivir su vida cada quien. Sin embargo, en este intervalo que se abre, en este festejo que sabe mucho mejor que comer perdices, lo justo es mirar al futuro con ojos nuevos y empezar a enumerar cómo nos va a cambiar la vida a tantos y tantas. Mi esposa y yo –así elegimos llamarnos, aunque los papeles todavía no nos habiliten– volveremos a organizar la fiesta de nuestra boda, igual que la inventamos a nuestro modo cuando hicimos la unión civil que no nos habilitó a nada más que a compartir nuestras cuentas en el Banco Ciudad –¡y encima siguen diciendo que somos socias!–. No importa cuántas veces hayamos repetido que éramos pareja, para ellos es más fácil creer que sólo trabajamos juntas. Si entonces nos casamos en ceremonia apócrifa para participar a nuestros amigos y amigas, a nuestras familias, de un amor que nos desbordaba, ahora lo haremos para nuestro hijo, que por suerte aprendió a caminar antes de cumplir un año y podrá alcanzarnos los anillos para que juremos amarnos mientras el amor y el compañerismo nos duren y si eso es mucho o es poco no importa, porque total a la vez que nos prometemos cosas lindas al oído estaremos firmando el contrato que nos da la seguridad de edificar bienes en común, dando el primer paso para que nuestro pequeño no sea más hijo de una mamá soltera sino de dos madres orgullosas que trabajan, descansan y se agitan para edificar su futuro. Y si es por imaginar, puedo llegar más lejos, puedo llegar al momento en que lo inscribamos en una escuela, las dos como madres, para cuidarlo y protegerlo, ir a buscarlo sin explicaciones ni falsos comunicados presentando a una como tutora. Y puedo ir a temas más terrenales y menos románticos, por ejemplo, ya no pagaré impuestos como si fuera una persona sola sino una mujer casada con responsabilidades familiares (vaya alivio que va a ser). ¿O acaso no será más fácil cerrarle la boca al vecino de al lado que cada tanto golpea la puerta al grito de “tortilleras putas” –sí, pasa en las mejores familias– si sabemos que la ley nos reconoce como personas íntegras, con plenos derechos de elegirnos y de protegernos y de casarnos y etc.? Ojalá Alex y José se casen y ojalá la barrera de la injusticia no vuelva a bajar como una guillotina sobre nuestros derechos, nuestros deseos y nuestros sueños. Hoy prefiero pensar que es posible, de hecho siempre creí que lo imposible apenas tarda un poco más. Y creo que nuestro hijo algo sabe de esa máxima, aun con la corta edad que tiene. No sé si será la edad o qué, pero cada vez que nos besamos, él sonríe con sus ocho dientes expuestos, como si supiera, como si disfrutara de que las dos personas que lo desearon tanto antes de conocerlo tengan algo en común que a él le falta mucho por descubrir. Pero que igual promete. Igual promete un mundo de sensaciones que en el lenguaje más cursi se llama amor. Y en el nuestro también.
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