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Dejá la sombra y vamos
Los Náufragos del “Carla Pistoia”, uno de los cuentos más hermosos de Roberto Fontanarrosa, comienza con un chiste desmesurado: al realizar un simulacro de evacuación por naufragio, los pasajeros y tripulantes lo hacen tan bien que no queda nadie a bordo. Cuando se dan cuenta, el “Carla Pistoia” se aleja –buque fantasma– mientras los simuladores excedidos de celo hacen buches de agua salada, se miran entre sí. Es que uno se va porque siempre se supone que (el) otro se queda. Pero a veces no. Sin excusa de simulacro alguno –a puro éxodo y a pura pérdida nomás– este país ha visto vaciarse colectivos que parecían sólidos como la antigua ciudad de Esteco cantada elegíacamente por Molinari, el plantel futbolero de Independiente o la vergonzante UCeDé.
Hay una constante argentina con el tema del vacío, la amenaza del vacío: “El mal que afecta a la República Argentina es la extensión”, se confundió o se hizo el confundido Sarmiento. Un país que pese al mito del equívoco desierto estaba bien lleno –de indios– y lo vaciaron a tiros; que hubo que volver a llenarlo con otra cosa –los inmigrantes– y que sufre sistemáticos, periódicos vaciamientos –de gente completa, de cerebros, de capitales– por expulsión o desaparición tan lisa y llana como el redundante desierto, que vuelve y vuelve. Porque estamos acostumbrados a nombrar los huecos –“No quedó ni el loro”– y a profetizar la Nada a nuestras espaldas: “Hay una salida: Ezeiza” o “el último, que apague la luz” se dice. Aunque sea para salir de alevosas vacaciones.
Todas estas sensaciones vuelven cada vez que en vísperas de fin de año y en el arranque del nuevo, la ciudad de corazón de esponja que se hincha y distiende diariamente en sístoles y diástoles de millones de personas queda bruscamente vacía, como desangrada, precisamente: sólo los huesos y la piel castigada. Es en estos días cuando los abandonados, perplejos turistas yanquis, brasileños o ponjas de pantalón corto y cámara colgada de la nuca se pasean por el microcentro y las avenidas fotografiando en las paredes –como en Hiroshima y en Pompeya– las sombras que les confirman que alguna vez fuimos o estuvimos pero que ya no.